Alan está sentado sobre la alfombra. Tira de un aro cosido a la manta de juegos, mientras con la otra mano repite un movimiento mecánico de arriba abajo, golpeando contra el suelo el muñeco que sujeta con fuerza cada vez que la mano desciende. Sus gritos agudos y sus risas se mezclan con un ruido de fondo: las voces de una entrevistadora y un político emitidas por un canal de televisión nacional.
La atención de un niño se dispersa en poco tiempo y en el pasillo que está frente a la puerta abierta de su habitación ve un coche de bomberos, conducido por un variado equipo de personajes diseñados a escala. Como si estuvieran accionadas por resortes, las dos manitas se abren, soltando el aro y el muñeco al mismo tiempo. Inclinando su cuerpo hacia delante, apoya ambas manos, ahora libres de toda ocupación, sobre la moqueta que cubre el cuarto de juegos, desplaza una de sus piernas hasta que el pie se planta sobre el suelo y, con un impulso final, consigue ponerse de pie. Alan no había sido un andarín precoz, tal vez por causa de la falta del estímulo que proviene de un padre. El suyo, desde que se quedó solo, sin la persona que todos dicen que fue su mamá, empezó a dispensarle cada vez menos atención. Se iba por la mañana a trabajar con su ordenador en el maletín y se pasaba todo el día fuera hasta la noche, cuando regresaba a casa con el mismo equipaje con el que se fue doce horas antes y, tras un breve saludo y, con suerte, una palmadita en el trasero, sacaba el portátil y comenzaba a revisar números. Solía conectar la tele, esperando alguna noticia, quién sabe, tal vez algo que pudiera distraerle de su aburrido trabajo o tal vez proporcionarle un contraste a su gris vida. Quizás esperaba una noticia especial, concreta, por eso la televisión estaba encendida casi siempre en casa. O pudiera ser que su padre no quería que le oyese sollozar. Cuando le tenía por dormido, Alan oía el ruido sofocado del sollozo mezclado con el sordo tintineo de un vaso de licor, en una combinación que duraba hasta que el sueño le raptaba de la escena.
La muerte repentina y violenta de la mujer, la que dicen que era su madre y que él no recordaba en absoluto, ocurrió de una manera fortuita, absurda, como todas las muertes anticipadas. Aplastada en su coche, al caerse por un barranco en una carretera poco transitada. Un accidente en el que nadie se preguntó qué hacía la conductora allí a altas horas de la madrugada. Too old to rock and roll, too young to die…Algo así no se olvida, según oye Alan cuando su padre tiene alguna visita; rara vez. La imagen del cuerpo de la mujer reventado y cubierto de sangre es la foto que acompaña los pensamientos de su padre en la soledad de cada noche.
Alan; nos habíamos olvidado de él. Ya se ha hecho con el coche de bomberos, el que estaba en el pasillo. Pero no vuelve atrás. Tal vez impulsado por la inercia al incorporarse con el camión, con esos dos pasitos que ayudan a mantener el equilibrio, sigue avanzando, un paso detrás de otro, por el pasillo hasta llegar a un salón, donde la televisión sigue emitiendo palabras incomprensibles para él. En esa sala no le dejan jugar porque hay muchos objetos frágiles y algunos peligrosos. El marco de plata y cristal con la foto de sus padres en un barco en cuya popa ondea la bandera turca, la escultura de madera y resina que un artista local aceptó venderles a regañadientes, una mesa baja de madera con libros de viajes y de museos de toda Europa… Demasiados incentivos para desobedecer las órdenes de no tocar. Si al menos esas voces se callasen. Era el único sonido de la casa. No se oía la voz del padre. Cuando su padre no está en casa, la señora mayor de voz dulce, Angela, es quien le cuida. Pero Angela se fue hacía ya rato –aunque los niños no saben calcular el tiempo; unos minutos pueden parecer una eternidad- y, sin embargo, se oyen ruidos y voces desconocidos.
El niño se sentía estable, de pie, al sostener el juguete con la mano, como si el objeto estuviera anclado al mundo y él pudiera agarrarse sólidamente al camión de bomberos. Tras recorrer unos pasos más por el pasillo, decide continuar su camino en un gateo mecánico, de ritmo uniforme y acelerado. Su forma de desplazarse más rápida y eficaz, en la cual ya tenía bastante experiencia. Al acabarse la pista recorrida, en el umbral del salón, descubrió sin sorpresa que las voces, que ahora sonaban de forma estridente, procedían de la televisión. Todas las luces estaban encendidas, las del techo y las de lectura, incluso le pareció que la radio estaba conectada. No obstante, no había nadie en el salón y esa paradoja era demasiado para Alan. Demasiado sugerente, demasiado tentadora, demasiado inquietante como para no traspasar el umbral.
Rompiendo la barrera psicológica se adentra en la sala, conduciéndose hacia el sofá, situado de espaldas a la puerta. Alan se apoya en el respaldo y empieza a rodearlo hasta que al llegar a la esquina, maldita sea la publicidad qué ruidosa es, por fin alcanza a ver a su padre, con los pies en el suelo y el tronco y la cabeza apoyados en el reposabrazos, en un ángulo que se acerca a los noventa grados. Cómo podía haberse dormido, con tanto ruido y tanta luz. Alan avanzó en su circunvalación del sofá, hasta situarse frente a la cara de su padre. Tras ponerse de pie ayudado por el sólido punto de apoyo del sofá, emite unos cuantos grititos agudos, de esos que infaliblemente llaman la atención, aunque esta vez sin éxito. Le da unos manotazos en la cara, pero sin reacción. Tiene la cara manchada de rojo y buena parte del sofá también se ve de ese color. Sus manitas, ahora, están rojas. Se las lleva instintivamente a la boca y el sabor no le recordó a nada conocido, ni helado, ni mermelada, ni ketchup…Tras varios gritos y algunos manotazos más, aderezados por una retahíla de monosílabos “PA-PA-PA-PA”, Alan descubre en la mano de su padre un objeto oscuro; no se parece al mando a distancia pero sin duda sirve para algo. El artilugio estaba caliente y olía raro, a amargo y metal. Alan lo coge con las dos manos y descubre que el aparato dispone de varios mecanismos con los que jugar. Una especie de círculo envuelve algo que parece una uña de metal, una palanca con una ligera curvatura. La toca pero no pasa nada. Sigue manipulando un rato más, ya sin pensar por qué su padre seguía durmiendo, por qué no se despertaba a pesar del ruido y de sus gritos. Ahora además alguien llama a la puerta, no sólo al timbre sino también dando golpes o puñetazos. Alan mira sorprendido porque no entiende aquella escena, pero el aroma del miedo traspasa la puerta y empieza a envolverle. ¿Qué estaba pasando allí? Alan vuelve a concentrarse en el aparato oloroso y caliente de su padre. Tiene un agujero. Siente la necesidad de mirar por él, mientras sus manitas sujetan el artilugio, con las palmas sobre la parte plana y los pulgares apoyados sobre la palanquita metálica curva. Sí, ahora lo entendía. Sólo tenía que mirar por el agujero, apretar la palanca y un sueño de color rojo te cubriría entero. Como a Papá.