Un cúmulo de travesías concurría formando un laberinto donde numerosas personas viajaban. Había gran variedad, algunos vagaban solitarios y en otras ocasiones iban acompañados, unos eran afortunados y otros desdichados. No obstante, la finalidad los unía; cada uno de ellos intentaba buscar la felicidad y luchaban por seguir caminando a pesar de los obstáculos.
Para poder continuar necesitaban la ayuda de una brújula, ésta buscaba la dirección del sol, un elemento imprescindible para poseer la dicha.
Cada itinerario era desigual, además de la diversidad existente entre las personas que lo transitaban.
Era fascinante poder ver aquel laberinto y al mismo tiempo llegaba a ser incómodo e incluso doloroso, ya que todas aquellas personas sufrían con intensidad, a pesar de que su meta fuera totalmente diferente.
La primera vez que lo vi, sólo me fijaba en las risas, los saltos y la alegría que desprendían, pero con el tiempo comencé a ver más allá. Podía notar su sufrimiento, un sufrimiento que los paraba y los desviaba de sus metas. En concreto, hubo una historia que me conmovió como ninguna:
Una mujer caminaba alegremente por un sendero, rodeada de flores coloridas y un sol radiante que la alumbraba, destacando en ella belleza y felicidad.
Un hombre alto y un niño pequeño, ambos con un gesto similar, la acompañaban haciendo muecas que producían risas incontenibles, provocando un momento irrepetible que ella recordaría para siempre.
Durante el camino, el sol se resistía a seguir presente y prefirió irse a jugar con las nubes. Mientras tanto, ellos seguían caminando, sin percatarse de la oscuridad que se apoderaba cada vez más del sendero.
El niño seguía jugando y riendo mientras corría y saltaba, él no veía las nubes oscuras que se encontraban justo delante de ellos. Pero él si las vio, las presentía y quiso avisarla:
– El sol ya no está, se ha ido, creo que no quiere acompañarnos – dijo él.
– No importa, estoy segura que pronto volverá- respondió ella sobresaltada.
– Yo no lo veo, y hace mucho que siento su ausencia- reafirmó con seguridad.
– Da igual que no esté, no me importa, seguiremos a pesar de la oscuridad, me prometiste que íbamos a estar juntos hasta el fina,l y así será.
– Sin luz no podremos caminar, las tinieblas me corroen, he intentado soportarlo pero soy incapaz de vivir en la oscuridad. Cuando hice la promesa, la luz nos envolvía con gran vigor- manifestó al mismo tiempo que sollozaba desconsoladamente.
– No puedes hacer eso, sin ti no podré caminar, ¡No te vayas!- gritaba eufórica y con gran impotencia mirándolo caminar a lo lejos.
– Lo siento pero voy acortar cogiendo por otro sendero, estoy seguro de que volveré a encontrar al sol.- murmuraba mientras sus pasos los separaban para siempre.
Pasaron días, su rostro había cambiado, su belleza estaba deteriorada, sus gestos y su sonrisa ya no eran los mismos. Sentada en una piedra junto a ella, el pequeño preguntó:
– ¿Por qué no caminamos mamá? Me gustaba saltar y ver las flores.
Su madre no pudo explicarle que había perdido las fuerzas y que su brújula estaba estropeada. Con el tiempo podría contestarle y entonces, juntos seguirían caminando.
Cuando esto ocurrió la tristeza formó parte de mí, y la duda también. Seguí divisando para saber que ocurría y lo vi. Él se sentía solo y culpable, pensaba en su hijo y su mujer, pero al final de un tramo, lo esperaban; y allí, justo arriba de esa persona, brillaba el sol como nunca. Ambos se abrazaron y lloraron juntos.
Desde entonces, comprendí que en ese camino en el que buscábamos felicidad, había numerosos conflictos que provocaban sentimientos contrarios a los esperados. A pesar del dolor que nos producía, era necesario afrontarlos, y cambiar de sendero formaba parte de la búsqueda de nuestra prosperidad en un viaje largo, intenso y lleno de experiencias.