premio especial 2010

 

May 11

Un día que sus lágrimas se mezclaban con la lluvia, tropezó con don Anselmo. Su cara ardió de sangre, su pecho se agitó bajo la blusa, los pies se volvieron de nuevo ágiles. Miró aquellas manos que la curaron, después la sonrisa abierta y al final se detuvo en aquellos ojos limpios. ‹‹ ¿Cómo está, necesita algo?›› preguntó él.

A aquella pregunta siguieron otras y se inició entre paciente y médico una corriente de simpatía. . Hablaban de libros, de lugares lejanos, del mar que ella no conocía.

Poco a poco supo el doctor  que Clara había nacido en una aldea de Galicia donde solo vivían viejos enredados en pleitos de lindes. Sus padres también eran viejos o lo aparentaban por lo duro de la pobreza. Cultivaba la tierra, ordeñaba las vacas y recogía leña del bosque cercano. Cuando el tiempo le impedía trabajar, se guarecía en la palloza ensimismada en la lectura de los libros que le prestaba la maestra. Le gustaba seguir con la vista el vuelo de las torcazas.

Todos los jueves iba con su madre a Mouriño. Soñaba que algún día viviría en una de aquellas casas de dos alturas, y que cultivaría hortensias en las galerías acristaladas, protegidas de la lluvia constante y menuda. En Mouriño, entraban en la única tienda del pueblo para intercambiar leche y queso por otros artículos. A Clara le gustaba tocar los zapatos de piel pero su madre nunca se los compraba, decía que en el campo esas finuras no servían para el barro y la nieve. Ella asentía mirándose los ásperos mitones de lana parduzca,  las sallas largas y las gruesas  medias negras con que se  defendía del frío y ocultaba un cuerpo esbelto de medidas proporcionadas, en el que solo contrastaban unas manos  toscas  castigadas por  las duras faenas del campo.  Ignoraba  que era bella: tenía unos   oscuros ojos que destacaban sobre una tez blanca y el  cabello siempre recogido en un moño impropio para su edad.

Un jueves que no fueron al pueblo, el párroco se acercó hasta  la aldea, le  habló de un hombre que buscaba ‹‹ muller  moziña››  para casar. ‹‹Es un buen hombre que ha tenido la desgracia de perder a su mujer,  trabajador y cumplidor de Dios. No falta ningún domingo a Misa››. Así conoció a Bernardo: de complexión recia, más  bajo qué alto,   brazos gruesos con  manos anchas, rostro  de barbilla cuadrada y prominente, nariz y mejillas surcadas por  venillas rojas, mirada  inquietante, tras  lentes ahumadas,  que contrastaban vivamente con una sonrisa encantadora. Lo más parecido a una familia que tenía era un perro de ojos implorantes, que cuando  el dueño entraba en la casa comenzaba a temblar. Enseguida pidió permiso para visitarla. Durante el  noviazgo le regalaba camelias silvestres y le llamaba cariñosamente ‹‹rula››.

El día que se casó, Clara, llevaba zapatos en lugar de zuecos y  miraba una y otra vez sus pies, más nerviosos y ágiles que de costumbre, hasta creyó ver que las lengüetas del calzado se convertían en alas.

Lo que no  reveló al médico es que desde los primeros días del matrimonio Bernardo comenzó a manifestar su temperamento: pedía la cena a gritos o le reñía alegando que faltaba o sobraba algún condimento. Clara callaba.  Al darse  cuenta que él no  la quería  espantaba la idea por dolorosa. Fueron pasando los meses y el carácter hosco de aquel hombre la hacían sentir  sola y desconcertada. Al aproximarse  la hora de ir a la cama, su marido desgastaba la palabra te quiero en su oído pero en el lecho era brutal: sin preámbulos, de un empellón la volcaba hacia abajo y echaba  su pesado cuerpo sobre las espaldas de ella comenzando sus embestidas. Ella intentaba resistirse,  bajo el peso de un cuerpo que le plegaba a una voluntad obscena. Profería gritos de dolor, pero Bernardo le golpeaba  la cabeza contra la almohada hasta que por falta de aire se derrumbaba llorosa y suplicante.

Clara llenaba la tina con agua fría y con estropajo de esparto humedecido en jabón de sosa, restregaba su cuerpo queriendo arrancar de su piel todo rastro carnal del hombre. No tenía hijos y sabía, por como la poseía, que nunca los tendría. Aquella noche que se negó a sus exigencias fue la noche más larga de su vida. Acudió de urgencias al ambulatorio. Mientras don Anselmo la reconocía, buscando las costillas rotas, sintió que nunca le habían pasado la mano por su cuerpo con tanta dulzura. La explicación que  dio fue que  se había caído por unas escaleras.

Aumentaron las dificultades para conciliar el sueño, se despertaba sobresaltada con pesadillas que enseguida olvidaba. El médico le prescribió somníferos. Mientras escribía la receta le dijo sin levantar la cabeza: ‹‹Clara, no me atrevo a intervenir porque repites que eres feliz aunque tus ojos dicen lo contrario››. Ella le interrumpió cambiando de tema.

En busca de luz acudió a la iglesia, entró en la sacristía sin saber cómo poner orden en sus palabras y sus sentimientos: ‹‹necesito que me oiga en confesión››. Comenzó hablando de repugnancia hacia su marido pero no pudo continuar, el párroco la interrumpió alzando la voz severa y correctora: ‹‹“debitum coniugale”: el débito conyugal.  No puedes rechazar a tu marido. Lo dice la Biblia: Corintos 7, versículo 4: La mujer no tiene potestad sobre su cuerpo sino el marido››.

Por el otoño, recibió una carta que no llevaba remite:

Querida Clara: sé que has aprendido a mirar sin ver y a oír sin escuchar, que para evadirte de la realidad te sumerges en todo libro que cae en tus manos, que sufres, gozas o lloras con los avatares de los personajes ficticios pero que eres incapaz de llorar por ti. Sé que aborreces este pueblo tanto como tu aldea, que cada casa o portal de estas calles te trae un recuerdo y una congoja. Deja que te ayude…

Conforme leía un sentimiento de culpa y pecado le anegaba, buscó la firma: Anselmo y rompió la misiva sin terminarla.

No contestó, ni hizo ninguna alusión a aquellas líneas. Las charlas continuaron como si aquel documento no hubiese existido. Pasaron los meses y el médico cada día era más atento.

Antes de las nieves, la dueña de la tienda la avisó para que fuera a ver un pedido de zapatos. Clara acudió puntualmente. En la trastienda transcurrieron rápidos los minutos.  Se probaba los zapatos de  flexible piel que olían a cuero nuevo. La patrona echó el cierre y se perdió en las oscuridades de la escaleta que subía a la vivienda.

No sabía el tiempo que había pasado pero un ruido la sobresaltó. De entre las sombras surgió la figura familiar de Anselmo.

‹‹! Qué casualidad!  ¿Qué hace usted aquí?›› Preguntó Clara. ‹‹ He venido porque… ›› −dudaba el médico−‹‹ Lo que tengo que revelarle, no me parece ético decirlo en el dispensario››.   Al oír esto Clara empezó a temblar por un presagio deseado y temido. ‹‹Yo…yo puedo hacerla feliz›› −continuó. Dos lágrimas gruesas le resbalaron a Clara sobre las mejillas.

El la besó. Sus manos le acariciaron la cara, el cuello, los hombros, sus dedos veloces desabotonaron la blusa, bajaron por el escote, acariciaron sus senos. La rodeó con sus brazos, la condujo dulcemente al almacén tendiéndola sobre unos sacos de trigo.

Pero la premura del deseo le hizo ir más deprisa de lo  que ella podía resistir.

Inesperadamente Clara se apartó con violencia. Una vaharada de asco le removió las entrañas al sentir sobre su piel al hombre. Se dirigió atolondradamente a la salida y tiró el estante lleno de zapatos. Se sorprendió a sí misma mirando aquel desaguisado. Entre sus pies, en desorden, se mezclaban los escarpines de raso, los botines de cordones dorados, las chinelas con plumas y los zapatos cuyas lengüetas ya no parecían alas.



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4 Responses to “91- Alas. Por Valls”

  1. Ojos Oscuros dice:

    La historia no es demasiado especial, aunque es bonita. Me gusta mucho el principio, las descripciones que haces sobretodo, la vida en el campo, los padres de ella, la visitas a Mouriño. Suerte Valls!

  2. Antistenes dice:

    A ver… Voy a transcribirle el primer párrafo a mi modo y espero indicarlé así mi comentario sobre su relato.
    «Un día, que sus lágrimas se mezclaban con la lluvia, se encontró con don Anselmo. Sus mejillas se ruborizaron; su corazón palpitó bajo la blusa. Sus pies ágiles. Las manos que la curaron. Y su sonrisa abierta, que la hicieron detenerse en sus ojos, siempre limpios. <>.
    Suerte…

  3. la ciudad dice:

    buen relato, sobre todo en su primera parte. suerte

  4. HOSKAR WILD dice:

    Una pequeña muestra de las tragedias rurales que se esconden detrás de cada ventana y de la complacencia de los que las conocen y callan.
    Mucha suerte.

 

 

 

 

 

 

 

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