Aquel día se completó la metamorfosis que llevaba semanas percibiendo, la extinción definitiva de la cordialidad inicial, de los gestos amistosos para con el nuevo integrante del grupo, de la cooperación profesional aparentemente desinteresada. Aquél fue el día en el que vio culminarse el cambio, radical e irreversible, en la actitud de sus cinco compañeros.
Los mismos compañeros que, justo un par de meses antes, en su presentación social, habían jaleado la decisión de su jefe de reforzar el departamento para hacer más llevadera la carga de trabajo.
Porque la empresa donde acaba de ingresar gozaba de un prestigio incuestionable dentro del sector, pero ganado, en buena medida, gracias al esfuerzo descomunal de profesionales con una dedicación exclusiva e interminables jornadas de trabajo.
A él, que conocía sobradamente esta circunstancia, lejos de intimidarle o desmoralizarle, era un hecho que le motivaba especialmente: se había planteado su estancia en la compañía como un periodo de instrucción, un curso práctico impartido por la élite del gremio, la formación perfecta para aspirar no sólo a ganarse con solvencia holgada la vida, sino también a posicionarse como el experto más reputado de la profesión.
Y por eso desde el primer día se tomó cada jornada como una concienzuda sesión de aprendizaje, prestando atención a cada palabra e iniciativa de sus cinco experimentados compañeros, ofreciéndose a ayudarles en todo lo que procediera, aunque ello implicase acabar haciendo trabajos más propios de un becario que de una prometedora incorporación.
Esa actitud, de compañerismo manifiestamente servil, le valió para integrarse en el grupo en apenas una semana. Primero lo enrolaron en la rutina del café: empezaron a invitarle a salir fuera, a media mañana, acompañado por dos o por tres de ellos. Allí se ganaron su confianza, compartiendo con él los cotilleos que discurrían por los mentideros más selectos de la empresa, sus opiniones íntimas sobre los miembros destacados de la clase alta de la compañía, sus críticas ofensivas sobre el personal de otros departamentos.
Luego le enseñaron fullerías, bastante sofisticadas, que le permitirían destacar por encima de sus homólogos de la competencia. Trucos de la profesión al alcance, únicamente, de profesionales de dilatada carrera y que hubiesen dispuesto de múltiples oportunidades para ponerlos en práctica y perfeccionarlos.
Y, por último, le inculcaron la idea de que ellos eran el grupo más selecto dentro de la compañía, el verdadero origen y sustento de su prestigio, y que por ese motivo, como podía comprobar todos los días, los demás les miraban de lado, acomplejados al saberse inferiores y, cómo no, enfermos de envidia malsana.
Así es que cuando llevaba un mes en la empresa y su jefe les convocó a todos para la reunión de lanzamiento de un nuevo proyecto, el joven recién contratado asistió a la misma con una confianza en sí mismo que le predispuso, sin miedo al fracaso, y sin más demora, a empezar a demostrar cuál era su valía y hasta dónde llegaban sus aspiraciones.
Y así es que una vez que el jefe realizó la presentación, y tras la invitación del mismo a que todos expusiesen las estrategias a seguir, no respetó jerarquías ni antigüedades y tomó parte en la lluvia de ideas exhibiendo una personalidad, una desenvoltura y una clarividencia que dejó descolocados a sus compañeros y gratamente impresionado a su superior.
El impacto en los cinco veteranos podría haber sido mitigado si el jefe hubiese elogiado sus logros como instructores, pero no sólo no se manifestó de esa manera, sino que sus únicas palabras fueron para la reciente (y aparentemente brillante) incorporación.
Una vez que el jefe abandonó la sala, su mirada chocó con el inexpresivo ademán de indiferencia de sus cinco compañeros. Acostumbrado a los elogios por los trabajos nimios e intrascendentes de las últimas semanas, y exultante como estaba, consciente de lo acertado de todas sus intervenciones durante la reunión, esperaba alguna enhorabuena, cuando menos, algún gesto cómplice de felicitación. Pero no se produjo ninguno.
Acabó la tarde tan borracho de satisfacción que, aunque extrañado, no paró a pensar más en el asunto: toda su atención la concentró en disfrutar del momento y en alimentar, si cabía más, su agrandada autoestima.
La jornada siguiente comenzó con la misma sensación victoriosa con que se había cerrado la anterior. Y fortaleció ese sentimiento el hecho de que, todos los compañeros de otros departamentos con los que se iba cruzando, lo saludaban más cohibidos aún de lo que solían hacerlo. Estaba seguro de que su notable intervención había trascendido más allá de las paredes de su departamento y de que sus vecinos lo veían ya como el inminente prodigio de la compañía.
Al llegar a su puesto de trabajo sus cinco compañeros lo saludaron con total normalidad, de nuevo sin hacer referencia alguna a la reunión del día anterior. Al menos, y no sabía si era debido a sí mismo o al ambiente creado por sus colegas, no parecía tan afectado por esa omisión como lo había estado al finalizar la reunión. El cambio lo notó más tarde, cuando, llegada la hora habitual, propuso salir a tomar un café y sólo obtuvo disculpas por parte de todos para no acompañarle.
Aunque no quiso considerar el hecho más que una anécdota, en el fondo se sintió herido, y recurrió de nuevo al recuerdo de las elogiosas palabras del jefe como bálsamo para calmar el daño causado por aquel desdén.
Pero, a medida que transcurrían las horas, se dio cuenta de que la reacción de sus compañeros era un enojo más serio: ni una palabra demás, ni una anécdota espontánea para compartir entre todos, ninguna de esas paradas que tanto agradecía cuando alguien se daba cuenta de que llevaban demasiados minutos enfrascados en el trabajo. Sin malas caras, sin muestras de descontento, pero con una actitud tan aséptica que no era necesario más para percibir el reproche.
Cuando, casi al final de la tarde, ya había decido reconocer ante sus compañeros que se había equivocado, que había pecado de petulante e irrespetuoso, e iba a disculparse, recibió la llamada de su jefe, invitándolo a pasar por su despacho.
Dudó entonces entre informarles inmediatamente de la llamada o esperar a volver de la reunión. Pero, finalmente, con los mecanismos de reflexión estratégica alterados por la tensa incomodidad del día, acabó por decírselo con un tono jovial que pretendía sonar a disculpa. Mientras caminaba emocionado y fabulando hacia el despacho de su superior comprobó, por primera vez en veinticuatro horas, que las miradas de sus cinco compañeros denotaban evidente fastidio o, incluso, hasta rencor.
El jefe, una vez que lo tuvo sentado enfrente, se deshizo en elogios para con su vertiginosa progresión. Le confesó que sus cinco compañeros ya le habían hablado muy positivamente de su potencial y de su actitud, pero que le parecía, y la reunión del día anterior lo ratificaba en su opinión, que no estaban explotando como se debía todas sus virtudes, desaprovechándolo, muchas veces, en vanas labores de secretario y frenando un ritmo de aprendizaje que, era evidente, podía mejorarse. Por eso había decidido que trabajaría con sus compañeros en aquel nuevo proyecto de igual a igual y, para garantizar que no sería ninguneado, se encargaría de elaborar y presentarle personalmente los informes semanales del avance de los trabajos.
Sólo cuando volvió a sentarse en su sitio, y se vio en la obligación de describir a sus compañeros el organigrama para el nuevo proyecto, se dio cuenta de las repercusiones que tal noticia podría acarrear. Por un instante, y por segunda vez en la tarde, dudó a la hora de escoger el tono para exponer la situación. Al final le pudo la vanidad, recién fortalecida, y optó por explicar los nuevos planes con un toque de arrogancia y suficiencia, mientras esperaba, un poco temeroso, a ver la reacción de sus colegas. Como ya pasara un día antes, ésta no se produjo en ningún sentido. Todos encajaron la noticia con la misma impasibilidad que mostraban en su rostro antes de recibirla.
Desde aquel día asumió su nuevo papel en el departamento con orgullo y renovado entusiasmo. Mantenía las mismas virtudes que un principio pero abandonó su actitud servil. Apenas necesitó media semana para mirar directamente a los ojos a sus compañeros, para rebatir sin contemplaciones las medidas propuestas que no le convencían, para levantar la voz cuando no se le prestaba la suficiente atención. Impuso un ritmo de trabajo severo orientado a cumplimentar puntualmente los informes requeridos por su jefe.
A la misma velocidad a la que ganaba autoridad y elogios por parte de su superior, iba perdiendo el favor de sus compañeros. No volvieron a compartir ni un solo café, ni fuera de la oficina, ni en la sala de ocio, donde, aunque la frecuentaba, siempre llegaba cuando los otros ya se iban. Las conversaciones espontáneas e informales se sustituyeron por intercambios de opiniones profesionales, incluso cuando era él quién las abría con la intención de relajar el ambiente. Y, por supuesto, ninguno volvió a aconsejarle o enseñarle viejos trucos del oficio, aunque en algún momento se lo pidiera, aduciendo que nunca antes se les había planteado la situación para la que pedía consejo.
Él, aunque ocupado por el vertiginoso ritmo de trabajo y animado por los constantes aplausos de su superior, no dejaba de apreciar los notables cambios que se habían producido desde su llegada. Alguna tarde, cuando volvía a casa, sopesaba la posibilidad de reunirse con sus cinco colegas y aclararles sus intenciones. Hacerles saber que no pretendía perjudicarles, ni pasarles por encima; que su único deseo era hacer su trabajo de la manera más óptima posible; que su ambición era triunfar, cierto, pero para integrarse en la élite profesional que ellos representaban. Que, en definitiva, y le parecía totalmente lícito, lo único que quería era aprovechar esa temprana oportunidad que se le brindaba para ser uno más, para ganarse su admiración y respeto, y para acometer junto a ellos empresas más ambiciosas que las de un simple becario.
Y, una noche de insomnio, tras mucho meditar, decidió que no podía retrasar más el sentarse con sus cinco compañeros y explicar la situación.
A la mañana siguiente llegó a la oficina y se encontró un ambiente denso como si la atmósfera fuese de agua. Nadie lo saludó. Al principio, y aunque les buscó la cara, todos lo observaron de soslayo. Una vez sentado, sus miradas, ya directas, se preñaron de desprecio y de odio. Lo atravesaban, como si mirasen a su través, y sus rostros se desfiguraron en un ademán de repugnancia que le provocó una nerviosa sensación de temor.
Aplazó el comentarles que iban a reunirse más tarde y decidió concentrarse en su trabajo. Pero le fue imposible. No podía dejar de vigilarles, mirando de reojo, observando asustado sus intercambios de señas. Y de esa forma, al ver a los cinco individuos acercándose a la mesa, sintió auténtico terror. Se levantó para hacerles frente, cuando ya lo tenían cercado, pero el chorro de voz necesario para recriminarles se le ahogó en la garganta. Allí, delante de él, como en una fantástica pesadilla, sus compañeros comenzaron a hincharse dentro de sus trajes hasta desgarrarlos con violencia. Entonces se le aparecieron unas anatomías inesperadas: brazos que eran alas, troncos de denso plumaje y, lo más intimidador de todo, donde debiera de haber visto piernas aparecían formidables patas de buitre con uñas negras y aceradas.
Perdió el resuello y el ritmo cardiaco se elevó hasta hacerle doler el pecho. Instintivamente se giró, buscó una ventana y la abrió, pensando en salir por ella. Tuvo el tiempo justo para oír el batir de cinco pares de alas y para sentir en la nuca el aire, bruscamente desplazado, que provocó su caída al vacío.
Mientras caía vio una confusión de alas, plumas y garras que asomaban por la ventana por la que acaba de precipitarse. Y, justo antes de reventar contra el suelo, también pudo apreciar los rostros de aquella infame turba de arpías, que observaban su descenso, obscenamente satisfechas.