premio especial 2010

 

May 31

«Un año; nada menos que un año juntos». 

Caminaba con paso firme, alegre, mientras oía cómo las hojas amarillentas crujían bajo sus pies.

La verdad es que el tiempo se le había pasado volando. No se extrañaba de aquello, pues cada día que pasaba con Sofía parecía escurrirse entre sus labios y los de ella, como si de un suspiro se tratase.

Agitaba las rosas con nerviosismo. Eran rojas, como a ella le gustaban. Había doce en total; una por cada mes que ella le había hecho sentirse único.

Nadie iba a estropear aquel día, ni siquiera Phil.

Sofía siempre había intentado que las cosas fuesen distintas entre ellos dos, pero cada vez que ella insistía reaccionaba con violencia.

La relación con su padre jamás trascendería del apretón de manos, aunque aquello no había sido siempre así, al menos hasta que murió su madre. Daniel lo tenía muy claro: el hecho de que Leire hubiese fallecido no era ninguna excusa  para que ahora su padre se acercase tanto a Sofía.

A la semana de morir Leire, Daniel ya sintió cómo su padre se interesaba por Sofía. Él no quiso echárselo en cara, pues sabía que Phil tenía problemas de corazón y, en medio de la situación tan delicada que vivían, cualquier discusión salida de tono podía causarle un paro cardíaco. Sin embargo, su interés fue cobrando fuerza con el tiempo, y ahora, tres meses más tarde, parecía haberse vuelto una obsesión, algo que Daniel no estaba dispuesto a tolerar. Ya hacía mucho tiempo que había decidido tratarlo con frialdad. Pero aquello ya no importaba.

Se aproximaba con rapidez hacia la casa. Quería que su abuelo Karl le ayudase a preparar una cena romántica.

Karl había sido siempre un fiel amigo para Daniel; nunca le falló, y siempre estuvo a su lado cuando lo necesitó. Tal era su confianza que su abuelo le había revelado algunos secretos que jamás había contado a Phil, como podía ser una trampilla del tercer piso que llevaba a una habitación en la que guardaba sus más preciados recuerdos, o el revólver situado en la mesilla de la entrada de su casa.

Recordó que Sofía le había preguntado si iba a estar en su casa, por lo que decidió llamarla y asegurarse de que no estaba allí. Sacó con dificultad el teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta y marcó su número. Pasaron unos segundos, y se oyó una voz acalorada.

–         ¿Sí?

–         Sofía, te llamo para recordarte que hoy paso por tu casa a las nueve de la noche; lo digo para que estés lista para cuando vaya.

–         ¡Ah, bueno! Está bien. – parecía ocupada – No te preocupes por eso, cariño. Ehhhh, ¿y dónde estás ahora?

–         Pues en estos momentos estoy llegando a mi casa – y añadió – ¿y tú?

–         ¿Cómo?, ¿qué…? ¡No! ¡Phil! – en ese momento se oyó un fuerte ruido, y se cortó la conversación.

Daniel se paró en seco.

–         ¿Sofía? – exclamó – Sofía, ¿estás ahí? – no se oía nada – ¡Sofía!

Estaba aterrorizado; ¿qué había pasado? Había escuchado un golpe fuerte, pero nada más. Se acordó entonces de lo último que había dicho: «¡No! ¡Phil!» Un escalofrío le recorrió la espalda. Una idea comenzó a tomar forma en su cabeza: Phil.

Comenzó a correr hacia su casa. Las rosas se tambaleaban con violencia, y a su paso iba dejando una estela de pétalos rojos. Al momento llegó a su casa.

La puerta principal estaba abierta de par en par. Subió las escaleras y traspasó jadeante el umbral.

Karl estaba de espaldas, tieso. Se acercó a él. Fue entonces cuando lo vio.

Sofía estaba echada sobre el suelo, inmóvil, entre las escaleras y su padre. Phil estaba también de espaldas a él, de rodillas, con la cabeza gacha. Sus brazos colgaban sin fuerza de sus hombros. De sus manos goteaba sangre.

No daba crédito. Sus peores temores se habían confirmado: su padre la había matado, y había esperado a su aniversario para hacerlo.

Un terrible odio comenzó a inundarlo. Ladeó la cabeza; no quería verlo.

Su reflejo lo observaba desde el espejo de la pared; su rostro estaba duro como la piedra, y sus ojos, oscuros, destellaban ira. Lo iba a matar. Su mirada se posó sobre la mesilla de caoba, y en ese preciso instante recordó el secreto de su abuelo.

Como un autómata, se acercó a la mesilla y abrió el cajón. Ahí estaba el arma, pulcra y engrasada, con cierto aire expectante, cómplice del deseo.

Asió el revólver con fría tranquilidad y lo observó por unos segundos, meditando la posibilidad. Alzó su mirada; todo seguía igual, de hecho nadie se había percatado de él.

Apuntó a la espalda de su padre, en el lugar en el que su corazón daría sus últimos latidos. Apretó el gatillo. Se oyó un leve chasquido, pero nada más. Lo intentó de nuevo, pero obtuvo la misma respuesta.

«Maldita sea; está toda oxidada», pensó para sí. Perdió el control, y comenzó a apretar el gatillo con insistencia. En ese momento su abuelo lo oyó y se volteó.

–         ¡No, Daniel! – exclamó al verlo.

Al oírlo, Phil se giró hacia él. Su expresión revelaba un dolor desgarrador, pero, al ver a su hijo apuntándolo con el arma, pareció sorprenderse.

Daniel lo odió hasta el extremo. Su cabeza le repetía una y otra vez la misma palabra: «¡Mátalo!». No obstante, el revólver no parecía querer obedecerlo. Se figuró que Karl le había quitado las balas.

Miró a su abuelo, que lo miraba como si no lo reconociese, y luego a su padre. Recordó su problema de corazón.

Sin pensárselo, se situó la punta del revólver sobre la sien y disparó.

–         ¡No! – había gritado Karl.

Su padre se desplomó.

Al ver esto, Daniel salió de la casa, y empezó a correr sin rumbo fijo.

Sus ojos comenzaron a desbordar lágrimas, y su corazón se contraía dolorosamente. Sentía una voz interior que gritaba: «¡Asesino, asesino!».

Creía sentir cómo las personas con las que se cruzaba lo acusaban silenciosamente; empezó a correr desviando la mirada hacia el asfalto que pisaban sus pies. De este modo llegó a un puente cercano, donde se paró. Se aferró fuertemente con sus manos a la barandilla. Le parecía que la cabeza le iba a estallar.

Bajo el puente el río avanzaba con ímpetu. Las intensas lluvias de los últimos días lo habían llevado a su nivel máximo. Una idea fugaz cruzó su mente: si saltaba todo acabaría. Era tan fácil cortar con todo ese dolor, tan sencillo dejar de sufrir…

Respiró hondo. Intentó serenarse; no podía cometer otra estupidez. Sofía estaba muerta por culpa de su padre; seguramente también él lo estaría en esos momentos. Ya había perdido mucho; no era necesario ni lógico acabar del mismo modo con su vida.

Debía tranquilizarse. «Está bien: no te precipites». Ciertamente, era una tontería quitarse la vida; no iba a proclamarse verdugo de su propia existencia.

Su expresión se relajó; también sus manos, que dejaban entrever la presión de sus venas.

Se rió por lo bajo. «Has estado a punto de cometer la mayor estupidez de tu vida». Observó un parque cerca del lugar. Se aproximó y se tumbó en uno de sus bancos.

Lo hecho, hecho estaba; ya no había nada que hacer. Lo único que le quedaba era esperar; esperar a que todo se arreglara. Cerró sus ojos enrojecidos y, para cuando los latidos de su corazón se sosegaron, cayó en un profundo sueño.

La luz del sol lo despertó. Estaba encogido en el banco; hacía mucho frío. Miró la hora: eran las diez de la mañana, del domingo. Se sorprendió de lo rápido que había pasado el tiempo. Se irguió en el banco y, frotándose las manos, hizo un repaso de todo lo ocurrido el día anterior. Tenía la esperanza de que todo hubiese sido una pesadilla.

Se puso de pie y se sacudió la ropa y el pelo de hojas secas. Empezó a caminar tratando de mantenerse lo más aislado posible del frío. En cuestión de minutos llegó a su casa. Abrió la puerta; estaba cerrada a doble llave. No se oía nada ni  a nadie. Recorrió las habitaciones, pero estaban todas vacías. Salió de casa y se dirigió a la de los vecinos para averiguar si sabían algo. Llamó al timbre, pero nadie respondió.

Estaba inquieto. Anduvo cabizbajo calle abajo, hasta llegar a la parroquia a la que tanto él como su padre solían  asistir en los días de fiesta. Nada más avistarla descubrió un coche fúnebre en la entrada.

Penetró caviloso al interior de la iglesia, y observó que los bancos estaban ocupados por personas a las que conocía; muchos eran conocidos de su padre. Asimismo reconoció a algunos familiares de Sofía. Vio también dos ataúdes, uno negro y otro de color marrón, frente al altar. Caminó paralelo a una hilera de bancos; todos los asistentes iban vestidos con trajes oscuros, predominando el negro, y el silencio era sepulcral, roto de vez en cuando por un sollozo espontáneo. Buscó con la mirada a algunos de sus conocidos, pero parecían muy concentrados en la escena. Se sentó en un banco desocupado, cerca del ambón. Sentía vergüenza por no estar en la primera fila, siendo hijo de uno de los difuntos, pero se excusó pensando en lo que Phil le había arrebatado. Le pareció absurdo que hiciesen el funeral de Sofía junto al de su propio asesino.

Todavía lo estaba pensando cuando vio a su abuelo Karl en uno de los bancos de la primera fila; estaba destrozado. Daniel sintió remordimiento; se imaginada que su abuelo se sentiría responsable de la muerte de su hijo, por el revólver. Pensó en hablar con él una vez finalizase la misa.

El sacerdote se situó frente al ambón y comenzó la homilía. Entonces Daniel dirigió su atención a los ataúdes. A su padre no lo podía ver, pues el ambón ocultaba el ataúd desde donde él estaba. Pudo, no obstante, ver a Sofía. Estaba pálida e inmóvil, como petrificada. Sus labios, normalmente rosados, estaban blancos, y sus mejillas, a menudo enrojecidas, habían perdido su calidez.

Se le desgarró el alma, y gruesas lágrimas asomaron por sus ojos. Definitivamente, odiaba a su padre. Se alegraba al menos de que no estuviese vivo para relatar su particular hazaña.

El sacerdote terminó la homilía, en la que hablaba de la misericordia de Dios y del perdón de los pecados. Entonces hizo una señal hacia el banco en que estaba  su abuelo. Daniel se imaginó que estaba invitando a Karl a acercarse, pero su abuelo seguía replegado sobre sí mismo, al margen de todo. Vio que alguien se levantaba y caminaba hacia el ambón, pero las cabezas de los que estaban en las filas de delante le impedían verlo con claridad. Subió las escalinatas, avanzó hasta el ambón y se situó de cara a la concurrencia. Era Phil.

Daniel no pudo dar crédito a sus ojos; estaba atónito. ¡Su padre estaba muerto! Un horrible pensamiento cruzó su mente.

Se levantó del asiento. Su corazón golpeaba descontrolado contra su pecho. Corrió hasta el ambón y lo sorteó hasta que estuvo delante del ataúd negro. Ahí estaba él, Daniel, blanco como la cera, con un disparo sobre la sien. Todo el mundo se le cayó a los pies. Oyó a su padre cómo hablaba entre sollozos.

«Siento que todo haya acabado así, que tú, hijo mío, estés ahí, en el lugar en el que debería estar yo. Siento no haber podido evitar la muerte de Sofía cuando se precipitó por las escaleras. Estábamos preparándote una fiesta sorpresa por tu aniversario, y algo le dijo quien hablaba con ella por el teléfono, que la alteró y le hizo perder el equilibrio. Desde que murió Leire tuve miedo de que le ocurriese lo mismo a Sofía, y traté siempre de protegerla, de evitar que sufrieses lo mismo que yo  sufría. Siento haberte fallado. Te quiero, hijo mío, y lo seguiré haciendo hasta el final de mis días. Perdóname.»

246- Perdóname. Por Astérix, 5.9 out of 10 based on 12 ratings

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5 Responses to “246- Perdóname. Por Astérix”

  1. HÓSKAR WILD dice:

    Ni a los escritores de la Grecia clásica se les habría ocurrido una tragedia así.
    Mucha suerte.

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  2. minerva dice:

    !Qué relato más enrevesado! Primero quise encontrar el móvil del crimen, después todo parecía un sueño y al final el muerto es el vivo. En fin, imaginación no te falta. Mucha suerte.

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  3. la ciudad dice:

    No está mal escrito, pero…

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  4. Antístenes dice:

    Menudo embrollo…

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  5. Yucatán dice:

    Con lo prácticas que eran aquellas listas de personajes ordenados alfabéticamente, destinadas «tanto al lector despistado como al meticuloso»…

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