Otra vez de camino. Repaso la cesta. Pantalón, camisa, chaqueta y dos mudas. Todo limpio, planchado, convenientemente remendado y doblado. Sobre la ropa, envueltos en doble capa de estraza, pan, queso y pescado seco. Por último, jabón y tabaco. Siempre tengo miedo de olvidarme algo; un miedo desproporcionados y agudo que enraíza bajo el ombligo cuando hago algo irreparable y que vuelve cíclicamente poco antes que su recuerdo. La mano se me va a la tripa. La siento floja, vacía; árida como la tristeza que deja toda perdida. En mi mano juegan los dedos de Paco; arañan mi palma para pedirme que lo coja en brazos, como hacías tú, de novios, para pedir un beso. Lo miro y veo tu cara. Otra vez tendré decirle que no. Son ya tantas.
Me pesan los pies, se ralentizan; el camino es duro y la carga fatiga, pero es tu cercanía la que nos frena. La arena del camino se mueve dentro de los zapatos y me roza la piel hasta que el sudor la neutraliza. Trato de no mirar, pero lo hago, salvando la cesta, para sentir verguenza de mi calzado y más de mi coquetería. Siempre gusté de llevar buenos zapatos, lo sabes, y a fe que los disfruté mientras no los hube de cambiar por otras cosas. No habrá ocasión de usarlos y, aún así, los echo en falta cada vez que abro el armario y veo el espacio que ocupaban bajo las perchas también vacías en las que colgaban tus trajes.
El camino gira con el mar y la Torre de piedra se alza con la espuma frente la cárcel. Al Llegar a la garita el alma se repliega. El guardia de turno deja el bocadillo, limpia la boca en la manga de la guerrera y se dispone a identificarnos. Revisa la documentación, vacía el contenido de la cesta sobre el mostrador en el que comía y lo inspecciona sin atención ni cuidado. Veo con asco como tu chaqueta se llena de migas. Fuerzo una sonrisa insulsa mientras desvío la vista hacia el patio y aguanto las ganas de reprobar su falta de tacto. Con caligrafía pareja a sus modales anota mi nombre junto al tuyo. Me devuelve la cesta hecha un manojo y se despide como un “sabe como va esto”.
Reorganizo el desbarajuste y tiro. Paco llora sudoroso, cansado y fuera de sitio. Es tan pequeño. No es lugar; no sé por qué lo traigo. Le saco el abrigo y, dejando los escrúpulos, abulto con él mi tripa. Disimulo, por fuerza, para evitarnos la lágrima que colme el vaso.
Ya en la sala, Paco, como siempre, se acurruca a tu lado y respira tu aire. Hablamos poco, cogidas las manos sobre la mesa. Ya no lloro como al principio. La costumbre y la guerra hasta eso me han robado. Repasamos la salud de la familia. No hay intimidad para besos ni permiso para abrazos.¿Cuántos nos habrán robado ya? La cesta, bien recibida, no se celebra por respeto a los que ni comen ni lo harán más. La examinas de forma extraña. Vacías con mimo su contenido y, mientras lo apilas sobre la mesa, el recuerdo de tus manos desabrochándome la blusa atraviesa mi cabeza. Me pides que me lleve el cesto de vuelta y lo dejas a tus pies. El pequeño y mi tripa, más grandes, son lo único que, a estas alturas, ilumina tu cara. Paco te mira como a un tazón de chocolate caliente. Y ahí la respuesta: por eso lo traigo. Te veo bien, algo nervioso. Escucho, callo y dejamos pasar el rato. Incluso aquí, dejamos pasar el rato. Toca la sirena. Me devuelves el cesto como un tesoro, señalándolo con los ojos de manera singular a la caída del último beso, siempre con sabor definitivo. Aspiro hondo. Guardo tu olor en mis entrañas; lo único que crece en ellas. Necesito correr hacia puerta, pero me aguanto.
Coloco el abrigo de Paco en la cesta y nos vamos por donde vinimos. El trayecto de vuelta es más largo y frío. La Torre gris, el mar gris y alma que no asoma. Paco, otra vez, llora. Aun agotada, lo tomo en brazos y me reconforta. Siento el calor de su moflete en mi mejilla, la sensación acogedora de carne sobre carne. Una lágrima suya sigue su curso sobre mi mejilla. Me siento rara. Mi piel agostada se alivia, añorando sin querer lágrimas propias. No paro hasta llegar a casa y estar sola.
Escudriño la cesta y encuentro tu nota. La leo. No veo más que unas pocas letras rápidas y negras. La arrugo contra mí en un abrazo, como haría contigo si te tuviera delante. La huelo y la vuelvo a leer, una vez y otra y otra, hasta gastar lo escrito. La mayoría de lo que leo lo imaginaba, es una cárcel: Suciedad, hambre, hacinamiento y miedo, otras cosas son impensables. Duele ver en ti lo que jamás había existido, lo que no creía posible llegara a hacerlo. Tras la miseria palpo el odio y lo que obliga. Las letras terminan con el papel, con un 39 seguido de una cruz y un nombre que no es el tuyo antes del punto final.
Esa carta, con certezas más duras que lo que imaginaba cada noche, es un bálsamo de consuelo. Es el final de la carta lo me inquieta. Ese número crucificado, ese nombre ajeno que a cada minuto se me hace menos extraño.
Muchas vueltas dieron esos apellidos en mi cabeza antes de comenzar a indagar. La idea me tentaba y yo me resistía en un proceso que, como la guerra, se me hacía familiar. Así que, aunque nunca me tuve por investigadora, como no me tenía por otras cosas que acabé siendo, me puse a indagar.
Un nombre con dos apellidos cuanto había para empezar. Tiro del segundo menos común. Por entonces, no muchos eran en Coruña de apellido Carballo, y solo uno a mi alcance: Dolores. Me entero de lo que puedo. La busco, hablo con ella, pero nada le dicen esos datos. Desisto unos días. Luego caigo y se abre un camino. Lo sigo sin saber a dónde me lleva; sin intuir lo que pueda costar.
Días después, tras una puerta, una foto pone cara a Manuel. Nada que ver con lo imaginado. Muchacho fuerte, pelo negro, sonrisa franca. Me siento a hablar con Carmucha, su madre. Lleva una bata de trabajo gris cruzada en el pecho. Pelo y complexión fuertes, como su hijo, sonrisa ausente. Con la boca pequeña me ofrece café. Lo rechazo agradecida. Basta el agua para nuestra conversación. Con detalle me relata como llevaron a su hijo y los meses tratando de encontrarlo. Extiende los brazos impotentes. Las palmas vacías hacia el techo muestran, en la obviedad de la ausencia, su fracaso. Le hablo de ti, de nuestras circunstancias, de tu carta. Sin más palabras concluimos que compartís condena. Carmucha no aguanta más y cede, no sé si a la alegría de encontrar a su hijo o a la pena de hacerlo en la cárcel. Llora en mis brazos hasta dormirse. Procurando no despertarla, la tapo y me siento a su lado. Una mosca se posa en su pelo. La separo apenas con el aire que levanta las manos. Terquea en volver, como hacen las moscas, una y otra vez. Tentada estoy de deshacerme definitivamente de ella, como hacía de niña, pero vuelvo a espantarla y sigo contemplando a Carmucha.
Recuerdo entonces el tedio de las siestas estivales. Esas tardes de aldea en las que madre me obligaba a permanecer en la habitación sin más distracción que matar moscas. Por cada una que mataba hacía una cruz en un cuaderno rayado a doble pauta. Así en cada siesta. Al final del verano completaba dos carillas de marcas mortales. 168 cruces, una por baja.
Una conexión inmediata me devuelve a la última línea de la carta. Un fuerte pinchazo en la tripa viene a confirmar lo que acabo de entender. La tarde comienza a oscurecer cuando Carmucha abre los ojos. Me mira sin sobresalto. Apenas hablamos más. Nos hemos acostumbrado a esperar, es lo que toca. No tengo fuerzas más que para una despedida corta y fría, y así es.
Es poner el pie en la calle y echar el almuerzo. Me siento un momento en el escalón de la acera para recuperar el aliento. Busco un pañuelo en el bolso y me limpio la boca y las manos. Me topo de nuevo con aquel trozo de papel enrollado. Releo la última línea. “39┼. Manuel Pérez Carballo”. Camino hasta la parada del tranvía rezando por esos 39 paseados conducidos al Campo de la Rata. 39 condenados por rebelión. 39 que acabaron sus días con una línea de fusiles al pecho y el mar de Hércules cerrando la retaguardia. Ofrezco al aire la cara y siento, en el viento eterno de la Coruña, la fuerza de esas 39 almas golpeando.
Tengo miedo. No quiero hablar con nadie. Entre las cuatro paredes de casa no pasan los días. Salgo al mercado, a mover tus papeles o a ventilar al niño. Ya es más tú que vuestro nombre. Le puede el encierro, como a ti. Le veo angustiarse, presiento tu angustia y crece la mía. Los días se van como la vida.
Otra vez de camino. Repaso la cesta. Pantalón, chaqueta y una mudas. Todo limpio, remendado y doblado. Sobre la ropa, envueltos en estraza, pan y carne seca. Por último jabón, no hay para tabaco. Ya no tengo miedo a olvidar, ha pasado, repaso por costumbre. Me asusta lo que puedas contar, me causa uno de esos miedos proporcionados y agudos que enraízan bajo el ombligo cuando algo irreparable va a pasar. Miedos que ya nunca marchan. La mano se me va a la tripa. La siento dura, vacía y yerma como la angustia que nos consume. En mis manos las esperanzas de Carmucha arañan mi alma. Deseo más que nada equivocarme. Va a ser que no. Serán tantas.
Paso el control. Voy a tu encuentro. Paco y la tripa no están. No preguntas por ellos. Quieres saber si hablé con “madre”. No tardo en entender. Hablas de Carmucha. “Sí”, es la única palabra que captas. Me callas y hablas. En clave de economía doméstica me cuentas, con fuego en la boca, lo importante que es que yo lleve las cuentas. Nada debe olvidarse y, en lo que se pueda, todo ha de ser convenientemente registrado y notificado. Tu sistema de cifrado es tan simple y pensado, el lenguaje tan cotidiano, que más que desconcertarme me asustas. Te veo bien, por primera vez tranquilo y entusiasmado. Escucho y callo sin sentir el paso del tiempo hasta la sirena. Me devuelves el cesto como un tesoro. Un beso de camarada se hace definitivo. Aspiro hondo para aguantar el dolor que se revuelve en mis entrañas, lo único que en ellas llevo.
Siento la necesidad de correr pero no sé hacia dónde y me quedo quieta. Un guardia me empuja hacia la puerta y todos nos vamos por donde vinimos. Toca hablar con Carmucha, ejercer, por vez primera de muchas veces, de pájaro de mal agüero.
No recuerdo el trayecto de vuelta.
Han pasado los meses. Ahora, aún antes de golpear la puerta, se abre. Tras ella, como surgidas de un lienzo, lágrimas. Otro esposa pasa a viuda, un huérfano en un instante, el dolor y el alivio, ojos que no se llenan, sin querer, de lágrimas y consuelo pasajeros.