Como Bill Murray en “Hechizo de tiempo”, hubiera deseado vivir una y mil veces el mismo día y que nunca avanzara el calendario. Pero la realidad estaba muy lejos de la ficción y había llegado la hora de enfrentarla. Se levantó una vez más, tomó agua, fue al baño y volvió a acostarse, en ese estado intermedio donde el cerebro navega a dos aguas entre el sueño y la vigilia, donde suelen tejerse fantasías sin estar totalmente dormido. Recorrió cada episodio de su pasado y elaboró planes para el futuro, si es que realmente tendría uno. Revivió su tranquila infancia, junto a sus hermanos y sus padres en un pueblo de la provincia, ajeno al horror que invadiría a todos los rincones del país. Recordó su pasión por Delfi y su primer desengaño y. Luego vendría el accidente de sus padres y sus numerosos traspiés en la universidad, mientras que una nueva vocación que se iba abriendo paso a los codazos. Su capacidad de observación, su obsesiva pasión por los detalles, encontraría, por fin su cauce. El romance con Laura y el nacimiento del primer hijo. Sus otros hijos. Su carrera ascendente que convertiría el nombre de Narciso González en una garantía de eficiencia en la investigación de siniestros. Sus primeros síntomas, las consultas a los médicos y, por último, la radiografía que dentro de pocas horas le abriría una ventana a sus sueños o lo hundiría en la oscuridad final. Si la fortuna lo acompañaba, todo sería distinto, había aprendido la lección. Seguiría atendiendo su trabajo, aunque le dedicaría más tiempo a su mujer, a sus hijos, y a sí mismo. Tampoco era tarde para recuperar su figura. Debía dejar las pastas y volver a remar, no como un Forrest Gump acuático, pero sí lo suficiente para disfrutar del agua y el sol. Quizás, hasta podría desafiar al mar a bordo de un pequeño velero.
Y si no… consultaría otros médicos, probaría todas las alternativas y, sobre todo, trataría de aprovechar cada momento de su menguante existencia. Remontaría el río, gozando esa primavera incipiente que sería, tal vez, la última.
Se incorporó antes que sonara el reloj y revolvió el cajón de la mesita de luz buscando una aspirina. No sabía como había acumulado tantas cosas en un lugar tan pequeño: un calzador de plástico, una billetera vieja, un cordón de zapatillas (sólo uno), dos peines, una birome (para resolver palabras cruzadas), una linterna pequeña, un reloj viejo y un potpurrí de tickets, botones, alfileres de gancho y otras menudencias. De todo menos aspirinas. Se vistió en silencio tratando de no despertar a Laura y salió. Se encaminó hacia el bar, saludó al mozo, le encargó un café con leche con sus habituales medialunas y se instaló en su mesa preferida. Leyó el diario con desgano. Poco había mejorado el mundo en esas décadas que le habían tocado vivir. Sólo la tecnología se había desarrollado, vertiginosa, explosiva. Ninguno de los grandes problemas de la humanidad parecían solucionarse: el hambre, las guerras, la violencia omnipresente. Decidió caminar hasta el centro de diagnósticos. Envuelto en sus oscuras reflexiones se encontró de pronto, frente al escritorio de la secretaria.
No lo puedo creer, encontrarlo aquí, después de tantos años. Leí detenidamente su ficha: “Narciso González, casado, treinta y cinco años, tres hijos, investigador de siniestros”. No sé si decirle, parece que no me conoció ¿Será posible que me haya olvidado? ¡Fue todo tan lindo! Y yo fui tan estúpida de arruinarlo. Tiene motivos para odiarme. Lo cambié por Antonio. Era el mayor de nosotros, y todas estábamos locas por él. ¿Me habrá perdonado? Está más viejo, pero no le quedan mal las canas. Y algo panzón, también ¡con lo que nos gustaban las pastas! En ese entonces podíamos comer como jabalíes y no engordábamos un gramo. Con un par de sesiones de gimnasia lo pondría en línea enseguida. En cambio a la ballena de Antonio, ni con un by-pass gástrico lo salvan. En el cerebro le tendrían que hacer un by-pass. Para peor los pibes salieron al padre, un día de estos me van a comer a mí. La única que se mantiene igual soy yo. No igual-igual, pero todavía me dan menos de treinta… a veces, bah. Ambos queríamos ser médicos. Se ve que se arrepintió, o no le dio la talla. Es una pena, ninguno de los dos lo logró; yo vine a estudiar aquí y él se fue a Córdoba, a casa de unas tías, creo. Nunca más nos vimos. Después me casé, nacieron mis hijos y tuve que abandonar los estudios. Me tuve que conformar con ser “Delfi, la secretaria”, en lugar de “la doctora Mangiaterra”. Y él: investigador de no-se-qué-mierda, ojalá que le guste. No lo veía en el papel de médico, demasiado flojo para eso. Quedó destruido cuando murió el padre. Se puso obsesivo con su salud, espero que se le haya pasado. En esa época nos hicimos amigos, cuando empezamos la secundaria, si bien ya lo tenía visto del barrio. En Piedritas nos conocíamos todos. Íbamos mucho al cine. A él le gustaban los dramas ¡cómo lloré con La historia oficial! Yo me copaba con las de acción. ¡Qué bueno estaba Christopher Reeve!, lástima que se cayó del caballo. Cuando jugaron el mundial, mi viejo compró un televisor de 29 pulgadas y nos juntábamos en casa, toda la barra, para ver los partidos. Nos quedábamos afónicos gritando los goles de Maradona. Fue como una revancha por lo de las Malvinas. ¡Con qué poco nos conformamos! Hasta Dios estuvo de nuestro lado. La historia se escribe así, todo se decide en un instante: si el árbitro no hubiera estado distraído, y el Diego no hubiera cometido aquella irreverencia, no hubiésemos sido los campeones.
¿Se habrá casado con Laura? No me extrañaría, cuando se convenció que Antonito la ignoraba, lo empezó a seguir a sol y a sombra al pobre Nar. La tonta fui yo, que se lo serví en bandeja. Ella levantó la mano en el momento justo y yo estaba mirando para otro lado. Quizás éramos demasiado jóvenes. Yo no pierdo las esperanzas: la vida siempre te da una segunda oportunidad. Tenía cara de preocupado cuando vino a hacerse la radiografía. Ahí viene, siempre puntual.
– Buenos días.
– Buen día.
– Vengo a buscar una radiografía.
– ¿Usted era… González, verdad?
– Sí, Narciso González.
– Ahora se las busco – (le tiembla la voz ¿me habrá reconocido?)
Los pocos segundos que tardó la mujer en ubicar su informe le parecieron eternos.
– Deben ser éstas: Narciso González – (… desvirgado por Delfina Mangiaterra).
Escrutó el rostro de la secretaria, tratando de descubrir algún indicio que aliviara su angustia. Encontró una sonrisa amable, ajena a la gravedad del momento.
– Fírmeme aquí por favor – (¡cómo me miró, seguro que me conoció!)
– Cómo no.
Se va el tonto, siempre el mismo cobarde.
– ¡Señor González! ¿no tiene nada para decirme?
– ¡Ah, sí!, disculpe: muchas gracias, señorita.
No nos ponemos de acuerdo, Nar. Esta vez yo levanté la mano, y vos estabas papando moscas. Habrá que esperar otros veinte años.
Abrió tembloroso el sobre e intentó descifrar, entre una maraña de términos médicos, el veredicto que decidiría su suerte. Como Woody Allen en “Los secretos de Harry”, confirmó que la palabra más hermosa del mundo es “benigno”. Sintió que las rodillas se le aflojaban, atravesó la puerta casi suspendido en el aire, llenó sus pulmones con la brisa de setiembre, saboreó cada molécula de aire y se dispuso a gozar de este portentoso regalo que el destino le había concedido.
Laura lo vio llegar, percibió la felicidad que irradiaba y con un dulce gesto, le inquirió:
– ¿Y… tendremos que seguir soportándote unos años más?
– Sí, Negra. Por esta vez zafé.
Ella suspiró, acarició sus incipientes canas con aire maternal, y le dijo:
– ¡Ay, Nar, tanto lío por un dolor de espalda! ¡Estás cada día más hipocondríaco!
– Tenés razón, Negra, a veces se me va la mano. ¿Creés que merezco un buen plato de ravioles?
235- Pobre Nar. Por Juan de Allá,Enviar a un amigo Imprimir
Creo qeu pocas cosas hay peores que estar pendiente de un diagnóstico que indique si la línea de meta está cerca.
Mucha suerte.
Buen cuento. suerte
Lo mejor que se puede decir de este trabajo es que está cercano a ser un relato más del «montón»…
Interesante historia. Buena suerte
Hay una intención evidente por desgranarle al lector el pasado de ambos personajes centrales; y se consigue mediante el recurso a la tercera persona en el caso de él, y a la primera en el caso de ella. Había que contar cómo les fue de jóvenes y lo has contado con total determinación.
La única pega es que en esos párrafos rememorativos el vertido de información está metido con calzador. Como que no hay más remedio y ahí va eso.
La historia en sí es una anécdota vital corriente y moliente, de las de todos los días, pero fabulada estupendamente por virtud de una escritura bien llevada y sin faltas.
Original el diálogo con intercalados del pensamiento ansioso de la mujer.