premio especial 2010

 

May 05

Era inútil valerse de la tijera violeta, tan infantil, tan fuera de lugar. ¿Qué infamia del destino la había puesto ahí, justo frente a él? Pero no debía parecerle raro. Todo, desde el oscuro comienzo, fue como una pesadilla de la cual se quiere despertar, luchando, sudando, y no se puede, hay como una fuerza invencible que no lo permite hasta el final, final siempre revelador, así dicen algunos con aires de místicos, nada de gestos de sorpresa en la cara.

El cumpleaños de su hermana había sido, en palabras de ella, un hecho sin precedentes en el barrio, fiesta memorable que en el calendario de ese año cayó sábado, lo más de bien, sin pensar en la oficina, los libros de cuentas y la barriga perversa del supervisor, teniendo toda la mañana para hacer las compras de rigor, los vinos, los snacks, los CDs  con la música de moda; para hacer las llamadas de recordatorio a los amigos olvidadizos, comprometiéndolos moralmente.

La ocasión prometía ser perfecta para la distensión, y lo fue. A él le gustaba bailar, encontraba un estado de relajación total en los ritmos más agitados, la salsa, el merengue, la cumbia, la toada, sus preferidos para acercarse a las amigas y demostrarles lo excelente bailarín que era, su única vanidad. Con una chica en especial bailó largo rato, y, tras una conversación en la que la verdad y el compromiso son motivos menores, pudo besarla en el baño con el alcohol suficiente para no quedarse en preámbulos. Había sido un día especial para él.

Por eso le resultaba tan inusual verse en la situación en que estaba. Sin embargo, muy a su pesar, reconocía que tenía algo de culpa. ¿Por qué se le ocurrió pasear en bicicleta un domingo por la tarde? Lo normal era quedarse en casa viendo la Bundesliga, luego llevar a su madre y su hermana (el padre no vivía con ellos desde hacía mucho tiempo) a comer un chifa o una pizza. Pero alteró el orden de su rutina, sin proponérselo, sin recurrir a ese don de planificación que tanto le apreciaban en la oficina.

Cierto es que a ambas no les sorprendió tanto. La hermana tenía la certeza de que se había ido a visitar a la amiga con quien no paró de bailar, lo más seguro, conociendo su apetito de soltero joven. Persuadida por esta idea, la madre tranquilizó su conciencia; además, la amiga en cuestión era hija de una vieja condiscípula.

Pero la lógica de la hermana no tenía asidero en la realidad. Él no deseaba buscar a la chica al día siguiente de consumados los hechos; había aprendido que hacerlo significaba el comienzo de lo inefable y él prefería siempre lo conocido, lo tangible. ¿Y qué era lo que estaba viviendo ahora? Una burla de su filosofía personal. Lo comprendió desde la inaudita respuesta del guardia en la puerta: ‹‹¡Fue su culpa, carajo! ¡Cómo se le ocurre ir por la vereda, cojudazo!›› El hombre había aparecido de pronto en la esquina. Él consiguió frenar a tiempo, apretando el manubrio hasta desgajarlo del timón. Ni siquiera lo lastimó, sólo le dio el susto de su vida haciéndolo brincar hacia adentro del galpón que cuidaba. ‹‹Disculpe —dijo él, parado en la bicicleta—, no lo vi. Usted se me apareció de repente.›› No fue la manera más idónea de ofrecer disculpas, lo admitió después. Tuvo que aguantarse lo que le decía el sujeto y estaba a punto de dejarlo hablando solo, cuando el otro lo tomó del brazo con fuerza. ‹‹Usted me acompaña. Bájese.››

Entonces sucedió: bajó mansamente de la bicicleta, ingresó por la puerta pequeña del portón, obedeció cuando el otro le hizo una seña, apoyó la bicicleta en la pared húmeda del patio que a medida que avanzaba se hacía más estrecho, tanto que en un principio de observar varias filas de baldosas amarillas y negras, como un tablero de ajedrez, ahora sólo veía una fila que intercalaba ambos colores; no le asombró ese efecto; tampoco le molestó la pesada mano sobre su hombro izquierdo, cortesía innecesaria, mientras caminaba maravillado, aceptando lo desconocido de manera perruna.

El estrecho desfiladero (a eso llegó a convertirse el amplio patio con las paredes cada vez más altas, sombreadas casi hasta la cima con el tufo creciente de humedad) desembocaba en una construcción pequeña y tosca, pálida de color, de una sola planta, con esas barricadas de concreto en el techo que son como la prolongación inútil del frontis. ‹‹Que se siente y espere su turno››, dijo un guardia en la puerta. El otro no se fue. Ambos empezaron a conversar en voz baja, emitiendo de cuando en cuando unos resuellos que debían ser de indignación. Sentado en un sillón bajito, él se acariciaba el cabello.

Paredes de mayólicas grandes y blancas, exhibiendo esas líneas zigzagueantes que les dibuja el tiempo, las dos ventanas cuadradas con toscos marcos azules, cerradas, un escritorio plomizo, evidentemente pesadísimo, con las patas oxidadas, de esos que ya no se ven en las oficinas, el pavimento de hormigón cenizo, y para llenar de hastío la pieza los dos guardias con ese uniforme caqui tan de ayer, en una silla el muchacho de espaldas, los hombros compungidos y apurados, y la mujer de edad incierta, diligente hasta el odio, preguntando lo absurdo desde un asiento demasiado grande para ella, menuda, inevitablemente arrogante.

Él lo estudiaba todo con detenimiento, sintiendo la agresiva humedad de la pieza. Le sobrevino una ola de culpa cuando el muchacho se levantó, mostrando la contratapa de un libro (en la foto un Pasolini con espesa barba). Lo sospechó amanerado por su andar, y cuando le hizo una venia no le quedó duda de por qué la mujer no había correspondido a la mano que le tendió al despedirse y por qué ahora, sin mirarlo siquiera, alzaba el brazo y hacía un chasquido con los dedos en señal de inmediato cumplimiento de una orden inequívoca.

No pudo notar el regocijo en la cara de los guardias, pero escuchó las resonancias de la persecución de afuera, alcanzó a oír el maullido de gato herido, los golpes secos y contundentes, casi no entendió las alusiones a Dios, la vana música de moribundo, los insultos, y luego sintió la pesadumbre de un silencio que se instaló repentino y perduró hasta que la mujer habló.

—Talvez esté de más que lo mencione; pero andar en bicicleta por la acera está prohibido.

Su voz lo perturbó: era melodiosa y perentoria, idéntica a la de un niño. Sintió la violenta necesidad de hablar y no pudo; era imposible, vergonzoso. Impulsado por la temeridad de una situación límite, sin esperar la cortesía de una invitación, se sentó delante de la mujer. Impasible, etérea, la mujer acomodaba unos papeles en la gaveta. Él observó el estante trasero, como de viejo gimnasio, con sus casilleros y candados. Quiso preguntarle cómo sabía lo del incidente si no había intercambiado palabra con el guardia. Tuvo que aceptar la maravilla de una comunicación insospechada. Repasó el escritorio prácticamente vacío excepto por unos papeles con un clic y, como una rareza exótica, una tijera color violeta, impropia en la armonía sórdida del lugar, casi una ofensa al ritual que lo había seducido desde que el primer guardia lo injurió, o, mejor (lo aceptaba ya con resignación), desde que sintió el deseo irresistible de subirse a la bicicleta esa tarde de domingo, sin avisar a la madre ni a la hermana, obedeciendo a un llamado que la voluntad se deleitaba en obedecer. De repente decidió enfrentar a la mujer con el último recurso que poseía.

Ella sostenía la mirada, torva, laxa. Se miraban por única vez. Cuando él parpadeó, la mujer acometió:

—Le recuerdo que su falta supone, también, la aplicación de la máxima sanción.

No tuvo tiempo de reparar en ese “también” porque sintió la presencia de los dos hombres a su espalda. No se animó a voltear. Era tarde. Había sido culpa suya.

Se disponía a coger la tijera violeta, cuando aquella misma pesada mano sobre su hombro izquierdo lo disuadió, recordándole que merecía una muerte menos heroica que el suicidio.



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5 Responses to “49- Domingo inefable. Por Ortega”

  1. Luc dice:

    La lectura me ha resultado bastante farragosa. Abunda la información demasiado explícita y exhaustiva, innecesaria para la resolución del conflicto. En todo caso, un texto para incluirse en un guión de serie negra. Suerte.

  2. Antístenes dice:

    «Era inútil el valerse de la tijera violeta. Tan infantil. Tan fuera de lugar.
    Y el destino la había puesto ahí. Justo frente a él.»… En fin, no sé si modificando en algo el ritmo narrativo explico lo que le indicaría. Y eso que la historia es aceptable dentro de lo que cabe…
    Suerte.

  3. Ágata dice:

    A mí, sin embargo, me ha gustado tu relato. Muy bien escrito. Aprecio esa hondura en el lenguaje.

    Suerte.
    El mío es el 41

  4. la ciudad dice:

    También a mí me resultó farragosa su lectura. encuentro al relato lleno de adjetivos inescesarios.

  5. HÓSKAR WILD dice:

    Este tipo de guardias me recuerdan a cierto alcalde (adivina, adivinanza) que parece tener fobia por las bicicletas y lo dismula con una verborrea que sólo convence a los que ya están convencidos.
    Mucha suerte.

 

 

 

 

 

 

 

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