Las pocas veces en las que Samuel se ganaba una seria reprimenda se daban cuando bajaba hasta el pueblo y se encontraba con sus amigos. Perdía la noción del tiempo y pasaban horas antes de que recordara que tenía una casa a la que volver y unos padres, más que intranquilos, esperándole en ella.
Era su padre quién le explicaba hasta qué punto les angustiaban sus retrasos. Y luego el encargado de aplicarle los castigos pertinentes. Y lo hacía con más pena y resignación que enfado porque, vivir como vivían tan lejos de la casa más cercana no permitía a Samuel relacionarse mucho con el resto de chiquillos. Así que, en el fondo, comprendía los deslices de su hijo y albergaba la esperanza, cada vez que lo castigaba, de que esa fuese la última ocasión en la que hiciera falta aplicarle un correctivo.
Pero las explicaciones y los escarmientos, como bien sabía el padre de Samuel, de poco o nada servían si no era la experiencia propia la que revelaba las consecuencias de la dejadez. Y un día, en el verano en que Samuel cumplió doce años, la vida se encargó de demostrarle que las lecciones de su padre no eran un capricho.
Aquel día a Samuel se le presentó, inesperadamente, la oportunidad de bajar al pueblo en busca de leche. Aunque era su madre quién solía hacerlo, aquella tarde soleada decidió regalarle a su hijo un rato de evasión, sabedora de lo mucho que le gustaban. El niño, encantado, cogió la vieja lechera, le dio un beso a su madre y se fue carretera abajo, tan contento con la imprevista escapada como ansioso por encontrarse con sus amigos.
Llegó a casa de Manuel, el vecino que les vendía la leche, y allí dejó la lata para que la llenasen, con la vana promesa de volver en media hora.
Sin darse cuenta, y traicionado por la duración de una tarde de verano, Samuel apuró el tiempo que podía estar jugando con los críos del pueblo, como tantas otras veces había hecho. Y así, cuando el último amigo en irse acudió a los gritos de su madre, que lo amenazaba con una cena fría, se dio cuenta de que, aunque la luna llena lo disimulaba, ya era de noche.
Lamentando que, una vez más, se le hubiese escapado el santo al cielo, entró corriendo en casa de Manuel, le pagó y recogió la leche, todo ello sin cesar en su carrera.
Afrontó la cuesta que salía del pueblo con brío, moviendo con velocidad las delgadas piernas y con una leve brisa a favor que acababa de levantarse. En la cabeza comenzaban a resonar los dolidos reproches de su padre, y las tripas rugían en una queja anticipada por irse vacías a la cama. Llevaba un buen ritmo cuando, ya dejado el pueblo bien atrás, como a medio camino de su casa, una visión inquietante hizo que se detuviese.
Acababa de dar una curva y de entrar en el tramo recto, como de unos doscientos metros, que había antes de la siguiente. En aquella curva más distante vislumbró a un hombre viejo, de cabello cano, con una chaqueta marrón claro, casi oculto en un frondoso matorral, haciéndole señales con la mano. La agitaba invitándolo a acercarse. Instintivamente Samuel dio unos pasos rápidos hacia la derecha y se escondió tras el canto de un muro, justo a la entrada de una finca que lindaba con la carretera. En ese momento el hombre dejó de gesticular. Como quiera que pudiera ser un vecino le preguntó por su nombre en voz alta. Pero la pregunta no obtuvo respuesta alguna.
La cabeza de Samuel empezó a llenarse con turbadores pensamientos. Resonaron en su interior las muchas historias, escuchadas siempre de manera furtiva a algún adulto despistado, sobre niños que, tras días de inexplicable ausencia, acababan apareciendo muertos, abandonados en el monte o flotando en el recodo de algún río. Y otras, aún más angustiosas, en las que los desafortunados protagonistas, simplemente, desaparecían para siempre, sin dejar rastro de ningún tipo.
Y luego se acordó de sus padres, siempre aconsejando y siempre tan desoídos. Recordó las instrucciones a seguir en caso de ser abordado por un desconocido y la necesidad de que, cuando llegase la noche, había que estar lo más cerca posible de casa.
En ningún momento perdió de vista al hombre, que permanecía quieto en la curva, no sabría decir si impasible o con un porte desafiante. Sin haberlo pensado lo suficiente, impulsado por la necesidad de llegar pronto a casa y que la reprimenda fuese lo menor posible, Samuel salió de detrás del muro y quedó expuesto a la vista del extraño. Empezó a andar carretera arriba y, cuando llevaba media docena de pasos, el tipo reinició los aspavientos, moviendo el brazo enérgicamente e incitándolo, una vez más, a acercarse. Con la vista clavada en él, el pequeño volvió andando hacia atrás a la supuesta seguridad de la tapia, las rodillas temblando, chocando la una con la otra. La brisa le secó el sudor que lo empapaba y, en ese momento, la sensación de frío le traspasó la piel, lo invadió por dentro y mutó en puro miedo. Comprendió que estaba acorralado. Y ver a aquel hombre, ahora más brioso aún en su llamada, aumentó su sensación de desasosiego.
Estaba claro que tenía que olvidarse de la carretera. Incluso aunque el hombre abandonase el matorral, como si se fuera. Eso podría ser una maniobra para que Samuel se confiara, reemprendiera su camino y cayera en sus manos unos metros más allá, donde se hubiese escondido. No iba a caer en una trampa tan sencilla.
Miró al monte que tenía a la izquierda, de acceso escarpado, lleno de artos y rebollas. Luego oteó por encima del cierre de piedra, que de momento le protegía. El muro delimitaba un prado en cuesta que se extendía unos doscientos metros antes de llegar a una arboleda. Se le antojó una vía de fuga: llegar hasta los árboles y despistar entre ellos a su perseguidor.
Devolvió la atención al extraño. No se había movido. Y había dejado de agitar la mano. Volvió a echar un vistazo al prado y a calcular mentalmente lo que tardaría en llegar a los primeros árboles. Y lo que antes le había parecido una buena idea dejó de serlo.
Se acordó del verano del año anterior cuando, jugando con otro crío, en aquella misma finca, torció el tobillo. Aquel era un prado lleno de socavones. Tirarse a tumba abierta por aquella falsa explanada, sin más luz que la de la luna, y cargando con la maldita lechera, era demasiado arriesgado. Si el hombre se decidiera a perseguirlo le resultaría fácil darle alcance.
Podía volver al pueblo. Era medio kilómetro escaso. Cuesta abajo, probablemente aquel desconocido no pudiera atajarlo. A lo mejor estaba pesado y torpe y lo estaba sobrevalorando. Observó la lechera. Miró nuevamente el lugar donde se encontraba el hombre. La dichosa lechera era una rémora. Pero si le asustaba la reprimenda, ya inevitable y cada minuto que pasaba más dura, aún llegando con la leche, presentarse en casa sin ella y sin el dinero era… para no imaginárselo si quiera.
Tal vez si la dejaba escondida allí mismo, donde estaba, y echaba a correr hasta el pueblo, al hombre no le diera tiempo a alcanzarlo. Iría directamente a la primera casa, precisamente la de Manuel. Luego volvería acompañado y de camino podía recuperar la leche. Y, con un poco de suerte, delante de Manuel el rapapolvo sería mucho menor, aunque ya tenía asumido que el castigo no se lo quitaría nadie.
Estaba ya casi decido a hacerlo así cuando se le paralizaron las piernas. Hacía rato que el individuo no daba señales de vida y ahora, a punto de tomar aquella decisión, aparentemente salvadora, volvía a reclamarlo como si, de alguna misteriosa manera, hubiese adivinado sus intenciones. Resopló intentando evacuar la impotencia y agradeció la brisa que le refrescaba los mofletes, ardiendo de nervios y desazón.
Lo bloqueó el pánico. Y más aún si trataba de imaginar lo cruel que debía de ser aquel individuo, torturándolo como lo estaba torturando, acechando, exponiéndose pero sin dar la cara, sin decir ni una palabra.
Con ese pensamiento estaba cuando algo inesperado irrumpió en la intimidad nocturna que compartía con aquel extraño. Un ronroneo, difícilmente audible al principio; luego un ruido cada vez más definido y familiar. Miró de reojo a la curva, doscientos pasos más arriba, para no perder de vista su amenaza y, viéndola allí, inmóvil, se permitió dirigir la mirada carretera abajo y afinar más el oído. Empezaron a entrar por él las llamadas de los mochuelos, el canto de los grillos, las hojas de los árboles frotadas por la brisa,… todo lo que había dejado de existir desde que divisara al extraño. Y entre la colección de sonidos naturales que cabía esperar resaltaba, cada segundo más, el rugido mecánico de un camión. Probablemente el camión del cemento, renqueante, retrasado, como casi siempre, por alguna inoportuna avería, y con su chofer enojado con el vehículo y con su suerte. Giró la cabeza. El tipo seguía en su sitio, imperturbable. Devolvió la vista a dónde debiera de aparecer el camión y allí se lo encontró. Efectivamente, un camión, pesado y lento, con su ronronear tan característico.
Caviló muy rápido. Aprovecharía la lentitud del vehículo en la curva para subirse a su caja: estaba acostumbrado, junto a sus amigos, a hacerlo de vez en cuando. El problema estaba en montar llevando la lechera.
Los focos del camión, dos candiles agotados, se acercaban sin pausa a Samuel. Estando ya muy cerca se quitó la camisa y envolvió la lata en ella tratando de inmovilizar la tapa de la misma.
Volvió la vista hacia el extraño y le pareció que se estaba moviendo. Pero ya no le importó. Cogió el hatillo que había improvisado con su camisa y esperó a que el camión rebasara la curva. Un nuevo vistazo, muy fugaz, le permitió comprobar que el hombre seguía en el mismo sitio y que agitaba encolerizado la mano.
El camión lo enfocó directamente con los faros, pero se volvió y dejó pasar de largo los dos chorros de luz para no ser deslumbrado. Cuando tuvo al alcance la caja del camión arrojó dentro la lechera, y, acto seguido, sus propios huesos.
Una vez se hubo incorporado comprobó que sus precauciones no habían dado resultado: la tapa de la lechera se había desencajado y la leche empapaba una camisa arruinada por la abundante suciedad del piso. Pero Samuel ni se paró a pensarlo. Rápidamente liberó de su improvisado e inservible hábito a la lata, la agarró con rabia y se dispuso a esperar la reacción del individuo cuando el camión pasara a su lado. Notó cómo el camión comenzaba a tomar la curva. Desde donde estaba no podía ver lo que había al frente pero sabía que, de no haberse movido, el hombre tenía que estar a escasos metros, lo cual volvió a llenarlo de desasosiego. Cuando el camión llevaba trazada la mitad de la curva Samuel armó el brazo con la lechera dispuesto a atizar al hombre si intentaba subirse a la caja. Entrecerró los ojos, apretó los dientes, y el camión acabó de dar la curva.
Por unos momentos entrevió la figura, el contorno humano ataviado con la chaqueta marrón, con el mismo empeño agitando la mano. Pero la visión duró poco, justo lo que tardó el camión en enderezar la dirección. Y menos de lo que empleó Samuel en resoplar aliviado, aunque sonrojado por la vergüenza, cuando distinguió con claridad el saco de papel, roto y enganchado en los espinos, teñido de canas por la luz de luna y sacudido por los golpes de brisa.
Y aunque años más tarde, ya hecho un hombre, rememorar la situación le hiciese sonreír, aquella noche maldita gracia le hizo volver con la lechera vacía.

Lineal y muy explícito, lo que le resta chispa. Aun con ello, el suspense resulta muy entretenido. Que hubiera desenlace-sorpresa era de esperar…, pero reconozco que no ése. Enhorabuena.
Describes bien la sensación de angustia del niño, hasta dónde puede llevarle su imaginación. Buen final.
Suerte en el certamen.
Una historia muy real. A todos, los miedos nos han atenazado en la niñez; por un lado lo que nos contaban y por otro el estado natural del miedo. Muy bien contada y sobre todo muy creíble, engancha y te atrapa. Si bien es verdad que al principio eres demasiado explícita, a veces el lector necesita espacio para descubrir por sí mismo.
Pero en general es entretenida y me ha gustado. Te felicito.
Suerte.
Muchas gracias a ambas. A parte de por los amables comentarios , porque habéis captado la «veracidad» de la historia. No sé hasta qué punto pudo exagerar, pero así como está contada es como me la contó mi padre cuando aún era una niña. Yo lo único que he hecho ha sido ambientarla y ponerle al pequeño el nombre de mi hijo, o sea, del nieto del protagonista. Ojalé hubiese tenido vuestro talento, compañeras, para ligarlo todo mejor.
Coloque una coma tras la palabra «cercana», coordinará el «porque» anterior con «…no vivía…». «En aquel día a Samuel…». «Llegó A la casa de Samuel…», no teclee como si hablase de su domicilio…Y el relato es bueno, y bien construido en general… No creo que le cueste mucho el escribir otros mejores.
Bien escrito, bien narrado. Una historia sencilla, pero que despierta interés por saber cómo acabará. El final no desmerece.
Cuidado con las tildes de los demostrativos, algunas están de más.
Buena suerte.
buen relato, escrito con sencillez y con un suspenso muy bien trabajado, suerte
Agradezco de todo corazón vuestas palabras, y más si cabe por ser la primera vez en la que me atrevo a meterme en una historia de este tipo: es el mejor incentivo para volver a participar en otro concurso.
Suspense mantenido hasta el final. La imaginación de los niños será una fuente inagotable de relatos.
Mucha suerte.
«Los niños viven extraordinarias aventuras que no les turban en absoluto. Por ejemplo, una semana despu´es de haber ocurrido, pueden mencionar que se encontraron en el bosque con su padre muerto y que jugaron con ´el.» J.M. Barry, Peter Pan
De cr´ios es m´as dif´icil diferenciar la realidad y la ficci´on, es cuando ocurren cosas como ´esta. Logras transmitir esa sensaci´on, y haces recordar vivencias parecidas, al menos en mi caso lo has conseguido.
Enhorabuena.
Me ha gustado tu relato. He de reconocer que me has mantenido en vilo hasta el final. Describes muy bien la angustia del niño, así es como pensamos cuando tenemos doce años: nada de priorizar en la propia seguridad, no: ante todo, salvar la leche para que la bronca no sea tan monumental…Cómo cambian los puntos de vista: cuando somos adultos, la lechera y las vueltas carecen de importancia frente a la vida.
Enhorabuena, has reflejado bastante bien el punto de vista infantil.
¡Suerte!
Si por curiosidad quieres leerme, soy el número 207.
Muchas gracias, Samuelena. El comentario que dejaste me sube la moral y me motiva para seguir abriéndome paso a punta de lápiz en el mundo de las letras. Espero que tú y tu esposo, Arponero, también continúen y, quién sabe, a lo mejor en un día no muy lejano intercambiamos libros. Por el momento estoy enfocado (cuando tengo tiempo) en escribir una antología de cuento; vamos a ver qué pasa. Y también tengo un par de ideas para novela, pero eso si requiere tiempo completo y mucha disciplina, ademas de preparación (la cual hasta ahora estoy adquiriendo; lo demostré en el relato con el que participo y cuya falla más obvia son los acentos diacríticos).
En fin, que lo importante era enviarte una tonelada de gracias a ti y a Arponero, pero me dio por contar esto, a ver si de tanto decirlo yo mismo me convenzo de que sí se puede.
Un abrazo grande.
P.D: Estoy de 100% de acuerdo con el último comentario de Arponero.