Akadia y Enkil se abrazaron profundamente, ambos desbordados de emociones tan dispares que por fuerza debían pertenecer a almas distintas. Amor, orgullo, satisfacción, alegría, pero también pena, miedo y angustia. Ambos eran jóvenes y sus sueños volaban a los brazos del otro. Estaban parados sobre la promesa de un futuro cálido, próspero, de viñas maduras y traviesos niños de ojos color cielo. Esa tierra era el premio por la determinación y la devoción. Era el pago por numerosas noches de angustia, por esperas y desvelos.
Se miraron, miraron los suaves prados acariciados por el dulce viento. Miraron el templo de Selene, la Señora de la Luna, en el confín de sus tierras. Miraron por fin el anciano olivo que los cobijaba bajo sus añejos brazos marcando con su presencia el centro mismo de su futura propiedad. Cuantas veces soñaron con esa misma sombra derramándose generosa sobre el frente de su villa. Cuantas se soñaron viejos, sentados al abrigo de ese terco testigo de sus amores.
Akadia se retiró del abrazo y se hizo un pequeño corte en la mano. Dibujó en la corteza del olivo el símbolo de Selene y le tocó la frente con suavidad a Enkil, dejando dos puntos rojos, uno sobre cada ojo.
— Que la Dama de Plata se apiade del dolor de su hija y vele por este valiente guerrero. Quiera así, que los peligros que él no vea, cegado por la furia de la batalla, sean advertidos por Ella y así mi amado pueda apartarse de la mortal espada, la terrible lanza o el puñal artero. – Los ojos negros de la joven se llenaban de lágrimas, pero con esa decisión que había arrebatado el corazón de Enkil, las ignoro para proseguir con el tono intenso que utilizaba durante los sermones en el templo.
— Protege, mi Señora, a este corazón que valoro más que el mío y atesora en su interior mis sueños y esperanzas. Que la noble sangre que impulsa no corra fuera de su cuerpo – Mientras así decía, la sacerdotisa pintaba dos dedos carmesí sobre el pecho de su amado.
– Y así pueda volver a mi, y juntos criar valerosos y devotos niños que un día ofrecerán todo lo que poseen en la defensa de tus lugares sagrados, como hoy hacen sus padres.- Terminada su plegaria, Akadia miró profundo en los ojos de Enkil y sonrió al ver en ellos un reflejo de sus propios sentimientos.
Enkil, sin apartar sus ojos de ella, se cortó la mano a su vez y dibujó junto al símbolo de Selene el sello del Guerrero. Con una voz suave pero cargada de emoción hizo su juramento, mientras su sangre goteaba en ofrenda al Señor de la Muerte, que mora en los abismos bajo la tierra.
— Escucha Vladnir, Amo y Señor de quienes parten de este mundo, porque he aquí la palabra de este guerrero. No habrá ni filo ni púa, no habrá enemigo ni emboscada, no habrá enfermedad ni herida que evite que yo vuelva junto a mi amada Akadia. Mi brazo será centella, mi coraza impenetrable y mi escudo firme como las rocas de esta tierra. Aparta de tu mirada a la dulce Akadia, y lanza sobre mi todo lo que desees para compensar este pedido, pues todo lo superaré sabiendo que ella me aguarda. No habrá horda ni héroe enemigo que detenga mis pasos rumbo a mi mujer y mi tierra. Tierra esta que ambos obtenemos con sangre y sacrificios. Escúchame, oh! Vladnir, pues tanta es mi determinación de regresar, que si logras darme muerte, rechazaré el descanso y vagaré por tus abismos por toda la eternidad gritando el nombre de quién ha valido y valdrá todo precio y esfuerzo. Este es mi juramento y mi sangre lo atestigua. – Sus últimas palabras llevaban toda la angustia que sentía por el destino que afrontaría Akadia en su ausencia.
Como una premonición, el corazón de la sacerdotisa se encogió. Enkil había desafiado al Dios de la Muerte y había arriesgado en su juramento la posibilidad del reposo final, condenándose quizás a una eternidad de agonía y soledad.
El sonido de un cuerno de guerra interrumpió sus pensamientos. Ese sonido, grave y bronco, llamaba a formar a los Hoplitas que partirían a la batalla, la última de una larga guerra para liberar esas tierras de los invasores. Luego de un abrazo largo y profundo ambos se separaron sin más palabras. Sus almas seguían unidas, pese a dirigirse cada uno a enfrentar un peligroso destino.
Akadia, como Sacerdotisa de Batalla, tendría una vez más que hacer los peligrosos y complejos rituales de Oráculo y luego realizar una muy larga serie de ceremonias para obtener el favor de los dioses. El cansancio y la propia naturaleza de los ritos ponían en severo riesgo la vida de la joven. Pocos acólitos aceptaban integrar las filas de los Sacerdotes de Batalla por ese motivo. Akadia había visto perecer varios jóvenes sacerdotes que habían sido compañeros con los que descubrir la vida a medida que crecía. Enkil, como Hoplita, formaba parte de la primera línea de combate. Ellos eran, una y otra vez, quienes con su temeridad rompían las filas del enemigo. Avanzaban dejando tras de si una estela de muertos, propios y ajenos. Combatir junto a los Hoplitas era desafiar la muerte de una manera que intimidaba a la mayoría de los guerreros. La flor y nata de los guerreros del Reino, su sola presencia hacía vacilar a los enemigos. Sin embargo, la leyenda de los Hoplitas se cobraba un alto precio en sangre. Uno de cada veinte volvería luego de cada batalla. Uno de cada cincuenta dejaría los Hoplitas sin lesiones permanentes.
Akadia sentía en su mano el relieve del Sello del Guerrero en el pergamino que le había entregado un joven soldado. Su otra mano adivinaba en las rugosidades de la corteza del olivo un signo igual, que la lluvia había lavado hacía ya tiempo. El viento sacudió el suave cabello de la joven y las ramas del olivo se curvaron sobre ella. Parecía como si el anciano árbol, compadecido del dolor de la muchacha, encontrara en el viento la excusa para consolarla con el roce suave de sus hojas.
El batallón del General Astinus, en el que luchaba Enkil, había sido arrasado. Valiente y orgullosamente los Hoplitas de Astinus, los Dragones Rojos, plantaron cara a un enemigo muchas veces superior. El honor que cubriría el nombre de Enkil, la compensación en oro a sus seres queridos y la inscripción de su nombre en el Templo del Dios de la Guerra no daban a la acongojada Akadia ni una pizca de consuelo. Su amado sería alejado del descanso luego de la muerte, su alma vagaría sin cesar gritando con desesperación su nombre. Selene no había escuchado su ruego, o Vladnir había aceptado con demasiada ansia el desafío del valeroso guerrero.
Akadia paseo su mirada por ese campo que supo ser el crisol de sus ilusiones. Repasó uno a uno los paseos con Enkil, dados de la mano y construyendo ambos el sueño de una familia. Recordó cada vez que se habían separado, con el corazón apretado, a desafiar la muerte en procura de esos sueños. Ambos eran de familias pobres, la única posibilidad de obtener una tierra, la distinción de un nombre de familia y los medios para fundar una villa, radicaba en esta guerra atroz. El Rey había proclamado que aquellos que lucharan entre los Hoplitas y sobrevivieran obtendrían 1000 talentos de plata. Otro tanto había prometido a quienes se unieran a los Sacerdotes de Batalla. Esa cantidad asombrosa de plata compraría ese predio y pagaría la construcción de la Villa. Sus hijos tendrían un nombre digno, un hogar cálido y unos padres amantes que jamás volverían a separarse.
Ahora Enkil estaba muerto y con el todas sus esperanzas. Ahora Enkil estaba condenado y eso era más de lo que la joven sacerdotisa podía aceptar. Envuelta en una fina pieza de gasa blanca, tembló con el fresco aire nocturno y la sacó de su ensoñación. Dejó caer el pergamino e hizo acopio de todo el coraje que pudo. Solo quedaba algo que una sacerdotisa como ella podía hacer por su amado. Selene no había escuchado su plegaria al pie de este olivo, pero sin duda aceptaría interceder ante Vladnir para que liberara a Enkil de su promesa. Akadia esperaba que su propia vida fuera ofrenda suficiente para la Señora de la Luna. Una lágrima corrió por su mejilla, habían estado tan cerca. Cuantos días esperando sonriente a los pies del olivo ver llegar al cansado y polvoriento guerrero. Cuantas noches ovillada junto al viejo árbol adivinando en cada ruido el de las sandalias de Enkil. Cuantas veces suspiró anticipando el momento de fundirse en sus brazos.
La hora había llegado, la luna brillaba en la Casa de Selene. Era el momento propicio para su sacrificio. Ya no había duda en su corazón, liberaría el alma de Enkil.
Dirigía sus pasos hacia el Templo cuando a su espalda una voz cansada y llena de emoción susurro:
— Akadia, mi amor…