El negro envejece, pensé, estudiándome en el espejo del living por enésima vez. La ropa, el peinado o el bronceado producen una gran diferencia en la percepción de la edad. Podrá tratarse de una creencia ingenua, pero de todos modos decidí cambiarme: elegí colores claros.
En diez minutos llegaba ella. Diez minutos para descifrar el enigma de los últimos catorce años.
El living la impresionaría: el invierno anterior había comprado sillones de cuero, un televisor lcd y cuadros nuevos. Originales. Ella fue siempre muy detallista y notaría la diferencia.
Repasé con la mirada: el ambiente debía ser perfecto. Acomodé los almohadones. Música, faltaba música. Recordé su banda preferida: Coldplay. Mientras empezaba “Life in Technicolor”, la primera canción del cd, me paré frente al espejo: acomodé un mechón de cabello rebelde al gel. Aprecié mi perfil y aspiré para esconder mi abdomen. El pensamiento me provocó una mueca parecida a una sonrisa. Sí, tomé conciencia de la cruel ironía: exultaba entusiasmo por una cita con la mujer que, catorce años atrás, me había humillado.
¿Para qué vendría? Su breve llamada telefónica sólo daba lugar a conjeturas.
Aquel día, el día en que se fue, me hundí en una pesadilla lenta y aplastante. Durante las primeras horas de su ausencia me estremecía hasta por el timbre del teléfono. No recibí ninguna noticia, ignoraba si había ocurrido algo terrible: un accidente, un secuestro. Por algún motivo, todas las opciones me parecían inverosímiles. Traté de localizarla: recurrí sin éxito a la policía, hasta estuve a punto de contratar a un detective.
A los pocos días abrí la caja fuerte de mi dormitorio. Y la verdad estalló frente a mis ojos.
Otra vez frente al espejo: no lucía nada mal.
¿Y ella? ¿Cómo luciría? Tenía veintidós la última vez que la vi, dando clases a ese chico. Acá, en este mismo living.
Muy repentino todo. Debí reconstruir la historia como si fueran partes de una porcelana partida en pedazos: el alumno de inglés, sus salidas injustificadas, la distancia durante los últimos días.
Sin embargo, la había perdonado. Cuando descubrí su bajeza, no tuve el coraje de buscarla, de denunciarla. Fui tan cobarde, que ni siquiera atiné a contarle la verdad a mis amigos: simplemente atribuí el fin de la relación a la diferencia de edad.
Timbre. Demasiado puntual.
Abrí la puerta, y su presencia me paralizó. Con la respiración entrecortada, la besé en la mejilla y le dije:
—Pasemos al living.
La seguí, apreciando sus juveniles curvas. Me alegraba una indefinida ilusión.
—Ernesto, qué difícil es. No sé cómo…
La contemplación de su imagen no dejó lugar al resentimiento. Pese a que su voz había enronquecido y su atuendo era más formal, irradiaba el mismo aura: ése que sólo vemos en el ser amado.
—Es muy difícil —dije— y muy inesperado también. ¿Para qué viniste?
Su torso erecto, tenso. Se frotaba las manos, blancas y delicadas. Como antes, cuando era mi ángel. La cabeza inclinada me privaba de su intensa mirada azul. Su pelo, ahora distinto, más claro, le ocultaba los hombros.
Me miró, y no pude resistir el recuerdo de esos ojos que tanto odié y añoré.
—Vine para pedirte ayuda —dijo—. Aunque, si decís que no…
—¿Ayuda? No supe nada más de vos. Te escapaste, me robaste.
Ocultó la cara entre sus manos y emitió un gemido, un débil llanto. Debí contenerme para no abrazarla. Como antes, cuando era mi ángel.
—No te pongas mal —dije, y dejé el brazo en el aire sin atreverme a tocarla—. ¿Estás enferma? ¿Qué te pasa?
—Necesito que me ayudes —dijo sin mirarme—. Un… problema económico. Plata, necesito.
La opresión en el pecho me ahogó. Tosí. Me levanté sosteniéndome del sillón con ambas manos. Quise gritar pero el dolor me dobló. El mismo desgarro, la misma herida que me provocaba la tan evocada imagen. Esa imagen, la que me había torturado durante catorce años: ella entregada a su estudiante.
—¿Cómo podés venir, así, a pedir algo? —dije en voz baja—. Andate, andate ya por favor.
Se paró de un salto y caminó hacia la salida. La seguí.
Tuve la urgente necesidad de retenerla. Se detuvo en el hall de entrada, con su cuerpo enfrentando la puerta, ocultándome su expresión. Giré el picaporte, pensando en preguntarle algo, cualquier cosa, buscando una forma natural de prolongar el encuentro.
—¡Metete para adentro y subí!
Fue todo muy confuso: el golpe en la frente, la sangre que me nublaba la vista y se deslizaba -tibia- por mi cuello. El hombre me empujaba por la escalera, agarrándome del codo mientras apoyaba un metal en mi espalda.
—¡Abrí la caja fuerte —me gritó—, viejo de mierda!
Pese al lógico mareo, pude verlo.
Su cara me resultó familiar: la misma repetida imagen pero más envejecido, como todos.

Como antes, cuando era un demonio. Y es que no cambian, ilusos. Nunca lo hacen. Bien narrado.
Mucha suerte.
No está nada mal; un final bueno, sin duda alguna…
Suerte.
Exceelente el mini relato, me gustó mucho y el final es de primera. suerte florentino
Recorre todo el cuento un brillo de desolación, fruto de la dignidad injuriada y herida del vejete. Cualquiera se lo imagina como un aristócrata cubierto de telarañas mentales y, seguramente, vecino de algún ratón.
No hay faltas, o, al menos, yo no las he visto.
Por lo demás, un relato bien redactado, con frialdad y voz lóbrega, que empieza con unas líneas primorosas y que acaba en sobresalto.
Felicidades.
Efectivamente, las caras en ocasiones suelen resultar familiares aunque el tiempo las vaya envejeciendo. Lo que no puede cambiar el tiempo es el espejo de la mirada.
(Hoy me encuentro filósofa..)
Saludos y mucha suerte