No tenía la más remota idea de dónde me encontraba entonces. Solamente sabía a ciencia cierta que me hallaba muy lejos de la protección de mi tribu, del amparo de la madre selva…
Supongo que perdí la conciencia por el camino, pues horas más tarde de mi inopinado secuestro me encontraba -cual vulgar alimaña- en el interior de una inmensa jaula compuesta por cuatro filas de barrotes de hierro oxidado que formaban un cuadrilátero contenido por dos buenas tablas de balsa. Intuí una portezuela enrejada tras de mí, pero no quise ni mirarla.
Me así como pude a aquella cárcel inhumana, y desde allí pude contemplar una explosión de colores, de ruidos, olores y sabores reproduciéndose bajo el ardiente sol del mediodía.
El canal se perdía en algún punto de aquel microcosmos poblado por gentes criollas, mezclas de muchas razas, que compraban y vendían de todo al por menor. Y es que en los abarrotados tenderetes, que jalonaban las calles que encajonaban aquel apestoso canal, podías hallar casi cualquier cosa que pudieras llegar a soñar.
Bajo una techumbre hecha por las sombrillas multicolores que amparaban a aquellos mercachifles sin sentimiento, capaces de matar por unas míseras monedas, sobre la arista de una casa esquinera pude ver a una hermosa hembra enseñando muslo y enguantada en un vestido elástico palabra de honor con el cabello recogido, su carita de muñeca y la rotundidad de aquellas curvas sin fin.
La imagen de una vieja añosa, que vendía caña de azúcar y mandioca desde su cayuco, contrastaba poderosamente con la de aquella mujerzuela.
¿Quién sabe? Quizá en sus buenos tiempos aquel vejestorio desdentado se había vendido así misma de semejante guisa. Tras sus anchas espaldas y aquella ajada faz de la cual brotaba el fulgor de unos ojillos codiciosos no se podía adivinar guapuras pasadas, porque el inexorable paso del tiempo galopa tan veloz como el más infame de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
Justo en esos momentos en los que me deleitaba en el dulce recuerdo del sabor de la feminidad, un tipo grueso, feo y cochambroso, engalanado con una camiseta de asas de algodón completamente manchada de sangre, echaba al estrecho un cubo compuesto por despojos. Vi flotar cabezas de pescado sin esquena, menudillos que no valían para nada y toda una pestilencia que envilecía aún más aquellas aguas de color verde botella.
Entre tanto, algo más allá, una mamá primeriza muy morena lavaba a su bebé desnudo y rechoncho en las mismas aguas fétidas desde unas rotas escaleras de cemento armado. Juro que tuve ganas de vomitar…
Y luego, cuando vi a un carnicero dispuesto a degollar a una gallina blanca que cacareaba sin consuelo aparté la vista asqueado. ¡Aquello era demasiado para mí zaherida sensibilidad!
Torcí la cara indispuesto, y a mi izquierda vislumbré los chillones colores de la banderola de algún exótico país. Entonces divisé a una pareja de turistas despistados que caminaban por la calleja de la mano, perdidos en el seno de aquel caótico zoco acuático.
El joven, de cabello rubio y corto, llevaba gafas de sol. Ella en cambio lucía una media melena tan oscura como las cabelleras de los oriundos del lugar, pero su pálida tez la delataba sin remisión.
Serian unos gringos, como los llaman acá, pues lo cierto es que ambos iban vestidos de la misma extraña manera, con unos shorts de safari, frescas T-shirts de algodón y unas cómodas sandalias playeras.
Un poco más allá pude vislumbrar como un indígena adolescente, con el torso desnudo y fibroso, lavaba su copiosa y rizosa melena con algún tóxico champú de huevo sobre aquellas aguas encajonadas, que más que río parecían cloaca. Verdes espirales hechas de olvido… Espumas cáusticas…
Entonces el extranjero me señaló sin ningún tipo de recato, llamando la atención del infame barquero que me transportaba acompañado por un cestón de frutas sabrosas que ya no me quitaban el sueño, y un hato formado por unas cuantas máscaras de madera. A mi lado percibí el bulto formado por un enorme baúl repleto de sabe Dios qué, y un sin fin de superfluidades que componían el bazar ambulante y navegador más curioso de cuantos pude contemplar; en el cual, por desgracia, viajaba yo; sin derecho a decir esta boca es mía o a apearme de semejante “galeón” en cuanto me viniera en gana.
El joven rubiales volvió a señalarme asombrado. Supongo que a pesar de mi aspecto engruñado fue quien de reconocer mi extraordinaria naturaleza, y que por ello no daba crédito a lo que veían sus azules ojos.
No sé qué demonios comentaba con su compañera, que asentía con evidente compunción. Ambos parecían perdidos en aquel lugar dejado de la mano de Dios y de cualquiera de sus angelotes alados, pues aquel era un infierno selvático donde la humanidad se iba por el sumidero, donde todo perecía…; el averno en el cual el corazón de los hombres no valía un chavo; allí donde la moral se usaba y se vendía; donde todo se compraba y corrompía hasta que acaba cayendo en las pútridas aguas, flotando a la deriva y hundiéndose en el fondo de un lodoso esperpento sin mayores perspectivas.
El hombre llamó al barquero que se aproximó a la ribera sin dilación. Reproduciré sus palabras, que yo no comprendí, pues mi lenguaje nativo dista mucho de aquellas latinas lenguas.
-¿Cuánto pide por él, señor?
-Por esto -señaló aquel indio tocado con un sombrero de paja, girándose de repente para mirarme con su cara morena, aquel bigote de ladrón y esos ojos maliciosos que pude reconocer en la inmensa mayoría de los allí presentes.
-Sí, sí, por eso -le indicó el otro con el dedo índice extendido hacia mí.
-Es caro, señor… Me lo he traído de la selva… Ya sabe lo de los “derechos”, y todo eso… Pero ahora es mío. Si me pilla la policía me voy de cabeza a la gayola. Por eso es tan caro, caballero.
-Sólo puedo darle doscientos dólares por él. No tengo más.
-No es suficiente -el vendedor fijó su maldad en el canalillo formado por los pechos de la compungida damisela que acompañaba al potencial comprador. No sólo parecía entusiasmarle aquella jugosa pechera, sino el collar de oro que colgaba de su elegante pescuezo. La mujer era una preciosidad. Hasta yo, pese a mi cautiverio, pude reconocerlo.
El tipo hizo un gesto muy elocuente sobre su cuello, como si estuviera tirando de una invisible gargantilla, sin dejar de mirar a la chica de hito en hito. Si pagaban ese precio yo sería suyo, para siempre…
Pero el gringo bajó los ojos apesadumbrado. Ella lo miró imploradora, pero creo que en el último momento decidió que, en efecto, aquel era un precio demasiado caro.
-Es tan raro… -le escuché decir a la mujer, mientras negaban con la cabeza y se daban media vuelta.
-Sí… Y para más está en grave peligro de extinción… Ya ves cariño: aquí uno se puede encontrar de todo. Podríamos haberlo salvado. Podríamos haberlo devuelto a su hábitat natural. Podríamos haberlo llevado con los suyos…
-No te tortures más, John… Tampoco sería muy justo que tuviera que desprenderme del collar de la abuela: es una joya familiar que no tiene precio. Y aquí jamás podríamos haberla recuperado.
Evidentemente yo no valía tanto como aquella dorada cadeneta…, ni siquiera para ella…
Justo al paso de la barca, un hombre mayor, delgaducho y moreno, con la cara larga y el pensamiento sereno, se ocupaba de un puesto de hojalatería. Tenía ceniceros, jarrones y otros objetos de latón. Al final de aquella improvisada tienda, que montó en el suelo sobre una alfombra bermeja, me vi reflejado en un inmenso espejo enmarcado en panes dorados.
Y me vi… más triste que nunca…, rodeado de seres humanos que habían perdido el rumbo, que se habían olvidado de respetarse a sí mismos, al prójimo y a todo lo creado.
De hecho, mi cara no era muy diferente de la de aquellos hombres, aunque sí algo más oscura y velluda.
Quizá no resultara tan expresivo, y por supuesto caminaba algo más encorvado y completamente desnudo, tal y como mi madrecita me había traído al mundo. Tampoco sería justo obviar que mi gente es de corta estatura, y que estamos cubiertos de pelo. No obstante, en realidad seguimos siendo tan primates como ellos…
Mi luengo rabo se agarró a la puerta en un gesto involuntario que pugnaba por hallar una libertad perdida. Meneé la cabeza y me senté como se sientan los Cébidos, sobre aquel suelo que se bamboleaba sobre unas aguas sucias y frías…
Sería muy mono sí…, pero no había sido lo suficiente bueno para aquella chica. Y ahora mi futuro ya no dependía ni de mí ni de ella, y ni tan siquiera de mi simpática y supuesta monería, porque yo únicamente era el joven espécimen de una rara subespecie de macaco de la jungla; de la que al parecer, y por desgracia, solamente quedan unas cuantas parejas sin futuro… Evas y adanes perdidos en un Edén maldicho por el mismísimo diablo; el cual aquí, curiosamente, tiene la forma de un humanoide pelado que camina muy erguido y se viste con coloridos trapos.
270- Cuadro humano. Por Lúanúa,Enviar a un amigo Imprimir
Otra narración más en donde un animal es el que piensa, ya hay como tres más de estos. está bien escrita, pero desde el rpincipio se adivina que es un animal el que habla.
Hay que reconocer que algunos primates razonan mejor que muchos humanos.
Mucha suerte
No sé, sigo sin entender por qué tantos escritores en potencia se empeñan en pensar que por el hecho de colocar los adjetivos en el orden inapropiado se puede convertir un texto insípido en literatura. No es así, de verdad, es un engaño del tipo de lo de Walt Disney congelado o la novia de la curva.
Lo bonito de un relato es lo que cuenta y cómo se cuenta; tratar de alterar eso con fórmulas tan simples no lleva nunca a buen puerto.
Eso sí, algo de razón hay en este relato, y es que muchos primates razonan mejor que algunos humanos, y casi todos son más sinceros que ciertos comentaristas.
Es lo que creo, Lúanúa, y espero que le sirva para más adelante.
Vaya, pues a mi me gusta el retrato colorista que hace del supuesto mercado. Me recuerda el mercado flotante de Bangkok, yo he tenido la suerte poder visitarlo, y es parecido.
No me gusta como maneja los adjetivos; son demasiados, mal colocados y creo que no se utilizan con precisión.
Suerte.
Le recomiendo que empiece leyendo a Kipling y luego compárelo con su texto.
La verdad, desearle suerte es casi perder el tiempo…
Relato que juega con el lenguaje de «El Lazarillo de Tormes» y el intríngulis de «El planeta de los simios». Asunto complejo.
En todo caso, no se ha escrito en dos horas, y es encomiable la descripción del mercado, realmente un personaje más del cuento y que ocupa aproximadamente la mitad del texto.
De verosimilitud, ni hablamos. No va de eso.