Veintiocho años después quedamos en El Café de los Angelitos, a la hora de la rubia, en la mesa de siempre, la que está junto a la segunda ventana de la calle Rincón.
La llamábamos la hora de la rubia porque apenas pasadas las siete y media de la tarde aparecía por la parte izquierda de la ventana una mujer despampanante, rubia, obviamente. Un metro setenta de altura, cabellos largos, lacios. Ojos como el cielo de verano. Labios húmedos. Noventa, sesenta, noventa a falta de tacto y a ojo de buen cubero. Largas piernas que se prolongaban en tacones de aguja. Caminaba hacia La Avenida Rivadavia. Durante los once segundos que sus pechos se movían de arriba abajo sincronizados con sus caderas de derecha a izquierda se interrumpía la conversación más vital. La visión de la mujer estaba por encima de toda discusión política y del River – Boca del domingo. Se paraban los relojes y los corazones. El silencio era el segundo protagonista. Nunca quisimos saber más de ella, ni de donde venia ni adónde iba. Éramos conscientes que de averiguar algo perderíamos esos once segundos de magia que nos regalaba el jueves.
“El Café de los Angelitos fue durante años una esquina deshabitada, con la tapia mortificante de una pegatina de afiches publicitarios y sus dos querubines en lo alto de la ochava clamando a la ciudad por una redención. Hoy, dispuestos a revertir esta historia de abandono y con la voluntad de otorgarle el esplendor que otrora enorgulleciera a los porteños, reabrimos sus puertas cerradas en mil novecientos noventa tres.”
Leí la noticia en internet. Hacía casi treinta años que me enamoré de una gallega y me vine a vivir a España. Encoñado, dijeron los muchachos entonces.
Ya les había perdido la pista a todos y se me ocurrió reunirnos, tal vez, en la última tertulia. Me puse manos a la obra. Llamé a todos los números de teléfono que recordada para contactar con el Tarta, el Loco, el Ingeniero, El Gordo y el Flaco.
Durante muchos años, los seis, fuimos militantes radicales de la tertulia de los jueves. No importaba ninguna vicisitud. Faltar, sólo nos lo permitíamos por fuerza mayor.
En el taxi camino del hotel veía a un Buenos Aires lívido, bacheado y envejecido, como si fuera un país comprado en los chinos, bonito y barato pero nada durable y sin garantía, por supuesto.
─ Así que vive en España ¡Que los parió! Ahí sí que están bien. Pensar que nosotros les decíamos boludos a los gallegos. Sí al final va a ser que los boludos somos nosotros.
Sabe que pasa don ─ seguía dale que te pego el conductor ─ Acá los gobiernos se roban todo, se roban. Les importa un carajo el pueblo. En cambio allá le tiran el hueso al populacho y les tapan la boca con una hipoteca, un coche y vacaciones, son más listos, son…
¡Pobre hombre! No lo escuchaba, yo sólo asentía con la cabeza. Al pasar por las calles adoquinadas de mi viejo barrio sentí algo de nostalgia. Quizás de melancolía. La casa de Susana seguía ahí, con su jardincito adelante. Me tenía loquito la hija del dentista, yo tendría nueve o diez años. En el descampado donde jugábamos a la pelota se alzaba una torre como de veinte pisos. La herrería fue remplazada por un supermercado. En lugar de la carnicería de mi viejo pusieron una inmobiliaria. De mi historia, poca cosa, algún que otro adoquín culpable de que mi madre me echara una bronca por haberme lastimado en las rodillas.
─ ¡Ey! Don, llegamos. Hotel Nuevo Sol.
─ ¡Ah! Perdone, venía distraído. Tenga, quédese con el cambio. Gracias. Bajé del coche y me quedé parado en la acera frente al hotel tratando de aterrizar, de vuelta, en el sur.
No lograba dormir, al otro día era la reunión. Desde mi habitación en el piso quince con la nariz pegada al cristal de la ventana recorrí la ciudad de norte a sur y de este a oeste buscando recuerdos e identidades en cada cuadricula. Así hasta el amanecer.
Después de desayunar fui andando hasta el centro, a pasear por la Avenida corrientes (la que nunca duerme) Entré en todas las librerías de viejo y usados. Volví a respirar ese olor atemporal mezcla de suelo de madera rancia, humedad de páginas amarillentas esperando el rescate y tabaco barato. Completé la mañana comiendo pizza en “Los Inmortales” pisando el mismo suelo que alguna vez transitaron escritores, artistas y bohemios.
Antes de la hora prevista entré al café, primitivo reducto de malandras y caferatas cuya traducción del argot corresponde a gente de mal vivir. Verdaderos «angelitos», según la socarrona afirmación del comisario quien, sin saberlo, le estaba dando carta de bautismo a uno de los más populares cafés de Buenos Aires.
Un bandoneón dibujaba un tango como fondo musical, busqué la segunda mesa junto a la ventana de Rincón. Llegue el primero, instintivamente me senté en mi antigua ubicación mirando hacia la calle.
Mientras saboreaba el café entraron por la puerta del chaflán tres hombres, adultos, mayores. Encaran para mi mesa. El más elegante, de pelo cano, vestido con un traje gris marengo, camisa negra y corbata a tono. Dubitativo me pregunta ─¿Sos vos?
─ Sí, Ingeniero, soy yo ─respondo al tiempo que me levanto para fusionarnos en un palmeado abrazo los cuatro.
Nos sentamos y en una ronda de café me pusieron, a grandes rasgos, al tanto de las novedades. El gordo estaba flaco, lucía barbudo, descuidado y con ropa desgastada. Perdió cuarenta kilos y todo su dinero a consecuencia de dos divorcios y otras tantas decepciones amorosas.
El flaco estaba gordo, muy gordo, como resultado de haber dejado la meditación trascendental para abrazar la política militando en la derecha burguesa.
El ingeniero, nacido en cuna de oro, mantenía la exquisitez en modales y lenguaje a pesar de haber dejado todo el dinero en las carreras de caballos y partidas de póker clandestinas. Continuaba alzando el dedo meñique al levantar el pocillo de café.
Distraídos con el reencuentro casi no nos dimos cuenta que un sesentón, delgado, de rostro aguileño, ojos de plato, un cigarrillo en la oreja y diversos abalorios colgando de su cuello se sentó en nuestra mesa ─Hola ¿llego tarde? ─dijo.
─ ¿Loco? ─le pregunto.
─Sí, Melena (me apodaban melena desde la adolescencia por mi prematura calvicie) ¿Cómo estás? Gordo, Flaco. ¿Comón sa ba? ─ ¡Che! Qué lindo que quedo el bar ─ pero sin la rubia nunca va a ser lo mismo ─agregó.
─Demasiado for export para mi gusto ─respondí. En cuanto a la rubia, todos soñamos con ella ─apostillé ¿Qué es de tu vida?
─Mira, más o menos, estoy igual sigo haciendo mi música y voy tocándola por la noche en garitos de escasa reputación. Paso la gorra y espero que un caza talentos me descubra ─decía mientras con las manos simulaba tocar la guitarra.
─Oíme, loco, ¿Fuiste a buscar al Tarta? ─ preguntó el flaco.
─ Sí, cállate. La mujer no me lo dejaba traer, le manifesté que la banda nos reuníamos después de veintiocho años y que el Tarta no podía estar ausente, le rogué, me puse de rodillas y le pedí por favor. Al final acepto, eso sí, le dejé la guitarra en garantía ─explicó el Loco con una voz ronca y lerda. Simultáneamente puso un jarrón en medio de la mesa.
Yo no entendía nada. Ante mi evidente desconcierto el Gordo me preguntó si estaba al tanto de lo que había pasado.
─No ¿Qué paso? Contá, contá ─quise saber.
El Gordo continuó con la palabra ─acordate que el tarta a pesar de su tartamudez era todo un Latin Lover. Salía con Mabel cuando la mina estaba de novia con el camionero e, incluso, la visitaba después de casada en ese departamento del primer piso en la calle Godoy Cruz donde fue a vivir con su esposo. Un día, hará unos cinco años, al marido le suspenden un viaje no sé porque causa y regresa a la casa cuando el Tarta y la Mabel estaban en plena faena.
Nuestro amigo salió al balcón de prisa y corriendo, coincidió que justo pasaba por allí un camión de la basura, sin pensarlo se lanzó en pelota picada con sus ropas en la mano. Lo encontraron una semana después sepultado en el vertedero.
─ ¡No me jodas! ─atiné a decir.
─Te lo juro por la vieja, dijeron los cuatro al unisonó mientras hacían la señal de la cruz besando el dedo índice con los labios.
─Entonces este florero…
─Sí, Melena, es una urna y dentro reposan las cenizas del tarta ─aportó el Loco.
─ ¿Quién de nosotros olvidaría las melancolías en que solía caer, en medio de las fiestas que, hacia el final de su vida, buscaba con más y más avidez? En tales momentos, cuando la diversión se expandía hasta desbordar, súbitamente, sin causa aparente, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos contraídas y su cara tornadiza, con espasmos de pena mental, denotaban una lucha a muerte con algún peligro desconocido ─recordó el Ingeniero con su locuacidad habitual.
─Peligros sólo existentes en su cabeza probablemente ─ musitó el Flaco.
─En los últimos tiempos, sin saber que iba a terminar como acabó solía recordar nostálgicamente nuestra juventud, los viajes de mochileros que hacíamos. En especial aquel que fuimos todos juntos al Perú y remontamos el camino del Inca hasta Machu Picchu ¿Se acuerdan? ¡Qué experiencia! Al respecto ─continuó el Loco ─me pidió en un par de ocasiones que sí le pasaba algo quería que arrojemos sus cenizas al viento desde el Huayna Picchu. Para nosotros, como están las cosas acá es un deseo imposible de cumplir, te podes imaginar.
─Premonitorio el Tarta ─sentenció el Ingeniero.
─ Qué los parió ─cerró el Loco.
Libertango, Milonga del ángel, Soledad, Adiós nonino, Balada para un loco… ¡Qué grande, maestro! Piazzolla a través de los altavoces del Café de los Angelitos puso el punto de melancolía esa última tertulia. El camarero trajo la cuenta excusándose de que es la hora de cerrar.
Tiramos unos billetes cada uno sobre la mesa como lo hiciéramos tantos jueves. Salimos, nos abrazamos y saludamos prometiéndonos vernos y hablarnos, a sabiendas que eran sólo expresiones de deseo. El Flaco y el Gordo tiraron por Rivadavia hacia congreso. El Ingeniero paró un taxi.
Como al Loco nada le parece una locura le dije ─ ¿Sabes una cosa? Tengo ganas de pasear un rato con el Tarta, deja que yo se lo llevo a la viuda ¿Dónde vive?
─En el barrio, arriba de la peluquería de Don Mateo. En el balcón hay un Ficus muy grande. Llévalo vos nomas, hoy no laburo. Mañana pasaré a buscar la guitarra y por ahí quien te dice… está buena la viuda.
─Chau Loco ¡Gracias!
─Chau Melena. Bon voyage.
Me apetecía caminar, Fui por Rivadavia hacia el oeste camino de Almagro, nuestro barrio, a unas veintipocas calles. A mitad de camino vi un negocio de pollos asados a punto de cerrar. ¿Y por qué no? ─me dije. Entré y pedí dos recipientes de aluminio, de esos donde se entregan los pollos para llevar, uno vacio y otro con cenizas del asador. La cara de estupor del dependiente se normalizó al ver el billete de veinte euros que dejé sobre el mostrador.
Anduve hasta la casa de la viuda, le deje la urna y, a la mañana siguiente, a primera hora, pasé por una agencia de viajes. Decidí hacer un alto en Perú antes de regresar a España.
234- La última tertulia. Por Jack León,Enviar a un amigo Imprimir
Inventos tan aparentemente inocuos como ‘Feisbuk’ hacen que estas reuniones dejen de exitir y queden en la nebulosa virtual.
Mucha suerte.
Relato sobre la nostalguia, me pareció un poco largo y con detalles innecesarios, pero interesante. suerte Jack
No está mal el relato, tal vez un poco lineal, pero no está nada mal…
Suerte.
Muy bien. Desde luego, creo que no es ni el primer relato ni el ciento y muchos que escribes.
No se me ocurre ninguna pega, ni lo deseo. Ha sido un placer leerte dejándome llevar y, sobre todo, disfrutar de la calidad de unos diálogos a varias bandas que suenan vivos y naturales, de un inicio de lo mejor, unas imágenes exquisitas y un final lúcido, seductor y ferozmente literario. A partes iguales.
Enhorabuena.