La verdad es que no tengo recuerdo de creer que Monstruo estuviera debajo de la cama. Tengo, sí, algún recuerdo de Monstruo durmiendo boca arriba en el closet, escondiéndose debajo del mesón de la cocina e incluso conversando con la vecina de tres departamentos más arriba. Pero sobre todo recuerdo la idea de que Monstruo estaba en todas partes; la idea de que Monstruo era Dios.
Papá sostenía que Dios no existía. Pero esa posibilidad, debo decirlo, me pareció siempre más aterradora. Así que le solía insistir: ¡¿Pero en nadie?! ¡¿Ni siquiera un santo, una virgen?! Y lo más que conseguí fue: en la Virgen Naturaleza.
Mamá no negaba a Dios, pero tampoco afirmaba su existencia. No me atrevería a decir, sin embargo, que le fuera indiferente. Más bien me pareció siempre que no estaba muy segura de nada en esos temas, o que prefería no tomar partido.
Sin embargo, cuando cumplí cuatro años, me bautizaron. Nadie se explica por qué, pero me bautizaron. Todos mis abuelos, menos Lalá, eran ateos y más bien comunistas, y Lalá, en todo caso, llevó siempre su religiosidad con discreción y pudor, así que no se puede decir que lo hicieron para complacer a alguien.
¿Lo hicieron por la fiesta? ¿Lo hicieron para evitar decidir por mí no entrar a la Iglesia Católica? ¿Escondían tras su ateísmo y agnosticismo un secreto miedo a Dios, un miedo sin fondo ni tregua, como el que me persigue desde la tarde en que se cumplió el tenebroso ritual iniciático?
Llegué con Mamá a la iglesia veinte minutos tarde. Y sólo cuando vi desde el jeep azul de Mamá la puerta pesadísima y metálica, y una cruz gris y opaca arriba, tomé dimensión del encuentro que se iba a producir en pocos minutos, según lo que había entendido. Albergaba la esperanza de que estuviéramos lo bastante retrasados como para que el encuentro se pospusiera, pero necesitaba saberlo de inmediato.
–Mamá, ¿Dios nos está esperando en la puerta?
Un poco por lo ingenuo de la pregunta, un poco porque estábamos atrasados, y un poco porque el miedo a Dios a veces se manifiesta a través de la carcajada, Mamá rió hasta que se le salieron las lágrimas. Después me levantó y me abrazó, como si quisiera protegerme de lo que nadie puede proteger.
–No, mi amor –dijo–. Dicen que está en todas partes.
Entonces entramos y vi el techo enorme, esa luz amarillenta sobre los bancos de madera oscura y las figuras de cera de hombres y mujeres sufriendo. Sentí ese olor como el olor de la biblioteca del abuelo Simón, y escuché esa música hipnótica. Imaginé cómo sería si yo estuviera ahí, afuera viendo reír a Mamá, y en el jeep azul, todo al mismo tiempo, y concluí que eso de ser Dios debía ser para volverse loco.
Mamá había dejado de reír y más bien tenía el ceño fruncido. Buscó con la mirada en los bancos de madera, hasta que la madrina le dio una seña apurada. Mamá sonrió y caminamos hasta allá agarrados de la mano. Mis zapatos de charol y los tacones de ella hacían tic-tac con mucho eco, por lo alto del techo. También el tin-tin de las pulseras de plata de la madrina, que movía su mano derecha hacia ella y reía como si esquiara sujeta de los cachetes, hacía un eco brillante en el aire. Cuando llegamos la madrina me dio un beso incisivo en el cachete y Mamá se sentó al lado del padrino sin saludar a Papá. Él me sentó en sus piernas y me sobó el cráneo.
Vi que en el fondo estaba un hombre calvo, vestido de negro, que muy serio susurraba unas palabras y hacía gestos frente a un recipiente con agua, como si la estuviera embrujando. Luego nos pusimos en fila frente al hombre calvo, la mayoría de los bebés en los brazos de las madrinas y los padrinos, y yo de pie, con las manos de la madrina sobre mis hombros.
Cuando escuché el primer alarido le pedí al padrino que me alzara. Vi cómo el hombre calvo les hacía algo a los bebés con el agua embrujada que los hacía gritar de ese modo. Y supe que algo tenía que tener aquella agua, que podía ser como el cloro de la piscina, que hacía picar los ojos, o algo mucho peor. Así que cuando llegué y me alzaron los padrinos, mientras esperaba a que cayera el agua embrujada sobre mi cabeza y me quemara la cara y el pelo lo único que pensé fue: no importa lo espantoso que sea esto; como el día que me sacaron la sangre, no voy a llorar.
Terminado el ritual, me levantaron y me llevaron cargado hasta donde estaban Mamá y Papá. Todos me abrazaron y me besaron y me felicitaron por no llorar, y fuimos a casa de Lalá. Y comieron y bailaron y bebieron mientras yo no dejaba de preguntarme qué se les había olvidado hacerme, porque no me había dolido nada.
Y todavía me despierto algunas noches, después de escuchar alguna puerta que se bate o un grito que suena en la calle, seguro de que Monstruo por fin se dio cuenta, y que ahora sí viene a darme lo que ese día le faltó.