Un día cualquiera, con nubes y claros, entre semana, laborable, un día vulgar y corriente, a Daniel le cerraron los ojos para siempre y le taparon la cara con la sábana. El proceso canceroso había sido relativamente rápido, pero cruel, devastador y humillante. El alma –si es alguna cosa más que una entelequia– debía de haber huido presta y aliviada de lo que últimamente había degenerado en una ruinosa y mortificadora prisión.
Pero aquel día, para Elvira, en absoluto fue uno cualquiera; y no lo fue, sobre todo, porque lo entendió como el de una liberación que había de marcar un benéfico punto de inflexión en su existencia, aunque se cuidó mucho de no manifestar de ninguna manera este sentimiento. La experiencia le había enseñado que algunas cosas es mejor callárselas, ya que en según qué circunstancias la verdad entra en conflicto no solo con el respeto, sino también con esa parte tan trascendente del ceremonial de la vida que podríamos llamar estética social. Pero la sensación de libranza era la que ella, en lo íntimo, percibía por encima de cualquier otra tras la muerte de su marido; y esa percepción no le dejaba ni el más mínimo regusto de culpabilidad. Había luchado mano a mano con Daniel durante toda la enfermedad; se había esforzado al máximo para que no se traslucieran los desfallecimientos que sufría su corazón de esposa y de mujer, y había intentado corajudamente mostrar una fuerza y una solidez de las que, con el paso de los días, se fue sintiendo tan desguarnecida que frecuentemente le retemblaban los fundamentos del carácter, de las convicciones y de la actitud. Pero había aguantado entera hasta el final. Por eso no creía que tuviera ningún reproche que hacerse si, una vez llegado el inevitable desenlace, los dejes de la relajación, del sosiego y hasta del confort le embalsamaban el espíritu.
Y esta convencida absolución que se otorgaba no se ceñía a la reacción experimentada después del dramático episodio que acababa de vivir; se hacía extensiva a todo su comportamiento durante los quince años que le había durado el matrimonio. Ahora, en el momento del balance, solo se acusaba de una cosa, y no era de la relación adúltera mantenida con Esteban, sino de la ingenuidad de, una vez finiquitada la cuestión, habérsela contado a su marido –es probable que fueran los efectos de aquel gesto los que la convenciesen de la inconveniencia de decir ciertas verdades–. Porque lo único que había conseguido con su confesión era que dos amigos de toda la vida dejasen de serlo y que a los ojos de Daniel –aun habiéndola perdonado; a quien no pudo ni quiso perdonar fue a Esteban– ella no pudiera volver a encontrar ya, nunca, el enternecedor brillo de ingenuo y arrobado fervor con que hasta entonces la había mirado siempre después de hacer el amor. Pero no se sintió capaz de mantener en secreto la deslealtad cometida. Y, más que por una cuestión de probidad, se sinceró por el temor de que aquella ocultación se le hiciera una carga demasiado pesada para arrastrarla. O sea, por egoísmo. De eso, pues, era de lo que se podía acusar, y considerarse culpable; no de una cosa en sí tan fútil como un breve episodio de desfogue voluptuoso, sino del egoísmo de no ser capaz de asumir en silencio las consecuencias psíquicas con que una educación viciada, y la malformación moral que de ella se deriva, nos penan por algunas de nuestras más consustanciales flaquezas.
El asunto había surgido cuando Daniel y ella llevaban ya casi un lustro de matrimonio, es decir, dos años después del accidente de automóvil que le provocó el aborto del que habría sido su primer hijo, a consecuencia del cual quedó imposibilitada para volver a gestar. A partir de aquel infortunio, la convivencia conyugal, además de la habitual declinación a monótona y gris que –aunque no concurra ningún suceso especialmente traumático como el que ellos habían padecido– suele ir estragando a la mayoría de las parejas, fue también impregnándose de una melancolía amargosa que tenía el fondo cáustico de ciertas frustraciones capitales. Y en aquel defraudado abatimiento existencial, la amistad y la frecuencia en el trato con Esteban, un amigo de infancia, soltero, de Daniel, desembocó en un idilio que para ella resultaba seductoramente revitalizador, y que llegó a su momento clave cuando, al cabo de tres meses de relación, Esteban le propuso marcharse juntos a vivir a Montreal –de donde acababa de recibir una muy interesante oferta de trabajo–, ya que el apasionamiento de él parecía haber cuajado en amor y haber tomado pretensiones de futuro.
Pero Elvira desestimó la propuesta. Y lo hizo porque sabía que aquello hubiera dejado muy malherido a un Daniel que, pese a la decadencia matrimonial, aún la quería de muchas maneras y, además, quería mucho a Esteban. Así y todo, era consciente de que si el día a día con su marido no se hubiera mantenido formalmente cordial e íntimamente cómodo, y –¿por qué no reconocer la importancia de este factor?– no hubiera sido económicamente holgado; si se hubiera tratado de una rutina malcarada, rencillosa u obligada a determinadas privaciones materiales…, o tramposa –pero habría puesto las manos en el fuego respecto a que la primera trampa la estaba haciendo ella–, probablemente, pese a no estar convencida, se habría marchado con Esteban. Porque pensaba que todo el mundo tiene derecho a darse, en algún momento, otra oportunidad; también en cuanto al aparejamiento, claro, y más sin haber hijos de por medio. Pero no se sentía suficientemente justificada, ni por el talante de Daniel, ni por las condiciones de la convivencia, para dar aquel paso. Y aun había otro factor que influía, determinantemente además, en su decisión: siempre se había complacido en considerarse una mujer entera, coherente y magnánima. Y quería, y necesitaba, poder continuar haciéndolo. Se trataba pues, también, de una cuestión de fidelidad a sí misma.
Por su parte, Esteban, ante el rechazo a su proposición, no adoptó ninguna actitud melodramática, ni porfiadora, ni reprensiva. Quizá porque era demasiado orgulloso para hacerlo o quizá porque nunca había sido un luchador. Seguramente por la suma de ambas cosas, ni siquiera intentó hacer cambiar de opinión a Elvira. Se limitó a pedirle que, si podía evitar hacerlo, no le contase a Daniel lo que había pasado; pero añadió que, de cualquier manera, tanto si se lo contaba como si no, él ya nunca podría mirarle abiertamente a la cara. “Porque le quiero demasiado. Igual que él a mí”, dijo. Y se fue de Barcelona para instalarse en Montreal.
Después de su marcha, no volvió a ponerse en contacto con Elvira hasta pasada una decena de años. Le telefoneó cuando supo que un cáncer de próstata le concedía a Daniel, como máximo, un año de vida, y le dijo, sinceramente, que lo sentía mucho, y también, con la misma sinceridad, que continuaba soltero y que aún estaba enamorado de ella. Y que cuando se quedase sola, si quería, podía contar con él para cualquier cosa.
Y el hecho de que Esteban se hubiera enterado de la enfermedad de su viejo amigo no tenía nada de extraño, porque pese a los años que llevaba viviendo en el Canadá seguía manteniendo relación con la mayoría de sus amistades barcelonesas, algunas de ellas compartidas con Daniel y Elvira. Incluso Alberto, el médico que llevaba el caso, formaba parte de aquel círculo. Pero su llamada, y su ofrecimiento, al combinarse con el morboso proceso terminal y la consecuente fragilidad del momento anímico de Elvira, comportaron para ella una conmoción desproporcionada a la tibieza de su sentimiento durante la antigua aventura. Sin embargo, aquel vivo trastorno se le desvaneció, casi como por arte de magia, con el último aliento de Daniel. Fue lo más parecido a despertarse de una pesadilla. Y a partir de entonces, con una serenidad y una objetividad de las que en absoluto había previsto disponer, vio de claro en claro que sus prioridades en aquella circunstancia habían de ser adaptarse a la nueva situación y luchar por reencontrarse. Era una mujer que acababa de cumplir cuarenta y tres años. Una persona joven. Solo le había de hacer falta reposar lo necesario para recuperar fuerzas, y después, una vez afianzada contextual e íntimamente, seguir adelante por otras vías. Y en este último punto podía estar la clave del proceso: las vías nuevas.
II
En lo alto del Tibidabo soplaba una brisa fresca y húmeda. Apenas había público, y solo funcionaban media docena de atracciones. Elvira siempre se sentía rejuvenecida, revitalizada, cuando volvía al Tibidabo. Quizá por eso, casi sin darse cuenta, había ido a parar allí aquella mañana de martes en la que, terminados ya los últimos protocolos de la deplorable parafernalia posterior a cualquier óbito, percibía una consolidación de su convalecencia emocional.
Se apoyaba en el barandal pintado de gris y lleno de inscripciones. Allá abajo estaba la ciudad, y el futuro. El humo del cigarrillo, llevado por el viento, se le metió en los ojos y ella agradeció aquella excusa que se le ofrecía y dejó ir un par de lágrimas anchas y plenas, pero de las que solo aligeran, sin escocer en el ánimo ni arañar en el corazón. A unos pocos metros, tenía a una pareja de adolescentes intercambiando mimos, y se los miró con ternura. Se sentó en un banco, de cara al mar, y contempló el dibujo del puerto en la lejanía, desde la Barceloneta hasta Montjuïc. Sobre la raya del horizonte, dos minúsculos retales, uno blanco y el otro oscuro, se perseguían lentísimamente. “Va a ser toda una experiencia…”, pensó, con un mínimo esbozo de sonrisa ambigua en los labios. Estaba recuperando las fuerzas con mucha más rapidez de lo que había imaginado que podría hacerlo. Y sus propósitos se iban perfilando: “Ahora tendré suficiente dinero para vivir sin trabajar, pero no voy a hacerlo. Soy una mujer preparada y sin ataduras de ningún tipo. Quiero mantener una obligación, una exigencia, un reto… No pienso dejarme disminuir por el ocio, ni por la artera suplantación que ofrecen los diletantismos”.
La mirada se le perdió en el panorámico laberinto metropolitano, y pensó en Montreal y en Esteban. Pero la decisión al respecto ya la había tomado, y era firme: “No voy a ir. Tal vez lo habría hecho si hubiese necesitado consuelo, pero no lo necesito. No me hace falta llorar sobre tu hombro, Esteban, ni sobre el de nadie; no tengo ganas de llorar, sino de volver a reír. Y no siento que esto sea ni un agravio póstumo a mi marido ni un desprecio hacia ti. Quiero volver a ser feliz, y quiero que el mundo todavía cuente conmigo, pero lo buscaré por caminos nuevos, no por antiguas veredas. Y los recuerdos, todos, se quedarán en su lugar, allí donde han de estar y donde ya está el de Daniel: en la memoria”.
Bajando en el coche por la Rabassada, puso la radio. Sonaba un bolero de los clásicos: “Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras”, cantaba Lucho Gatica. “Pues, no va a ser así, Daniel. No quiero sombras de ninguna clase en torno a mí… Y lo siento por ti, Esteban”, murmuró.
Se detuvo en una gasolinera y se dispuso a llenar el depósito. Cuando ya lo estaba haciendo, por efecto de un ligero remolino de aire se le alborotó un poco la caída dócil y holgada de la falda, y desde el otro lado del surtidor, un hombre maduro –quizá ya a media cincuentena, pero que aún rezumaba vitalidad–, con una expresión elegantemente insinuadora, se la miró como a una chica. O al menos eso es lo que a ella le pareció.
231- Cuestión de fidelidad. Por Amaturi,Enviar a un amigo Imprimir
Todos merecemos, como dice la protagonista, una oportunidad para saltarnos las reglas. Más aun en esa edad maravillosamente indefinida de una mujer.
Mucha suerte.
Buen relato contado co elegancia, sin estridentismos. felicidades amaturi
Un relato aceptable, simplemente…
Suerte.
He disfrutado con tu cuento. Por el conjunto en total: el tema, el inicio y el final, el tratamiento del nudo, sobrio y táctil, la limpieza de una prosa trabada con lupa y mucho mimo, las pocas pero atinadas imágenes, la manera de presentar a una protagonista singular, con sus dosis de iniciativa y coraje, con tantos avatares rondando por su conciencia.
La redacción es, como poco, casi perfecta, si no lo es del todo. Llama la atención el lenguaje, rico y que se ajusta como una piel al esqueleto de sucesos que se cuentan.
Y matrícula de honor para la estructura; comenzando por el hecho más llamativo y aprovechando la vuelta a atrás para ir dosificando la información que permite construir sin bloqueos ni carencias el álbum de pensamientos del personaje.
Incluso el remate, con la sugestiva escena de la gasolinera, encierra un sentido de la fabulación excelente.
Muchas felicidades.
Una historia muy humana que pone en solfa determinados convencionalismos. Enhorabuena.
En el siglo XIX se decía que una mujer no lo era del todo hasta enviudar, pues hasta entonces dependía, primero de un padre y luego, de un marido, como si de una menor se tratase. Así pues ese estado les permitía, ¡por fin! desarrollar su personalidad y actuar con criterios propios. La protagonista de tu relato es actual, pero sigue lastrada por eso que tan bien calificas: «estética social», frase que me ha encantado. Por eso, ese guiño final de pura liberación me ha parecido un acierto pleno que me ha hecho disfrutar, más si cabe, del conjunto del relato; relato que, por lo demás, está muy bien escrito (como ya te han dicho).
Así que es probable que tengas suerte en el concurso.
Te dejo mi voto. También me gustaría conocer tu opinión sobre mi cuento, el 181 (en caso de que no lo hubieras leído todavía).
Un saludo.
100% de acuerdo con Luc.
Naranjitas para ti y tu tremenda prosa. Felicitaciones Amaturi.