Si les interesa lo que voy a contar, lo primero que querrán saber es qué buscaba yo esa mañana de Lunes en el Bolishopping de Buenos Aires. Pero no tengo ganas de contarles eso. Solo voy a hablarles de una cosa de locos que me ocurrió durante esa visita y que cambió para siempre mi visión sobre la naturaleza humana.
Cuando ingresé ese día al lugar, aconteció lo usual: me sentí un elegido.
Para que puedan comprender la sensación que experimento en esa circunstancia, voy a utilizar una comparativa. Para gente rica existen en el mercado varias marcas de indumentaria de primerísimo nivel. Tomemos por ejemplo Armani. Ahora bien, si descendemos en la escala de precios y buscamos una cierta calidad, Zara bien podría ser el Armani de la clase media. Y si seguimos descendiendo en la pirámide, Bachino, sería el Zara de los pobres.
Utilizando la misma lógica, el Bolishopping es el Bachino de los indigentes. Y por debajo de esto ya no queda nada más.
¿Se comprende entonces porqué en ese entorno me siento casi un príncipe? El príncipe del reino de la basura textil. El príncipe de la basura y de los desperdicios. O algo así.
Es por esta razón, que siempre recomiendo a mis amigos agasajar a alguna mujer que sea muy especial para ellos, obsequiándole un día en este shopping. El efecto de esta excursión en una mujer es estremecedor: la sensación de ser una aristócrata durante una jornada de compra desatada. Mientras dura el hechizo, esa dama puede transformarse en “la Paris Hilton de la Salada”.
Pero volvamos a la mañana que nos interesa. Apenas fría; yo, con un sobrio atuendo para oficinista de microcentro: zapatos negros, pantalón gris, pullover de lana marrón.
Bastó traspasar la puerta de acceso al galpón, para que tres jóvenes señoritas se interesaran en conocer el objeto comercial de mi visita. Cada una de ellas regentaba un pequeño local, especializado en una determinada gama de artículos. Zapatillas, anteojos de sol, calzoncillos, remeras.
Resultaba difícil no percibir los cuchicheos y las miradas que mi actitud principesca suscitaba. Y por supuesto, como respuesta, una viril y refinada indiferencia de mi parte, para potenciar el efecto en las damas.
Al que nunca tuvo la dicha de recorrer el Bolishopping, le cuento que el edificio consiste en una nave de chapa, de unos cien metros de largo por cincuenta de profundidad. El lado mayor, paralelo a la Calle 15, está provisto de tres accesos que continúan en el interior del edificio como pasillos. Otros tres corredores perpendiculares a los anteriores completan la cuadrícula, en cuyos núcleos se cobijan unos doscientos locales, solo divididos entre sí por mamparas de aglomerado. Iluminación fluorescente y unos pocos probadores improvisados entre los recovecos, completan la arquitectura elemental de este centro comercial.
Las mercaderías están expuestas en mesas de madera, e incluyen desde atuendo deportivo o informal hasta artículos electrónicos de muy dudosa perfomance, pasando por atavíos eróticos, calzado, lentes y juguetes. En casi todos los casos, las mercaderías son copias ilegales de marcas prestigiosas.
El ambiente resulta siempre animado por la afanosa prédica de los vendedores ambulantes, que ofrecen a toda hora comidas típicas de la región andina de América del Sur. Esto último aporta a la atmósfera del lugar un perfume entre acre y dulzón, que según la hora del día, puede encender en los estómagos alguna pequeñísima pero decente arcada, o como esa mañana, un profundo movimiento peristáltico en mi intestino.
Una cualidad que vigoriza el ejercicio del comercio en esta locación, resulta ser la buena disposición y el servicial respeto que demuestra el personal de vendedores masculinos. O por lo menos, eso fue lo que siempre creí. Hasta ese día.
Durante la mañana de la revelación, mi propósito era el de permanecer solo unos pocos minutos en el shopping. Por este motivo, luego de concretar el objeto de mi vista comencé a moverme con rumbo a la salida. ¡Caballero, vea esto! ¿Que precisa joven? ¿Señor; buscaba algo? ¿En qué puedo ayudarlo amigo? ¡Qué grato era sentir la insistente pero respetuosa demanda de los mercaderes! La nobleza del inmigrante trabajador y educado.
El recorrido llegaba a su fin. La puerta de salida del último pasillo permitía el ingreso del sol invernal, que iluminaba una porción de chapa acanalada en el último local.
Ese momento de sobria felicidad fue apenas empañando por un tenue dolor en mi bajo vientre. Menos por decisión propia que por las recientes dificultades en el control en mis esfínteres, lo que en otro momento de mi vida hubiera provocado solo un ignoto aroma putrefacto, generó además un largo y vibrante gas, que como golpe de karate, partió el espacio-tiempo en un antes y un después.
La ropa interior real estaba salpicada de excremento.
La misma voz educada que un segundo antes había expresado solícitamente “¿Puedo ayudarlo amigo?”, exclamó en un registro de hiena embravecida: ¡Ese sonido es un bálsamo para mi pene!
Ante la incredulidad sobre lo que acababa de escuchar, mi primer reacción fue la indeferencia.
Un clamor de barra brava se elevó entre las tiendas. Chiflidos, carcajadas, gritos libidinosos, piropos…
Mi mirada, siempre hacia el frente, detectó en la frontera del campo visual rostros de sonrisas dibujadas articulando gestos soeces, que estimulaban mi integración al evento.
Percibí el reflejo del sol veinte pasos delante mío y recordé la mirada casi perdida de Monzón, buscando el reloj del Luna Park, cuando Benny Briscoe le acertó aquella trompada antológica.
Evité un segundo gas, el del nocaut, utilizando toda la potencia que mis nalgas permitieron, pero sin interrumpir los pasos hacia el final del túnel.
Sabía que todas las miradas hacían blanco en mi trasero principesco.
Imaginé la vivencia de una vedette famosa al ingresar en un estadio de fútbol. O más claramente, saliendo de éste.
Mi mente vibraba como una comparsa.
¿Son los gases inevitables la marca de un ano dañado?
Así como ofrecieron gentilmente la mercadería; ¿Estaban los empleados, ante esta nueva realidad, ofreciendo los servicios de taxi boy?
¿Es la necesidad de venta lo que promueve, que ante cualquier nueva oportunidad, se redefina el producto a ofrecer?
¿Podría el bolishopping ser una meca para el turismo gay?
¿Existen culturas que recurren al aroma a excremento como afrodisíaco?
¿O lo único que buscaban los empleados, era hacerme sentir feliz para que regrese?
¿Serviría esta estrategia publicitaria para un Shoppping Center?
¿Me halagó la situación en algún momento?
¿Tendré el coraje de regresar al Bolishopping algún día?
Mis ojos, fijos en el infinito, se abrieron casi desorbitados. Esbocé una sonrisa, que como un garabato, cruzó mi rostro enardecido.
¡Qué lejos había quedado aquel vanidoso príncipe!
¡Qué extraña es la sexualidad humana!
Qué lugar tan raro es el mundo…
Un vendedor ambulante me ofreció pan de maiz.
Salí a la llanura.

Una incursión en el frágil imperio de los sentidos y, como regalo, un soterrado homenaje a la escena de compras en Rodeo Drive de la película «Pretty woman».
Respecto al desenlace, ya lo proclamó con su probado ingenio Manuel Vicent: «Cuando se abandona la estética cualquier causa está perdida».
sorpresiva narración, dificil de catalogar, de ahí su valor. valor como naarrativa y valor para contar este hecho. felicidades Luis Gazcón
Me imagino que ‘El principito pedorrillo’ no hubiera sido un título apropiado para el relato.
Mucha suerte.
Demasiado largo para una anécdota. Pero tiene «madera». Mi consejo es que intente aprender…
Muy bueno. No me he sonreído, sino que me he reído un montón. Y ádemás, está bien escrito.
Enhorabuena