premio especial 2010

 

May 06

Aurora se incorporó con dificultad y consultó el reloj: eran más de las siete. Seguramente había apagado el despertador medio dormida; debía darse prisa para levantar a los niños. Habia estado leyendo en la cama hasta muy tarde y, poco después de escuchar el ruido de la cerradura, pudo conciliar el sueño. Cuando mantenía alguna discusión con Manolo, él siempre actuaba de la misma forma: se marchaba airado al “Olimpo” donde, tras ponerse ciego de güisquis y tontear con las “señoritas” de turno, regresaba de madrugada y se quedaba a dormir en el sofá, a modo de castigo. 

“Paradojas de la vida –pensó, mientras observaba la luz del amanecer tratando de abrirse paso entre los visillos de la ventana- “con un nombre tan luminoso y me encuentro inmersa en la sima más profunda”. 

Se calzó las zapatillas y salió en dirección a la cocina. Al pasar por el salón, vio a Manolo dormido en el sofá. 

Enchufó la cafetera, se sentó en el  taburete y comenzó a frotar sus ojos tratando de eliminar esa sombra impertinente que parecía emanar de sus entrañas y asomar al exterior a través de sus pupilas, nublando su retina. 

El sonido de la cafetera le hizo volver a la realidad. Se sirvió un café,  colocó la caja de cereales sobre la mesa y comenzó a disolver el Cola-Cao en los vasos. Mientras tanto, su cerebro iniciaba ese ritual cotidiano en el que enumeraba las tareas a realizar. Era una forma de llevar su personal cuaderno de bitácora en su desbocada singladura por el mar de la vida. 

Mientras depositaba la taza en la pila pudo escuchar las voces alborotadas de los niños en la habitación que se solapaban con el cotidiano portazo del baño. Hizo unos movimientos laterales de cabeza, para comprobar que la tirantez había desaparecido y, a los pocos segundos,  la cuadrilla entraba alborotada en la cocina, arrastrando sus respectivas carteras. 

Al ver la escena, Aurora se sintió feliz. A Lucía, la pequeña, tuvo que atarle los cordones porque todavía tenía problemas con las lazadas. Mientras ellos desayunaban, metió los sándwich en las carteras y consultó de nuevo el reloj en el preciso instante en el que Manolo entraba en la cocina ajustándose el nudo de la corbata con gesto altivo e ignorándola por completo. 

Los niños se acercaron a ella para darle un beso y los cinco salieron tan campantes camino del colegio. Mientras les observaba desde la ventana, un caudal de lágrimas pugnaban por salir al exterior, pero no cedió al impulso. En lugar de eso, se sentó y respiró hondo, tratando de realizar esos ejercicios de relajación que le había recomendado su psicólogo. 

Aurora poseía un don extraordinario: su imaginación. Sentada en el taburete de la cocina, esbozó una leve sonrisa mientras la noción del tiempo y el espacio parecían desvanecerse. Era uno de sus activos más valiosos: su facilidad de concentración. Una enorme fantasía, que la llevaba a conseguir una profunda abstracción de la realidad y que solía desembocar en una capacidad creativa extraordinaria. Y mientras duraban esos breves episodios, era capaz de crear y recrear escenas de una emoción inmensa. 

Entornó  los ojos y, en unos segundos… ¡zas! , ya estaba dentro de la burbuja. Eran unos instantes de luz y armonía en los que todas las puertas de ese oscuro túnel parecían abrirse de par en par y todo alrededor se transformaba en un entorno luminoso, armónico y placentero, en el que cualquier suceso podía acaecer. Ese breve paréntesis, venía a fortalecer su mente y su cuerpo con una energía extraordinaria que le infundía toda la fuerza necesaria para abordar una nueva jornada. Tras su vuelta a la realidad, se dirigió a su habitación, se vistió rápidamente y salió, no sin antes contemplar con desagrado el caos que reinaba en la cocina.

**

Cuando conoció a Manolo, Aurora creyó encontrar en él todo lo que la vida le había negado hasta entonces: amor, independencia, libertad… Además de poseer un físico atractivo, su actitud abierta, y afable, acompañada de un verbo locuaz y entretenido, hacía las delicias de los contertulios (y, mucho más, de las contertulias) en las reuniones sociales. Por esa razón -y porque él se mostraba ante sus ojos como la auténtica imagen de libertad- Aurora se sintió afortunada con el encuentro y pareció entrar en una de vorágine emocional que la llevó a considerar que había encontrado a la persona ideal para compartir el resto de sus días. Por fin podría tener su propio entorno y su propio proyecto de vida en el que la confianza y la complicidad serían los pilares sobre los que se asentaría su incipiente relación que iría robusteciéndose y consolidándose con el paso del tiempo. Y se hizo realidad el sueño con el que sueña cualquier mujer: tener su propia casa, su propia familia y, sobre todo, una pareja con la que compartir su andadura por la vida. 

Transcurrido un año, nació Manuel, el mayor, un niño sano y llorón –a decir de su suegra, “igualito que Manolo”-  que la obligaba a permanecer a su lado moviendo el moisés hasta que caía rendida en la pequeña cama de su habitación. Esa era una de las razones por las que Aurora se preguntaba cómo podría haberse quedado embarazada de Virginia, si realmente ella y Manolo no mantenían relaciones. Bueno o las mantenían espaciadas amén de interrumpidas por algún que otro sobresalto nocturno que, a fin de cuentas, tampoco se podían contabilizar como tales. Lo cierto es que, con la llegada de la niña, Aurora tenía la sensación de “multitud” en la casa y las horas parecían volar en el reloj, mientras ella se afanaba en que todo estuviera atendido y controlado sin conseguirlo. Así que se vio obligada a pedir una excedencia en la empresa y, un año más tarde, nació Oscar: un niño revoltoso e inquieto al que había que dedicar mucho tiempo para que conciliara el sueño, pero que se criaba sano y vital. Con la llegada de Lucía, la pequeña a Aurora le pareció que le había caído un regalo del cielo. Robusta y tranquila, se pasaba el día comiendo y durmiendo. Tanto dormía que, en no pocas ocasiones Aurora había acercado a la cuna varias veces a lo largo de la noche, para comprobar que todo iba bien. 

Ese excesivo celo en su faceta de madre amén de los continuos abandonos del lecho conyugal en los episodios de llantos nocturnos, provocó en Manolo unos celos enfermizos que ella no supo –o, quizá, no quiso- abordar. Y ahí comenzaron las desavenencias. Manolo no podía soportar ese abandono y apelaba continuamente a su excesiva atención a los niños, en detrimento de su propia atención, lo cual no dejaba de ser cierto. Aurora no dio más importancia que la que debía darle: era una situación coyuntural que duraría lo que durara la adaptación a la misma. Y se puso manos a la obra. Trató por todos los medios de que su hogar fuera un lugar de armonía y equilibrio, ante todo. Bajo ningún concepto podía permitir que se repitiera la imagen de inestabilidad de sus padres en su propia casa. Claro que para lograr esto, no había reparado en concesiones e incluso en renunciar a sus propios sueños. Noches sin dormir, quejas de Manolo por su falta de atención, y poco tiempo de dedicación a lo que realmente le satisfacía hacer, fueron perfilando su figura y su mente hacia rutas de resignación y silencio que le punzaban el corazón en las largas noches de insomnio, mientras esperaba escuchar el ruido de la cerradura de madrugada.

Cuando en alguna ocasión sentía ese impulso de libertad, la pérfida imagen de Manolo aparecía amenazante ante sus ojos impidiéndole cualquier posible cambio. Se sentía engañada por el mundo en general y humillada por él en particular. Sus comentarios despectivos hacia ella en público –pero, sobre todo, en privado- estaban llegando a un punto en el que la situación se hacía insostenible. Y había que actuar. 

A sus desorientados padres no podía recurrir ¡bastante tenían con soportarse el uno al otro! y, además, con su forma de pensar, no entenderían su decisión. Por otro lado estaban los chicos, ya mayores, eso sí, pero           que reclamaban su atención y que, sin duda, le reprocharían su egoísmo. Y, por último, estaba la crueldad de Manolo que mantenía su deleznable actitud, sabedor de que ella no tenía otra salida. 

Por esa razón y porque adolecía de una arrogancia fuera de toda duda, Manolo no le concedía la menor importancia ni a su trabajo ni a su persona. Y éste último extremo era el que más sangraba el interior de Aurora. Se sentía vacía y castrada. Sabía de sus andanzas de soltero como sabía de sus engaños de casado. Pero lo peor era esa actitud orgullosa e hiriente que mostraba hacia ella. Percibía cómo su espacio en el universo se iba reduciendo sutilmente, mientras Manolo iba ganando terreno poco a poco, enseñoreándose de su entorno y arrinconándola por completo. Pero ella se dejaba llevar. Ante todo, el equilibrio. Todo debía funcionar correctamente y ella debía renunciar en pos del bienestar familiar. Nada de gritos ni discusiones. Cada mañana, al levantarse, sentía algo por detrás, a la altura de la nuca, que la empujaba como un inmenso rodillo a seguir con sus obligaciones y quehaceres, sin tiempo para reflexionar acerca de la dirección en la que caminaba. Simplemente se iba desplazando por el globo terráqueo, impulsada por una energía que la mantenía en movimiento, mientras en su interior, su espíritu, su esencia, parecía solaparse tras una horrible pantalla de absurda mundanería y aburrida cotidianeidad. 

Deseaba profundamente dar un giro a su existencia pero no era capaz de reunir las fuerzas necesarias para hacerlo. Debía provocar un cambio que le permitiera realizarse como ser humano y alternar las obligaciones familiares con alguna actividad enriquecedora que diera sentido a su vida. Pero eso pasaba por la separación de Manolo. Y suponía alteración, inestabilidad y amenazas. Por esa razón, había contactado con los Servicios Sociales de su barrio y había hablado con un psicólogo que –en contra de lo que ella suponía- había reforzado su decisión. 

Pero debía contar con los niños. No deseaba crearles una responsabilidad compartida en su decisión, sino informarles adecuadamente y trasladarles una imagen de control y equilibrio ante el cambio. Manuel lo entendería, sin duda, porque a sus catorce años, era un chico muy maduro pero Virginia, con sus doce años a cuestas soportando sus alborotadas hormonas, posiblemente se sentiría más confusa inestable que nunca y llegaría a odiarla aunque, en el fondo, apoyaría su decisión. También estaba la familia. Y los amigos. Y la sociedad. Y la hipoteca. Y el colegio… Y estaba también presente el silencio y la rebeldía de Oscar, el tercero (¡que dolor le producía ese silencio!) que ella sabía pleno de admiración hacia ella y que reprimía el impulso de gritar al mundo el arrojo de su madre. Y Lucía, la pequeña, que a sus siete años, observaba con esos ojos inmensos y esa sonrisa sincera lo que acontecía a su alrededor como si cada día fuera una nueva aventura llena de expectativas ante las que se iría acomodando. 

Pero hoy, por fin, ha tomado la decisión. Se ha acercado al armario y se ha vestido con ese conjunto de seda verde atrevido y vistoso. Luego se ha colocado ese collar étnico –regalo de los niños- y se ha sentido como una diosa. Y, cuando ha salido en dirección al trabajo con determinación y pisando fuerte, ha sabido que el camino que tomaba era el adecuado.

61- Liberación.Por Martinica, 5.6 out of 10 based on 9 ratings

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4 Responses to “61- Liberación.Por Martinica”

  1. Luc dice:

    Martinica, sin intentar en absoluto dar lecciones, lee de nuevo y despacio tu relato y creo que percibirás que se puede narrar la misma historia con bastantes menos palabras. Narrar no es explicar. Te aseguro que, como lector, me hice ya una idea del personaje y el escenario aproximadamente a la altura del segundo párrafo. El relato me parece, en su tema de fondo, un alegato sincero y directo. Felicidades por acometerlo.

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  2. Antístenes dice:

    Hay que hacer «vivir» a los personajes… Un relato aceptable, en todo caso, para cualquier certamen que celebre el Día de la Mujer…

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  3. la ciudad dice:

    Ya lo decía Luc, le sobran líneas. Me gustó tu relato porque no le das el clásico final: la mujer terminó acuchillando al marido o cosa parecida. Un alegato más de la mujer, he encontrádo más de cuatro. de todos modos felicidades por lo bien escrito y descrito.

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  4. HOSKAR WILD dice:

    Y aún harán falta muchos más alegatos para poder empezar a cambiar. No es nada fácil atreverse a tomar el camino adecuado.
    Muha suerte.

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