Maite se mira en el escaparate y sabe que quien se acerca es Fernando Riera, lo que no sabe es que lo ve justo el último día de su vida.
Se abre la chaqueta pese al frío otoñal y, mecánicamente, pasa la mano por su cabello, que mantiene largo y espeso como el de una colegiala. Espera que él no note las pequeñas arrugas que han empezado a aparecer en su cara, ni tampoco las hebras blancas que salpican su pelo o que se ha atenuado el brillo de esos ojos que siempre lo fascinaron.
Fernando se demora en el paso de peatones y titubea antes de acercarse. Maite está segura de que, aun de espaldas, la ha reconocido y que sólo actúa así por los muchos años sin saber el uno del otro. Y también, imposible olvidarlo, por el remordimiento que sin duda arrastra. Se vuelve y lo examina con un amago de sonrisa que no llega a brotar de sus labios. Lo encuentra gastado, abatido, con una blandura en los movimientos que nunca le conoció. Mantiene su sempiterno aspecto de senador romano, aunque el de este día más se asemeja al de uno caído en desgracia que ha quedado a merced del populacho.
Maite lo mira fijamente. En sus ojos no ve la chispa de luz que turbaba sus noches y comprende que algo muy parecido a la pena lo tiene en ese estado. Se conmueve cuando recuerda que lo quiso con esa mezcla de entusiasmo y admiración que sus pocos años le hacían sentir por un chico algo mayor, retraído, con pinta de indefenso.
Se acerca a él, que se ha quedado plantado en mitad de la acera sin saber qué cara poner, y le ofrece las manos. Él se las toma mientras la mira como si volviera de otro mundo y, cuando va a besarla, Maite, con cierta brusquedad, lo abraza.
–Gracias por venir. Sabía que tú no me fallarías.
El cielo empieza a cubrirse de negros nubarrones que anuncian tormenta y dan a la mañana el aspecto irreal de un día de difuntos. Comienza a lloviznar y alcanzan la puerta de una cafetería cuando suena el primer trueno. Instantes después están sentados delante de sendos cafés que les ha servido un camarero taciturno, tan gris como el local, poco acogedor y extrañamente vacío.
–Me persiguen. Me van a matar. Necesito que me ayudes.
Ante la muda interrogación, Fernando suspira. Unas gruesas gotas, furiosas, comienzan a aporrear los cristales y convierten la calle en una espontánea maratón popular. La endeble luz del establecimiento vacila por dos veces sin llegar a apagarse. Las bocinas de los coches atronan en el atasco y un incívico motorista petardea con su vehículo por la acera.
–Ellos saben que lo sé.
–¿De qué me hablas? –pregunta Maite perpleja.
–Mis suegros, los dueños de la empresa. Lo he descubierto todo. Tengo que irme de aquí.
–¿Qué tal si te tranquilizas y me lo cuentas?
–Me siguen.
–Pero… ¿qué dices!
–Un hombre con gabardina. Un coche azul oscuro, con cristales tintados. Me siguen. Saben que lo sé –añade un Fernando cada vez más nervioso, que no deja de moverse en la silla.
–Por favor, ya los malos no llevan gabardina ni en las películas malas…
–Anoche me llamaron dos veces.
–¿Quiénes?
–Colgaron el teléfono.
Un hombre de unos cuarenta años y aspecto corriente entra en la cafetería. Se quita la gabardina, se sienta en la mesa de la esquina y, tras pedir algo, se enfrasca en la lectura del periódico. Sin decir palabra, Fernando se levanta y se dirige a los servicios.
Maite recuerda que lo conoció con quince años, un día que llegó a casa con su hermano. Desde el principio le gustó por su seriedad, por ese aire entre tímido y desvalido que nunca perdió con ella; aunque, años más tarde, hiciera lo que hizo.
–Nunca conocí a nadie con un nombre como el tuyo.
–¿Qué le pasa a mi nombre?
–¡Que es gerundio y subjuntivo! Y si de segundo llegas a ser Morgado o Pulido, serías gerundio-subjuntivo-participio. ¡Una cosa muy graciosa…!
Y no puede evitar sonreír ante su antigua estratagema para llamar la atención del “chico ese tan formalito” que decía mamá.
Maite aparta los recuerdos de un manotazo y quiere creer que Fernando delira, aunque esto no le encaja con el hombre formal, serio, equilibrado, que ella conoció. Sabe que se puede enfermar por la tensión, que él siempre fue muy responsable y que a este tipo de personas les afecta especialmente el estrés. Es imposible, piensa, pero la convicción con la que habla da algo más que miedo…
Al salir de los servicios, Fernando vacila al ver a Maite hablando con el hombre de la gabardina. Espera, pegado a la pared, con los puños crispados, a que este se vaya y entonces vuelve a la mesa. Ella nota su mirada de perro abandonado y el temblor de la voz.
–¿Lo conoces? –dice bajito mientras el miedo asoma a sus ojos.
–Me preguntaba por una calle –contesta Maite un poco incómoda. Lee en sus ojos una desconfianza que le duele, por eso alarga una mano y la pone sobre la suya.
–Maite, sé que no me lo merezco, pero necesito que me ayudes. ¿Puedo quedarme en tu casa? –y la mira a los ojos con una pena infinita.
–¿Qué es lo que pasa, Fernando?
–La empresa no es lo que parece. Lo sé todo y ellos no quieren testigos.
Cuando va a añadir algo más, mira por la ventana y su boca queda entreabierta como la de un pez recién sacado del agua en busca de oxígeno.
–Tenemos que irnos… –casi grita.
Fernando se pone de pie, deja un billete en la mesa y arrastra a Maite a la calle. El pánico se refleja en su cara mientras mira a un lado y a otro; inseguro, intimidado.
–¿No has visto el coche azul? ¡El coche azul, Maite! ¡Acabo de verlo!
Maite mira a su alrededor, desconcertada.
–Creo que será mejor que vayamos a mi casa, te tranquilices y me lo cuentes todo.
–¿Es que no lo has visto…? –pregunta incrédulo.
Maite lo mira con lástima, baja un pie de la acera y, ante un gesto casi imperceptible, un taxi se acerca solícito. Fernando se agita sin dejar de mirar a uno y otro lado.
–Cojamos otro, Maite –le susurra al oído–. Este nos estaba esperando…
Ella lo toma del brazo con decisión, desoyendo las airadas protestas del taxista, mientras intenta mantener la calma y, con un sereno tono de voz que dista mucho de ser el estado de su espíritu, le dice que lo mejor es ir a la policía. Fernando se estremece.
–Mañana me voy a… Bueno, no importa el sitio. Necesito quedarme en tu casa esta noche, no me atrevo a ir a un hotel.
Maite asume con pena la nueva muestra de desconfianza e intenta que no se le note.
–No me puedo creer lo que me cuentas. Fernando, los conozco desde que era una niña…
–No los conoces, Maite, te aseguro que no.
–Estás cansado, agotado con ese trabajo de locos. Todos los ejecutivos acabáis igual. Tómate unas vacaciones y lo verás todo de otro color.
–¿Es que no me crees? –pregunta Fernando casi en un lamento.
–Es imposible. No puede ser…
–Es posible. Puede ser, Maite, te lo aseguro –dice Fernando con convicción.
–¿Y Laura? –pregunta con los ojos bajos, a medio camino entre la vergüenza y la timidez.
–Ella no tiene nada que ver. Vive su vida. Seguimos casados aunque ya no vivimos juntos.
Maite lo mira con sorpresa. Fernando hace un gesto abatido, como de disculpa.
–Me equivoqué, Maite, nunca debí dejarte y es ya muy tarde para pedirte perdón –dice, y se le nota que se esfuerza por ser sincero.
–Prefiero que no hablemos de eso –contesta Maite con frialdad.
–Quiero que sepas, aunque no te lo creas, que en todos estos años no he dejado de pensar en ti –insiste Fernando sin mirarla a la cara.
–Ya me explicaste tus motivos en su día. Déjalo, es mejor así. Vamos a mi casa.
–Antes tengo que pasar por la consigna de la estación a recoger algo.
Ahora es él quien para un taxi. Vuelve la lluvia, con espesas gotas que acribillan la carrocería mientras Fernando no quita la vista del espejo retrovisor, sin perder detalle de los ojos del taxista. El agua provoca atascos y el viaje se vuelve tan desesperante como buscar en el teletexto. Un silencio espeso, casi tangible, invade el vehículo de cristales empañados. Maite empieza a decir algo, pero él le indica silencio con discreción y pide al conductor que pare ahí mismo.
–Queda poco, iremos andando.
Cuando salen del taxi ha dejado de llover. Cogidos del brazo caminan sin hablar, como si huyeran y alguien pudiera seguir el rastro que dejan sus palabras. La estación está al otro lado de la calle.
–Espérame aquí, es mejor que vaya solo.
Fernando empieza a cruzar con el semáforo en ámbar. De pronto surge, a toda velocidad, un coche negro que ha debido de estar agazapado como un depredador hambriento. El cuerpo de Fernando sale despedido por encima del techo, aterriza a muchos metros y otro vehículo le pasa por encima. El coche negro frena un poco y Maite distingue al volante una cara anodina con gafas de sol, que enseguida se pierde entre el tráfico. Corre hacia el corro de gente que rodea el cuerpo de Fernando y sabe que nunca podrá decirle que, a pesar de todo, hace años que lo ha perdonado y que volver a encontrarlo es lo mejor que le ha pasado en mucho tiempo. Cuando casi ha llegado a él, un coche azul con los cristales tintados frena bruscamente para no atropellarla.
El entierro es todo un acontecimiento social. Los padres de Laura, impecablemente vestidos y con gestos compungidos, van recibiendo las condolencias de todos los asistentes. Maite se ha quedado sentada muy cerca del lugar por el que han de pasar al salir. Se pone de pie cuando llegan a su altura y ellos, sin perder el envaramiento propio de la situación, la besan al reconocerla como la que por tantos años ha sido la mejor amiga de su hija.
–Laura ha tenido problemas con los vuelos y no llegará hasta mañana. Intentamos retrasar el entierro, mas no nos fue posible –dice su padre.
–La policía nos ha dicho que estabas con él cuando el accidente –deja caer doña Asunción Zúñiga.
–Me lo encontré de casualidad –miente Maite–. Hacía años que no nos veíamos.
Cuando quiere darse cuenta, Maite camina lentamente en medio de los dos, que la llevan tomada del brazo y le hablan con cariñosos susurros.
–Maite, tú sabes que para nosotros siempre fuiste como una hija.
–Tenemos que pedirte algo. Hemos hecho todo lo posible por desmentir los rumores, ya sabes lo que pasa con estas cosas…
–Tú estuviste con él y lo sabes, Maite, por favor, no queremos que nadie se entere…
Maite permanece muda e intimidada pese al agradable tono y las medias sonrisas que percibe. No deja de verse como el convicto al que acaba de atrapar la policía o –y se estremece al pensarlo– como el condenado a muerte que hace su último paseo.
–Psicosis paranoide, nos dijo el psiquiatra. Manía persecutoria para entendernos, aunque él no quería reconocerlo, ni se quería medicar.
–Después de tantos años, qué mal día te lo fuiste a encontrar, Maitechu. ¡Qué cosas tiene la vida! Pobre Fernando.

Inquietante a ratos, obsesiva en su conjunto.
Mucha suerte
Demasiado lineal…
Suerte.
¿Estaba loco? ¿o los suegros querían que pasara por loco? A veces los viejos amores solo traen problemas. Me ha gustado, es entretenido.
Suerte en el certamen.
Muy bueno tu relato, aunque le sobran algunos detalles innecesarios, pero me imagino los pusiste para adornar un poco el relato, no los necesita, este es bueno de por sí, te felicito amor.
Muy bien el logro de integrar en un relato breve aspectos sentimentales con asesinatos y corruptelas de empresa. Es muy difícil en tan poco espacio. Seguramente el esfuerzo por dejar al lector bien informado es lo que conduce a cierta sobreexplicación, aprovechando el mínimo resquicio en los diálogos, por otro lado muy bien escritos.
Lo mejor, el regodeo final en las satinadas apariencias sociales durante un entierro de cuerpo presente y viuda ausente.