Le gustaba sentarse en el porche de la casa para ver atardecer. Era el mejor momento del día. En su vieja mecedora, cogiendo con ambas manos su tazón de malta y leche caliente, se dejaba hipnotizar por esa deslumbrante esfera de intenso color de fuego que lentamente descendía por el cielo hasta el horizonte y estallaba entre las nubes en una bellísima escena de rosas, rojos y anaranjados.
El silencio, tan profundo como intenso, se rompía a cada tanto por el canto distante de las últimas aves de la tarde o el eco del aullido lejano y melancólico de algún perro vagabundo.
El aire, rendido a los pies de la tarde, placido al fin, recogía los aromas de la tierra y de su hogar de siempre, componiendo la fragancia conocida y entrañable que la iba transportando a través de sus recuerdos a otro tiempo más feliz.
No siempre vivió allí sola. Los recuerdos, como las olas de un lago, se acercaban a su orilla, dulcemente. Muchas voces acudían a su memoria y las risas, los gritos y los olores, haciendo vibrar el aire de entonces, acariciaban sus sentidos, calentándole el corazón.
Olor a café y a su padre, a buñuelos y a su madre. A ropa recién planchada a mazorcas, al regazo de su abuela, que la enseñó desde muy niña, siendo ya casi invidente, a contemplar los atardeceres con sacra actitud ceremonial desde esa misma mecedora en la que ahora, sola, se balanceaba.
Los aromas, los sonidos y la gente se le entremezclaban en el alma, construyendo sus imágenes queridas, tantas veces recreadas en sus tardes de añoranza. Y los ecos de esas voces entrañables resonaban todavía en sus oídos. La voz de su madre, de su hermana, las de de sus primos en verano, la de su madrina Fidelia, la cubana, cuyas carcajadas alegres y desbocadas llenaron de vida su infancia y el hogar de sus recuerdos.
Tantas tardes disfrutadas en ese mismo escenario. Tantos seres queridos, tantos juegos, charlas, peleas, risas, lagrimas y también…besos. Recuerdos de besos furtivos en sus estíos en flor, escondidos entre las sombras azuladas de los atardeceres largos, secretos, prohibidos… Palabras tiernas y proyectos compartidos con algún chaval, desdibujado ahora por el paso del tiempo, que se marchó un día lejanísimo, dejando desmadejados aquellos cándidos sueños de su primera juventud.
Inolvidables días pasados para siempre. Momentos malos y buenos guardados como un tesoro en el hueco de su pecho, tan vacío como frío, a fuerza de no tener desde hace ya tanto tiempo alguien a quien estrechar.
Recuerdos tristes del día en que se fue su hermana a estudiar a la ciudad y ya no regreso más. Alegres, en cambio, los del día de su boda y felices aquellos primeros años de muchacha dichosa y recién casada, viviendo con su marido aquí en su querido hogar, rodeada de todo lo suyo.
Pero el recuerdo más hermoso entre todo lo que era hermoso era el de la plenitud del día en que su hijo nació. Su pequeño y querido Juan. Hermosa era su sonrisa, sus ojos, su carita tierna. Hermoso niño, hermoso joven, hijo de su corazón.
Nada le faltaba entonces. Era tan feliz así que no supo darse cuenta que era pura necesidad el afán de su marido por marchar lejos de allí. No supo ver lo que ahora sentía tan evidente. No comprendió que él allí no era feliz. Que se ahogaba, que sus sueños se escapaban y que él quería vivir. La esperó por mucho tiempo, demasiado, podía entender ahora, pero en aquel pasado inmutable, por más que él lo intentó, no consiguió arrancarla del refugio de su hogar. Finalmente, una tarde se marchó. Ella, con el corazón roto, lo vio alejarse abatido. El abrigo en una mano y en la otra una maleta. Su silueta triste recortada contra el leve sol de invierno se perdió tras el horizonte al igual que se perdió tras ella, un pedazo de si misma.
Debió correr tras sus pasos. Debió marcharse con él y dejarlo todo. Todos sus recuerdos, su gente, su tierra adorada y empezar la nueva vida que tanto le pidió él. Pero no lo hizo. Lo dejó marcharse solo, quebrado, rendido. Tal vez sintiéndose segura en su creencia de que tarde o temprano, habría de volver de nuevo hasta sus brazos, hasta su calor y el de ese hogar que a ella le sostenía, y a él, ahora se daba cuenta, le hacía morir en silencio.
Y nunca más regresó. Atrás quedaron los días felices de joven esposa. Se quedó sola, con su pequeño y sus padres en su casa, en su tierra, en su mundo. Ella sin marido y su hijo sin padre. Cada tarde desde el porche, mientras el niño jugaba, ella, mirando el crepúsculo, encontraba una y otra vez, como en un juego, la esperanza renovada del retorno inminente, del reencuentro, de la nueva oportunidad. La realidad sabía que eran solo fantasías, pero ella con un gesto, la apartaba negándola, para poder seguir meciéndose en sus ensueños de atardecer.
Así pasaron los años y un día, llegando ya primavera, murió su madre. Recuerdos de las campanas tañendo al atardecer. La figura de su padre triste, negro, encogido. Juanito, el niño, de negro luto de entierro. Mucha gente aquella tarde y un hueco vacío e inmenso en su corazón. Sin ella las tardes se hicieron tristes y extrañas. El viudo anciano, siempre en la mecedora del porche, se quedó como ausente, dejando pasar los días y las tardes con la mirada perdida en el rojo cielo de abril. Solo a veces la voz del niño o su propia mano de hija acariciándolo, provocaba apenas alguna sonrisa en el viejo triste.
También él acabó marchándose, y con su muerte murieron los restos de aquella niña que fue y que todavía, en su otoñal madurez, guardaba en el alma las muñecas y los sueños de los tiempos de ese ayer.
El peor, el más terrible y el más amargo de sus recuerdos también llegó, como llegaba cada tarde. Recuerdos de aquella guerra y del hijo que le robó. El hijo de sus entrañas al que ella tanto había amado, la vida le arrebató. Aquella absurda guerra, tan necia, tan cruel y asesina, arrasó para siempre su mundo sobre esta tierra, su hogar y su corazón de madre. Nunca le dieron su cuerpo. Ni ese consuelo quedó para su alma. Nunca más lo volvió a ver. Por eso, sola, sentada en su mecedora mirando el atardecer rodeada de sus recuerdos, sus imágenes y su amor de madre marchita, pasaba las tardes.
Cobijada en las presencias de su ayer volvía a la vida, en esas horas absortas, perdidas en su pasado y halladas en sus recuerdos.
Sintió frió. Un suspiro profundo la trajo a la realidad. Era ya noche cerrada. Sus dedos estabán fríos y aferrados a la taza helada y vacía. Las estrellas brillaban en la noche oscura. Se levantó despacio y arrastró sus pies hacia la puerta de su casa. Iba a entrar pero se detuvo. Una intuición imposible. Un segundo, dos… y entonces, una voz…
-¡Madre!
Se giro muy lentamente, contenida la respiración, sobrecogida el alma y… ¡lo vio!
-¡Hijo! ¡Hijo mío! ¡Me dijeron que…!
Un abrazo. El abrazo. Un hijo entre sus brazos. El mayor regalo, el más anhelado…y la vida lentamente, volvió a latir otra vez.
236- Recuerdos. Pluma de Aguila,Enviar a un amigo Imprimir
Huele a otoño, a tarde lánguida, a anochecer incipiente.
Mucha suerte.
Bonito relato pero con un final predecible. suerte
Nostalgia «pura y dura», nada más…
Creo que le falta que ocurra algo, lo que sea, aproximadamente por la mitad del texto.