premio especial 2010

 

May 02

           Llegó de la selva respaldado por una beca. Era un individuo extraordinariamente dotado y quizá el único capaz de aproximar los adelantos y saberes del Primer Mundo a su lugar de origen. Su potencial fue detectado por una joven estudiante de enfermería que había decidido adquirir experiencia trabajando seis meses en la selva. Ella dio la alerta a sus jefes médicos, los médicos a los psicólogos, los psicólogos a los maestros… así fue descubierto el individuo vivo más inteligente del mundo, con la acreditación de MENSA, a los dos años de edad. 

          Ciertas voces políticas intentaron presionar, con el pretexto de la solidaridad internacional, para que el niño fuera trasladado a los Estados Unidos, a fin de proporcionarle una formación acorde a su capacidad. Los misioneros, los voluntarios y los colectivos defensores de los indígenas, se opusieron, argumentando que la felicidad del niño era más importante que su desarrollo intelectual y que ningún niño de dos años, por inteligente que sea, lleva bien un traslado tan brutal de contexto, en especial si en ese traslado pierde a sus figuras principales de apego: sus padres; que, salvajes o no, también tenían derecho a opinar en ese asunto. 

            La legislación internacional, así como los medios de comunicación, estaba de parte de los padres. A esas voces políticas les tocó ceder. Por ello, respetaron al niño hasta los 12 años. Como suele suceder con los niños-genio, para él la infancia fue un pájaro que había echado a volar antes de haber llegado. Los expertos repitieron la evaluación y quedaron rendidos ante la evidencia: ese niño era, funcionalmente, un adulto. Tenía derecho a decidir su destino por sí mismo. Él adoraba su mundo y a sus padres, pero aceptó lo que quisieron proponerle. Alguien le contó que gozaba de unas capacidades muy especiales que sólo se podrían seguir desarrollando de forma apropiada en el extranjero y que, cuando lo hicieran, volvería a casa con herramientas para ayudar a su pueblo. Esa era su principal motivación, aunque también existía otra: la curiosidad por ver cómo vivía la gente que pertenecía a otros entornos. 

          A los 18 años había aprendido inglés, español, italiano, alemán, francés y chino. Los responsables de su educación descubrieron que, pese a que estaba capacitado para aprender cualquier cosa que se le antojara, su potencial alcanzaba el 200% si lo que se le ofertaba aprender era un idioma. El buen salvaje quería comprender y ser comprendido. Quería recorrer el mundo y hablar con la gente. Su plan de estudios había sido tan estricto que entre los 12 y los 18 nunca había salido a la calle. 

          Había llegado el momento de darte libertad; que visitara los países que deseara, con un presupuesto ilimitado para ello y dos condiciones: la primera, el plazo máximo de sus periplos sería un año. Ni un minuto más. La segunda, acabado su viaje, estaba comprometido a retomar su plan de estudios. 

          Su primer destino fue España. Le apetecía medir su desenvoltura en español con los habitantes del país que ha impreso en aquella lengua su carácter normativo.

          Viajó en avión, en primera clase. Pronto se dio cuenta de que la tripulación conocía su identidad y pretensiones. Le trataron como un rey. 

         Aterrizó en el aeropuerto de Barajas. Ya le habían advertido sobre ello, pero no por ir advertido le resultó menos cómico ver a los turistas corriendo tras sus maletas como si fueran perseguidos por una manada de rinocerontes. 

         Él viajaba sin maletas. No quería llevar consigo nada que le atase. Ya iría comprando cosas según las necesitara.

        Salió del aeropuerto. Fue recibido con flashes. La prensa. Con una sonrisa en los labios, respondió a sus preguntas y continuó su camino. 

        Y de pronto, el buen salvaje se detuvo. Sólo observaba. 

        Resultaba fascinante verse quieto con los demás seres corriendo a su alrededor 

No quiso pelear por cazar un taxi. En la fiera Madrid llegar al taxi antes que el prójimo es tan importante como beber la última gota de agua en un oasis.  Optó por probar el metro.  Recorrió, en su totalidad, cada una de las líneas. Le agradaba mirar a las personas que entraban y salían del metro y comparar las diferencias entre los andenes. De no ser por la mano del hombre, a través de lo que llaman graffiti o arte urbano, poca diferencia habría entre un lugar y otro. 

En el metro nadie le miraba a los ojos. Los que viajaban solos, simulaban leer o se entretenían con los juegos del teléfono móvil. Los que viajaban entre ellos, hablaban aunque no tuvieran nada que decirse. No sabían estar junto a un conocido y estar en silencio. Les resultaba tan difícil como hablar con un completo desconocido; a pesar de estar tan asfixiantemente cerca unos de otros que podían sentir sus mutuos olores corporales. 

Salió del metro. No sin antes reparar en que los madrileños son capaces de correr incluso en las escaleras mecánicas. 

Dio un paseo. Estaba agotado, pero aún no deseaba volver al hotel. Deseaba deambular. Recordaba, de sus tiempos en la selva, que es útil salir a explorar sin destino fijo. Cuando uno vive cumpliendo sus planes, sólo puede suceder que le salga o no aquello que tenía planificado. Sin embargo, cuando nos ponemos en manos del azar, sólo pueden ocurrirnos cosas que no esperamos. Es lo que hace a la vida un poco más interesante. 

Según caminaba, se fijaba en las actividades que otras personas llevaban a cabo. Nadie se limitaba a no hacer nada. 

Pasó por el parque del Retiro y le asombró comprobar que incluso las personas que acudían ahí a descansar no eran capaces de descansar con la mera contemplación de los árboles; llegaban a llevar consigo sus PDA, sus MP3 para escuchar música, o sus ordenadores portátiles, siempre conectados a Internet. 

Volvió a detenerse. Experimentó la sensación de buscar el contacto visual con la gente. Sabía que eso les intimidaría. Su idea era mirarles de forma fija cinco segundos y, a continuación, sonreír. Para cualquier cultura, debía ser una invitación al diálogo. Hasta los bebés saben sonreír, aunque ignoren por qué lo hacen. 

La gente no sabía afrontar su mirada. Bajaban los ojos y aceleraban el paso. Sólo los niños menores de dos años respondían con carcajadas, ante los avergonzados ojos de sus madres, que apretaban el paso. 

Siguió paseando. De pronto, surgió ante él un espectáculo que le cautivó. Un mimo. Los profesionales que le habían formado no se habían molestado en explicarle qué es un mimo. Un profesional cuyo cuerpo, quieto, es el centro de la atención de unos espectadores que también permanecen quietos hasta que uno de ellos arroja una moneda al cesto, permitiéndole al mimo realizar uno de los pequeños números que tenía preparados. 

Era el arte de la espera, la espera del mimo, convertido en espectáculo, en un mundo en el que nadie, salvo quizá ellos, sabe esperar nada. 

Le hubiera gustado permanecer junto a él, sin nadie más alrededor, sin echarle moneda alguna, para comprobar el límite de su resistencia. Un mimo frente a otro mimo, en perfecto silencio. Pero no era posible, el Retiro estaba cuajado de personas, y su idea podía resultar demasiado cruel. El hombre sólo hacía su trabajo y a buen seguro le resultaba agotador. Cuando acababa su jornada, seguro que su comportamiento era idéntico al de los demás. 

Fue a su hotel, deseoso de compartir experiencias. Todavía no había tenido la oportunidad de practicar sus conocimientos del español. 

Era un hotel de cinco estrellas, cercano al Retiro. 

Una señorita muy arreglada le recibió en el mostrador, tomó nota de todo y le dio las llaves de su dormitorio, que por supuesto contaba con cuarto de baño incorporado, armario, caja fuerte y unas vistas muy buenas de la ciudad. 

Él subió a su habitación y aprovechó para ducharse. Luego, volvió a bajar al recibidor. Esa señorita, más allá de recibir a los clientes, no tenía nada mejor que hacer. Trataría de hablar con ella. 

Fue un intento inútil. Con exquisita educación y una sonrisa que, a juzgar por el tono de la voz, era impostada, le comentó que estaba trabajando y que le pagaban por atender a los clientes, no por socializar con ellos; que, si quería socializar, buscara a alguno de los turistas que no tenían nada mejor que hacer. 

Recorrió el hotel. Algunos se bañaban en la piscina. Otros leían. Otros tomaban el sol. Otros estaban tomaban café. Otros aguardaban al ascensor y, durante su espera, aprovechaban para examinarse de frente y de perfil en el espejo. No había alma que no estuviera ocupada en algo. 

Volvió a salir a la calle y le preguntó educadamente a un transeúnte en qué lugar de Madrid era posible alternar y conversar. Éste le recomendó un pub cercano. Acudió ahí.  El estruendo hacía, de entrada, imposible la conversación. La camarera le miró con impaciente: “Chico, estás en la barra, ¿Vas a pedir algo?”. “Ah, no se puede estar en la barra, forzosamente hay que pedir algo. Muy bien, ponme lo que quieras y me dices qué te debo”. 

Le puso una cerveza roja y le felicitó por su buen uso del idioma. Ella se había permitido la grosería entre otras cosas porque dudaba seriamente que él comprendiera lo que le había dicho. 

Pagó y se alejó de la barra. Probó, aleatoriamente, a dirigirse a una muchacha que parecía más solitaria y enviaba un mensaje al móvil. 

–                      Buenas noches. ¿Tienes tiempo para charlar?

–                      Mira, macho, estoy esperando al canalla de mi novio, que se fue al cuarto de baño y hace media hora que no ha vuelto. No me des la brasa, ¿Vale?- 

Ahí pensó el buen salvaje que irse a alternar a un lugar en el que la música está tan fuerte que es imposible comunicarse y en el que las personas reaccionan agresivamente si intentas hablar, es una estupidez. Acabó su cerveza y salió de nuevo a la calle. 

Al día siguiente tenía una conferencia en donde él hablaría y los demás guardarían silencio. Le irritó pensar en que viajaba para aprender y parecía imposible establecer contacto con los demás, preguntándose si era un problema exclusivo de los españoles o si esos fenómenos que él estaba detectando eran extrapolables al Primer Mundo al completo. 

–                      Perdone… ¿Tiene reloj? – le preguntó una mujer.

–                      No. Nunca uso reloj. Ni móvil.

–                      … si quiere le digo que son las nueve menos cuarto.

–                      ¡No me lo creo! ¡Bromea!

–                      Compruébelo. Pregunte a otro. Yo la espero aquí- 

La mujer preguntó a otro transeúnte. La hora era la correcta. 

–                      Me quiere tomar el pelo hoy. Seguro que me ha mentido o vio la hora en otra parte.

–                      Usted no debería preguntarle a la gente si tiene reloj, sino si le pueden decir la hora.

–                      Je. ¡Qué correcto! – exclamó, con una nota de socarronería- Tiene usted algo que me resulta familiar¿Es famoso? ¿Quizá un mentalista?

–                      Quizá. Me han apodado “Buen salvaje”.

–                      ¡Ah! ¡Ya comprendo! Usted es ese genio indígena que ha decidido viajar para analizarlos y, así, encontrar la clave para salvar nuestra civilización.

–                      ¿Eso dicen? – y rió, mostrando unos dientes muy blancos – ¿Y se puede saber de qué hay que salvar vuestra civilización?- 

Ella, sin entender cómo tomarse la pregunta, optó por responder con la que creyó que era la verdad. Le habló del cambio climático, de la contaminación irreversible, de las guerras, de la pérdida de valores morales, de la crisis… 

–                      … dicen que eres la persona viva más inteligente y que estás siendo educado para salvarnos-. 

Eran los del Primer Mundo quienes confiaban en que un salvaje les rescatara. No pretendían ayudarle en absoluto. 

–                      Tendréis que aprender a estar quietos, a pensar,  a sonreír y a miraros a los ojos. Debéis salvaros a vosotros mismos-. 

Volvió a su selva. La cultura occidental tenía sus atractivos… pero hace falta algo más que hablar cientos de lenguas para contactar con las personas.

37- Una búsqueda salvaje. Por Lis, 3.5 out of 10 based on 10 ratings

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6 Responses to “37- Una búsqueda salvaje. Por Lis”

  1. Pirata dice:

    Sólo quería llamarte la atención sobre la continua repetición de palabras que haces en el relato. Por ejemplo: 1º párrafo: individuo dos veces; 2º párrafo y 3º párrafo: niño tres veces en cada uno; 7º párrafo: advertido dos veces; y sigue más abajo: profesional 2 veces en el mismo párrafo; «a buen seguro» y «seguro» en el mismo párrafo.
    Hay que tener cuidado con estas cosas, y tratar de sustituir los vocablos por otros o por pronombres. Por ejemplo, si dices: «acudían ahí a descansar, no eran capaces de descansar», puedes cambiarlo por «acudían ahí a descansar, no eran capaces de hacerlo», y evitas la repetición del mismo verbo dos veces.
    Bueno, no pretendo dar lecciones, pero esto es una regla básica para escribir bien. Seguro que si repasas el texto y lo recompones con mayor variedad de vocablos, quedará mejor.
    Por cierto, el texto me parece ligero, la idea es buena, pero en mi opinión le falta un poco de credibilidad.

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  2. Luc dice:

    Yo creo que es un relato minucioso, pero con estilo narrativo de novela. Se dice que el exceso de descripciones y detalles puede ahogar una buena idea de cuento. Y en cuanto a la sintaxis, estoy con Pirata.

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  3. Ágata dice:

    Al principio te cautiva la idea, es sugerente y atractiva. Luego, la narración es demasiado plana, en realidad parece que pasan cosas, pero no pasa nada, no cuentas, y el ser más inteligente del mundo no lo parece en absoluto: alojarse, como si fuera millonario, en los mejores hoteles y con los mejores servicios como si fuera un jeque árabe, no va con el tema. No es creíble en absoluto, amén de que no va con el mundo real. El título, desafortunado; la meta de salvar al mundo, pura utopía. Sin embargo, me quedo con las ganas de saber lo que piensa y cómo es en realidad el protagonista, si tiene algo dentro de su cabeza que le haga diferente. Ahí el relato me hubiera atrapado.

    Suerte.
    Mi relato es el 41

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  4. Antístenes dice:

    ¿No pretenderá que siga leyendo cuando, desde el principio, el relato demuestra que no ha sido capaz de gastar diez minutos en revisarlo, verdad?…

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  5. la ciudad dice:

    no es malo tu relato, pero me parece un tanto extenso , si lo que querías era demostrar la poca comunicación que hay en «el mundo civilizado», podías haberlo hecho en menos líneas y tu relato hubiera ganado en credibilidad. suerte

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  6. HÓSKAR WILD dice:

    Si ese salvaje viniera de nuevo a españa, tendría que aprender nuevas lenguas o buscarse traductores como ‘sus señorías’. Ésto es una selva y lo demás son tonterías.
    Mucha suerte.

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