Estaba sentado, como todas las noches, un poco meditabundo y desarropado. Había prendido un cigarro con el deseo de acallar los recuerdos, veía el humo flotando, salir de mi boca, no formaba imágenes fijas que pudiera reconocer, solo me distraía con su desorden.
Pasado un rato mas o menos largo desde que empecé ese juego, entre las bocanadas de humo y las constantes bajadas y subidas de mano, había puesto mi atención en un punto fijo del cuarto, un lugar que solo yo me había dado cuenta que existía. De manera automática había apagado mi cigarro en el cenicero lleno de colillas de hace mucho tiempo, prendí un nuevo cigarro, y sin darme cuenta volví a observar aquel punto.
Habrían pasado algunos segundos, y por el rabillo del ojo pude apreciar tu rostro, de un salto me puse de pie, no creo haber sentido nunca tanto miedo, estabas sentada a un lado de la cama, me puse a observarte detenidamente estabas igual que cuando te marchaste. Paso un minuto y tu no te movías, no me mirabas, pero con una sonrisa parecía que me acariciabas, mi miedo se desvaneció, y quise hablarte, que podría decirte después de tanto tiempo; quizás lo mucho que te extrañaba, o tal vez te hablaría de mis problemas, finalmente decidí solo decirte ¡Hola! y acostarme en tu regazo. Cuando ya empezaba a hablarte, el cigarro que había tenido en mi mano durante esos minutos se había consumido, y la chispa incandescente había tocado mi piel. Solo por un momento te aleje de mi vista, mientras arrojaba la colilla al suelo y con un reflejo involuntario la pisaba. Cuando te volví a ver ya no estabas me quede mudo un momento, me senté de nuevo y sin darme cuenta, me puse a llorar.