Todo ocurrió en Siles, una mañana de agosto, cuando el calor azuzaba las conciencias y el bosque arropaba el encanto de las hadas y el mal genio de los duendes. La comitiva transitaba por senderos angostos y escarpados. Ramajes oscuros y follajes espesos. Ribeteaban despacio. A veces agazapados, entre la espesura. Otras, las menos, erguidos sobre los pinos cercenados por el hacha de los hambrientos. El susurro del monte resoplaba en cada pendiente. Los dos arqueros le seguían de cerca. Ni lo suficiente como para ser una amenaza, ni tan lejos como para que él se fugara. Ellos le protegían, y él, al mismo tiempo, les temía. Sus rostros, ocultos bajo unos pasamontañas funestos por donde sólo asomaban unos ojos negros, que en ocasiones vio rojos de ira, reflejaban las siluetas de las montañas agrestes y azules que entornaban su paso sobre sus almas. De vez en cuando, en alguna curva de la altiplanicie, detenían el paso, ellos a unos metros de él, y él acariciaba la cruz de oro que hervía en su pecho. Le tranquilizaba.
Los arqueros no hablaban, ni con él, ni entre ellos. Cumplían su cometido con impecable profesionalidad. Quien les comandaba les dijo que él debía llegar al castillo, sólo eso. Y eso harían. En ocasiones, cuando el sol se camuflaba detrás de un tronco o una nube perezosa que no quería seguir las indicaciones del viento, el camino se tornaba tan tenebroso que temía por su vida. Entonces era cuando señalaba a los arqueros con sus ojos y ellos devolvían esa mirada insidiosa, a veces intrigante, y no podía dejar de fijarse en los machetes que portaban en el cinto y en cuantas vidas habían sesgado antes de convertirse en su escolta.
«Ya falta poco para llegar al castillo que controla los caminos de levante», se dijo.
Allí hallaría al alto representante de los Ziries, a quien iba dirigida su súplica. El calor los aporreaba sin compasión, con mortífera inquina. Bajo sus pobres ropas eclesiásticas portaba un puñal de acero, traído de uno de tantos reinos ocupados. Los arqueros no sabían nada, pues nada les dijo. Y él aún desconocía de parte de quien estaban ellos. Sus ojos, moriscos en ocasiones, piadosos a ratos, albergaban el brillo de los insensibles. La crueldad de quienes perdieron su alma hacía tiempo y que solamente servían a un señor: la avaricia. Bien pagados. Tierras de Siles que los Ziries les prometieron, pero que nunca iban a ceder, pues pronto serían ocupadas de nuevo.
El maestre le encomendó la gloriosa hazaña de negociar una rendición pacífica. Los Ziries debían retirar sus tropas. Abandonar las torres. Despojar el castillo de cualquier señal de ocupación por su parte. Desposeer los caminos que transitan los árabes.
―Nadie matará a un clérigo ―le dijo.
Pero un clérigo que transita por caminos, escoltado por dos arqueros, es fácil presa de ladrones. Es un clérigo rico. Es un clérigo muerto.
Las sandalias medio rotas. Dolor en los pies. Sed en su garganta. Ya no le parece tan buena idea matar a Zawi. Su muerte no supone nada. Nada mejora en esta ocupación. Pero su misión ya está escrita y está demasiado cansado para pensar.
Camina despacio, los ojos fijos en la tierra. Veredas recubiertas de piedras. Trozos de lanzas y esquirlas de escudos que algún ejército abandonó en la lucha. Allí, más arriba, donde las arañas tejen entre varias ramas, allí está el muro. Piedras apiladas con barro, que un día construyeron para proteger ese sendero. Último reducto de una defensa inútil. Pero ahora la orden de Segura de la Sierra reclama sus tierras.
―Ahora o nunca ―le dijo el maestre.
Casi no puede pensar. Los arqueros están más cerca que antes. Su aliento sangriento casi toca su nuca. No les puede ver la boca, pero juraría que sonríen. Los muros de piedra que contienen la montaña pasan a su lado. Manchas rojas de guerreros los tiñen. Ya se imagina ante Zawi. Escoltado por soldados bereberes con cimitarras en sus cintos. Con miradas asesinas. Se lo imagina sentado en su trono. Abrigado por una docena de mujeres cuyos pies permanecen atados entre sí. Los soldados esperan la orden. Zawi los mira y les dice con los ojos: «Cuando baje la barbilla lo matáis».
Entonces ellos desenvainan sus espadas. Alguna, aún sucia de la sangre del último emisario del maestre Pelay. Una orgía de vísceras tiñe la sala del castillo. Entonces él invoca a los arqueros. «¿Dónde están?», se pregunta.
Le siguieron hasta allí por los montes de Siles y ahora que debían dar su vida a cambio de la suya, ahora no los ve…
Recobra el sentido, pues se quedó dormido, mientras caminaba cerca del muro de piedra. Aún falta para llegar al castillo y los arqueros se han separado. Entre los tres forman un triángulo perfecto. Van detrás de él, a la misma distancia entre ellos que de su espalda. Sus ojos chispean en la oscuridad del bosque. Una lechuza sonríe. Algún lobo aúlla a lo lejos. No supone una amenaza, de momento. Tiñe el camino de sangre, sus sandalias ya no aguantan más.
Y entonces esa maldita sensación de la que vino huyendo. El miedo se apodera de él. Ahora tiene miedo a morir. A ser ensartado por las cimitarras de la guardia personal de Zawi. A ser troceado y esparcido por los bosques de Siles. A que esos arqueros oscuros y tenebrosos, que vigilan el camino que él anda, no hagan nada, pues nada podrán hacer una vez hayan entrado en el castillo. Y la muerte es la que rige sus pasos. Pues ya sabe el cometido de los arqueros. Ya no puedo regresar. Le matarán…, sin dudarlo.
Ya ve la falda de la montaña, donde está enclavado el castillo. Varios soldados caminan a pie cerca de la puerta abierta. Un grupo de mujeres sostienen tinajas. Un manto de estrellas cubre el cielo de Siles. Los arqueros se relajan. La luna sonríe mientras una nube la tapa. Un anciano le pregunta a quién viene a ver. Los demás le miran con indiferencia, es lo que produce ver a un clérigo. Los arqueros, sin embargo, causan recelo.
―Vienen conmigo ―les dice―. Son mi escolta.
Varios hombres armados les acompañan al interior del castillo. Murmullos a su paso. La luna se destapa y arroja haces de luz sobre las almenas. Le crujen las tripas. Un olor a comida inunda el ambiente. Es la hora de cenar y ellos están muertos de hambre. Los arqueros no dicen nada, pues nada han dicho en todo el viaje.
«Y la hospitalidad zirie… ¿qué ha pasado con ella?», se pregunta el clérigo.
Imagina que ellos piensan que los clérigos son completamente anacoretas y que rechazaría cualquier ofrecimiento. Lo mismo harían los arqueros, eso seguro. Los soldados se deben a su oficio, por encima de cualquier otra cosa.
Y él a punto de morir y con el estómago vacío. Pensó bien el maestre cuando le encomendó esa misión, pues ya sabía que todos se fiarían de un clérigo. Pues también calculó que de arrepentirse en el último instante, pues es sabido que es humano, los arqueros terminarían el trabajo. «Y qué piensan ellos», se pregunta. Fueron compañeros de viaje durante la caminata hasta el castillo, pero en ningún momento les oyó hablar, ni siquiera entre ellos. No musitaron palabra alguna y todo lo que hicieron fue escudriñar el monte en busca de sombras y atenazar con recelo el mango de sus puñales, cuando algún ruido les sorprendió.
Y llegaron al interior del castillo. Los arqueros se quedaron fuera, la guardia de Zawi no les dejó pasar. Antes de franquear la puerta los vio atiborrarse de manjares.
«Mejor suerte que yo, tendrán», se dijo «pues morirán con el estómago lleno».
―Qué se te ofrece cura.
No hay mujeres en la sala, como soñó vería, mientras caminaba. La presencia de mujeres en el trono suaviza la muerte. Pero si hay bereberes con cimitarra. Tan grandes que casi tocan el techo.
―Vengo a ofrecerte un trato.
Y mientras tanto va rezando y encomendándose al altísimo.
―Qué trato es ese.
Alguno de los soldados ya va tomando posiciones.
―La paz ―le dice, mientras acaricia la cruz del pecho con los dedos.
Zawi sonríe mientras bebe un sorbo de algo, el cura no sabe qué.
―Paz de nuestros pueblos ―le dice―. Convivencia ―inventa una palabra nueva.
―Y me hablas de paz tú que te haces escoltar por dos arqueros ―recrimina.
―Me protegen de los ladrones ―se escusa.
Un rato de silencio, hasta se puede oír crecer la hierba del prado donde los soldados se entrenan.
―Sé a qué has venido clérigo. Sé por qué estás aquí. Sé por qué te acompañan dos arqueros, que a estas horas ya están muertos.
―La paz -musita de nuevo, entre estertóreos suspiros.
―No hay paz aquí clérigo.
―Pero…
―Solo te diré una cosa ―clama con voz enérgica―. Regresa a Siles, regresa por el mismo camino por donde has venido. Regresa solo y dile a tu maestre Pelay que Zawi no se rinde.
Silencio. Las palabras ya terminaron. La luna tapa las nubes y éstas las montañas y éstas, a su vez, el horizonte. No hay lejanía en el cielo. Los cuerpos de los arqueros yacen en la tierra. Los árboles supuran lágrimas de resina que resbalan hasta las rocas de la falda del castillo. «No te gires clérigo», se dice a sí mismo en voz baja, para que su alma pueda oírlo. «Llegaré muerto al cielo o vivo al infierno, pero no te gires».
Y el camino de regreso se le hizo más fácil. Ya no había arqueros para protegerlo, pero sabía que nadie le atacaría. La luna alumbraba con misericordia sus pasos y en cada esquina oía el llanto de un lobo. A cada tramo el gemir de una jineta. Luego, después de la noche vino el día, como siempre, como ha sido desde el principio de los tiempos. A través del último reducto de espesura, se terminó el muro de piedra construido con los restos de las iglesias. Y allí, en el campo antaño plagado de flores, vio el clérigo a las tropas del maestre Pelay Pérez Correa, formando para atacar el castillo. Y supo que la última oportunidad de una victoria pacífica se había desvanecido. Ahora llegaban las armas.