Icono del sitio 7 Certamen de Narrativa Breve 2010

253- El programa. Por Fender

Cuando accedí a participar en el programa no consideré la posibilidad de que pudiera acabar siendo semejante despropósito. Resolví no hacer demasiadas preguntas y apoyarme en el beneficio social que su puesta en marcha reportaba, por aquello del autoestima y las redenciones personales. ¿Quién discutiría la reinserción social de delincuentes a un amigo, casi un hermano, más aún si llevase estudiando sus pormenores lo que muchos tendrían a bien de considerar una eternidad? Siempre escuché estoico sus disertaciones al respecto, barruntando que todo aquello desembocaría en la nada, que no pasaría de ser simple teoría. Por eso cuando, tras servir ceremonioso sendas tazas de café impío y cruzar como suele las manos con aspavientos exagerados, me confirmó que había conseguido luz verde, me lancé a ofrecerle cuanta ayuda pudiese requerirme. Ignorante. Cegado por el orgullo y la camaradería. Feliz de ver a un colega henchido de aquello que a mi siempre se me ha escurrido: la ilusión.

De ahí a verme envuelto en tamaño disparate. Escucho impertérrito el discurso en favor de la piromanía que un individuo sudoroso y como embotado me ofrece, sin ánimos ni empuje para evidenciar el pavor que me atenaza. Como si fuese la cosa más normal del mundo dialogar sobre combustiones lentas y aceleradores, estructuras carbonizadas y el cromatismo del fuego. Mi cerveza pierde fuerza entre sus manos inquietas y mi hieratismo de manual egipcio. Vendería mi reino por un cigarrillo (la presión siempre afloja un poco con nicotina, alquitrán, benceno y demás aliños entre los bronquios), pero los fósforos están sin duda mejor donde están, en algún bolsillo del cortavientos. Carraspeo y me llevo a la boca el reguero de uñeros que bañan mi mano izquierda, aprovechando para blasfemar entre dientes.

A unos doce metros mi pareja de mus de toda la vida luce encantado con su sujeto de estudio. Me llegan retazos de conversación solapados con la algarabía, intenciones de estudiar magisterio infantil mezcladas con la quema indiscriminada de plásticos y los últimos éxitos en el panorama musical. Ríen, y el que nunca envida por miedo ofrece un sin filtro al futuro empleado de un jardín de infancia. Éste declina la oferta. Mi cerebro hace ya unos minutos que abandonó toda función analítica y comenzó a quemar glucosa por el simple gusto de mantenerme mareado. Mi contertulio se retira de la frente una densa capa de sudor con el reverso de la mano, y continúa elogiando la pirotecnia forestal.

Es la primera fase, por eso nos encontramos todos recluidos en este antro mal ventilado y peor iluminado, donde el café es un eufemismo y el hilo musical apenas se soporta. Si nosotros, gente corriente, damos el visto bueno, nuestros entrevistados pasarán a la fase dos, en la que un equipo especializado analizará nuestras selecciones. Este primer escalón, esta criba tan informal y en principio amigable, sólo es una ayuda para los pacientes. Para que no se sientan violentos, o intimidados, o preocupados con exámenes psicológicos de momento. Cuando llegue a casa habré de redactar un informe sobre mi charla con el hombre de la transpiración preocupante y la cabeza llena de serrín en llamas, y enviarlo mañana a primera hora a través de mi correo electrónico. Así de simple. ¿Quién no se prestaría a algo tan sencillo, tan a primera vista inofensivo y gratificante?

He recibido expresas instrucciones de no presionar al paciente, se encuentre en el nivel que se encuentre de su recuperación. Todo lo que tengo que hacer es escuchar, asentir con la cabeza y formular alguna pregunta discreta dirigida a reconducir la conversación a las cotas de lo estipulado. Así, no puedo levantarme y gritar al lastre social que tengo frente a mí que me interesan más bien poco sus piras y sus cenizas y su dantesco coloquio sobre cómo el hombre puede morir bien por asfixia o bien por cocción de vísceras internas si queda atrapado en un edificio en llamas. Tampoco es que me vea con fuerzas de tal estallido. Lo cierto es que conforme pasan los minutos me voy encogiendo cada vez más en el taburete, y menos capaz me veo de reconducir nada. Procuro consolarme recordando que el tiempo fijado para cada entrevista son veinticinco minutos, lo que en unidades aplicables a aquí y ahora son unas cinco canciones y doce o trece escuelas más calcinadas.

Reconozco al carnicero de mi barrio al fondo del local, sentado frente a una mujer de dimensiones más que generosas embutida en una camisa cuya transparencia permite intuir su torso tatuado. Más tarde le sugeriré que contrate a su entrevistada, mucho más capaz de despiezar una res que él mismo a pesar de su experiencia. El sudoroso pasa a explicarme cómo improvisar un cortafuegos si las cosas se complican y me veo atrapado en “mi propia obra de arte”. Tuerzo el visaje fingiendo interés, mientras repaso mentalmente el calendario que mi amigo ha elaborado para mí, y que me somete a cuatro torturas más sólo esta semana. Tal vez tenga suerte. Quizás mi próxima cita sea con un violador o un proxeneta o un asesino en serie de los de motosierra pero con sentido del humor. Quizá incluso consiga departir con un pederasta y mostrar la efusividad que a escasos doce metros rezuma mi colega de baraja.

Es curiosa la irrealidad que infunde tanto consejo pirotécnico. Ayer compulsaba planes para el fin de semana, intentando decidir entre cine y escapada al campo, para hoy verme a mi mismo como delegado de la sociedad, representante de sus miedos y prejuicios, cancerbero del orden y la salud pública. O, simplemente, para encontrarme inmerso en el absurdo, en el más insondable de los surrealismos, compartiendo mesa con alguien a punto de sufrir un colapso nervioso a causa de la excitación. Hago acopio de arrestos y me aventuro a preguntar cuáles son sus intenciones si el programa sentencia que no es un peligro andante y sella su expediente con un “apto”. Se frota las manos y hunde los hombros, adoptando un aire confidente, dibujando una suerte de sonrisa aviesa en el caos que tiene por rostro. Y cuando creo que la farándula ha apurado aptitudes y elenco lo suelta, casi inaudible, apenas una exhalación de irracionalidad. Quiere ser bombero, pues en su honradez y valor ve la expiación idónea, la redención en forma de manguera y camión-cisterna. Y si no doy de bruces en el suelo debido a la incredulidad es porque, aunque el taburete no tiene respaldo, estoy lo que pudiera decirse encaramado a esta mesa raída.

El encargado levanta la vista del periódico y, tras consultar su reloj de pulsera, golpea tres veces la barra. Dos agentes uniformados se personan en el local, con cara de poca paciencia y amigos contados, para llevarse no sin esfuerzo a los pacientes. Algunos remolonean. Otros son incapaces de ocultar su alivio por que haya terminado el trance. Mi asignado abandona la estancia sin ni siquiera despedirse, cual autómata guiado por control remoto, dejando en su silla una humedad que se irá reabsorbiendo mientras yo apuro una cerveza grumosa. Nos quedamos únicamente los voluntarios de la primera fase, semblantes de satisfacción o de indolencia o de aburrimiento o de profundo impacto, testigos del cambio o de la primacía del instinto más bajo, mirándonos unos a otros como intentando adivinar los escoyos que han llegado a las costas de cada cual.

Huyo de la cafetería y de su calor artificial, enfilo la calle que lleva a mi estudio y me enciendo un cigarrillo. Me duele la cabeza y noto el tuétano de la mandíbula inflamado, preludio inequívoco de las jaquecas que me corresponden por toda herencia familiar. Mi pareja de mus, un tipo enjuto con pelo cortado como con cuchillo y tenedor, me da alcance y comienza un soliloquio con la atiplada voz del resfriado. Desde su punto de vista, no encuentra ningún motivo para desconfiar de la recuperación de su sujeto de estudio, y no dudaría en poner a sus hijos a su cargo. Es una soberana estupidez, pues ni tiene hijos ni papeletas de encontrar con quien tenerlos, pero aparenta convicción al decirlo. Me pregunta cómo me ha ido a mi. Escuetamente, le explico que sus hipotéticos hijos y aún el mundo están más seguros sin gente de ese pelaje en la calle. Me recrimina estar siendo demasiado crítico, como si de repente hubiésemos pasado de ser pareja en los naipes a ser una de esas parejas de la Benemérita en las que uno juega el papel de bueno y al otro no le queda sino ser el malo. Horadarle con la mirada parece respuesta suficiente a su invectiva, así como motivo para que se disculpe y reconsidere su ruta, dejándome de nuevo a solas con la cefalea.

Al acercarme el cigarro a la boca observo su extremo rusiente, humeando. Nunca me he parado a pensar que ese, mi vicio más pernicioso junto al ron añejo y el arañarme hasta hacer sangre los padrastros, sea sencillamente aspirar los vapores de un incendio diminuto. Y es entonces cuando me viene a la mente que en algunos casos el hombre no muere por asfixia cuando se ve sitiado por el fuego sino porque se le cuecen los órganos vitales ahí en su sitio, y le hierve la sangre en venas y arterias, y se convierte en un solomillo descomunal a la brasa, y es entonces cuando tiro el cigarro bien lejos y me deshago del resto del paquete, sabiendo que mañana asaltaré el estanco en busca de otra cajetilla pero resuelto hoy a no prender nada con mis propias manos.

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