“Las tres: ¡hora de echar!”, se dijo para sí el Contracán –como le llamaban en la mili a Fabio, por haberse enfrentado con éxito, en unas maniobras, a una jauría de perros salvajes–. Antes de ponerse en marcha, cogió aún por el cuello –a las malas– la botella de vino de la cena, se la vació de un trago que le quemó las entrañas, y miró con peores ojos que otras veces las baguetes y los panes con que tenía que cargar su camioneto, mientras bramaba: “¡Qué mala leche!”
Pero no era por sentirse incapaz de comprender cómo la gente devoraba aquellos chicles indigeribles, embanastados con esa apariencia de dedos mórbidos tiesos sin señalar a nada, o aquellas cabezotas inertes de frailes atontolinados, apelotonadas en su sañudo ‘mirar sin ver’ incoherente. ¡Esta vez la música desafinaba, mortalmente insoportable, desde sus adentros!
Se metió, con un desacostumbrado portazo, en la indecisión de la mañana para repartir aquello, como si fuera hacia un nunca premeditado más allá del tiempo, mientras se decía: “¡Jamás me acostumbraría a esto!”, lacerado como iba por esa especie de extranjería que le subía del bajo vientre, en contra de la vida, siempre que se le hacía presente aquel olor tan horrible…
Sin pensárselo dos veces, y gritando como fuera de sí: “¡A la mierda!”, tomó la calle mulera, llena de curvas, que su camioneto, aunque renqueando como si llevara la marcha fuera de sí, era capaz de subir en aquellas horas, al no cruzarse con nadie y no tener que frenarse. Y cuando, por fin, culminó la cuesta, se bajó, le echó una mirada hostil y compasiva a la chapa humeante y casi al rojo vivo del capó, dejó los cestos de los panes y las baguetes encima de la hierba, y tras darle un par de patadas a las gomas de las ruedas como diciendo: “¡O para mí, o para nadie!”, saltó al volante, encaró la pendiente por el lado más abrupto, aceleró con la respiración contenida y esos ojos muy abiertos con los que debe de enfrentarse uno siempre a la muerte inminente, y se despeñó en cuatro saltos marcados por sus respectivos estruendos de chapa dibujados en el sonido, hasta quedar como un cabrito humillado y destrozado al borde mismo del punto de partida de la calle mulera.
Cuantos oyeron aquel estropicio de estruendos, y tras superar la primera pulsión de huida, corrieron hacia el punto del siniestro, e hicieron los imposibles por sacar de entre aquel amasijo de hierros un cuerpo, que no podía ser otro que el del conductor, con la cabeza descoyuntada y la cara aplastada e irreconocible: “¡Sin rostro!”, según pensaron todos. Lo dejaron sobre el suelo con ese cuidado con el que, en tales ocasiones, uno piensa en sí mismo como queriendo asegurarse así el trato que desearía le diesen en su San Martín, y le colocaron con el mismo respeto la cabeza lo más ajustada y simétrica a su posición normal con el cuerpo.
Los ojos de unos y otros no paraban de mirarlo a él, al camioneto y lo abrupto de la cuesta, en ese orden, o a la inversa, tratando de que se les encendiese la más mínima luz con que poder vislumbrarle alguna explicación a aquella tragedia. Pero la lógica estaba muy lejos de todo aquello.
De pronto, alguien creyó ver que del bolsillo del peto sobresalía algo como un papel más sucio que blanco… Y con una mezcla de inquietud, curiosidad y repulsión, se lo extrajo lo más rápido que pudo para evitar que la sangre acabara empapándolo, lo desplegó cuidándose de que no se le rompiera, y hecho un mar de lágrimas, fue leyendo atónito:
“Me obligaron a ver con mis propios ojos los cadáveres de mi mujer y del hijo de mi alma en sus diversos estadios de descomposición, restregándomelos una y otra vez como se le hace a un perro con su propia mierda:
”–¡Para que aprendan! –decía siempre el Juez, mientras invariablemente yo pensaba mudo de dolor y desesperación: ‘Pero ¿qué locura es ésta, si eso sólo cabría y debería hacérseles a los asesinos?’!
”Yo mismo lo había comentado muchas veces (siempre que los cobardes cobardeaban: atentando por la espalda, lejos del coche bomba o de la bomba lapa, o a buen recaudo de cualquier explosivo, y siempre que sus adláteres y el resto de la camada los jaleaban): ‘¡A éstos había que restregarles los morros en su propia mierda…! Porque irracionales son, y del peor tipo: la irracionalidad borde, mezcla de cobardía en sofrito con ideología parda, apestada de cirios, burrería y psicología barata de pájaros bobos. Únicamente así sabrán a qué ‘huele’ lo que matan, a qué huele la muerte que van cagando, su mierda. ¡Que les hagan olerla, antes o después, siempre que maten, cuando los cojan, cuando los juzguen o cuando sea! Porque ese olor –que tiene siempre el mismo poder (cuando el humo de la pólvora y de la sangre se confunden, o cuando la sangre se adhiere a la carne putrefacta al desprenderse de los huesos; cuando en los ojos desencajados se acaba de helar la vida, o cuando el misterio explota por las órbitas vacías; cuando el peso sordo de la vida se estrella contra la acera, o cuando los huesos con las hilachas pegadas se caen del esqueleto contra las tablas tapizadas de tierra trabajada por los gusanos; cuando el hijo que miró trastornado cómo se le convertía su madre en un pellejo agujereado y sus palabras amorosas en sangre inútil que corría a borbotones hacia una alcantarilla, les mire a los ojos, o cuando la joven que se quedó con la cartera en la mano sin poder ir al colegio porque le segaron las piernas, les enseñe los muñones, sus títulos e, incluso, a sus hijos; cuando los trozos de carne chamuscados se esparcen por doquier como carbones en ascua de una lumbre desbaratada por caníbales, o cuando la cabeza no encuentra su tronco, o el tronco se queda sin piernas…)– les hará morir viviendo siempre con el punto amarillo del terrible fogonazo de la muerte en podredumbre entre los guardabarros de sus cejas, con la seguridad de que no son portaestandartes de nada que no sea el mayor horror y el menos perdonable, aunque fuera locura, el del dolor y la muerte gratuitas para dar miedo, y el de que son y están muertos para siempre, son la muerte encarnada, unos mierdas, unos gilipollas…!’
”¡Y hasta ahora, cinco veces lleva este Juez haciéndome pasar por ello! ¡Cinco veces restregándome así a mis únicos amores! ¡Así: tan desguazados ya como mi vida y mi alma! ¡Y sin cesar de decirme que para conseguir no dejar ningún cabo suelto, a fin de poder hacer todo lo ejemplar posible su sentencia y que aprendan en la cárcel, en una cárcel irrevocable, para toda su vida!
”‘¡Bastante van a aprender –le contestaba yo ya siempre sin palabras– si no les restriegan a ellos, a los que volaron el tren, este olor horrible de la muerte agusanada, al tiempo que se les hace tragar como sea el plomo derretido de la ilusión en vida que segaron!’
”¡Me voy con vosotros, pobres míos! ¡Y aunque me enorgullece saber que sois unos héroes, ni puedo ni quiero seguir con el trabajo que me habíais encontrado el día que esos terroristas incalificables volaron el tren con vosotros dentro, porque ni puedo ni quiero vivir permanentemente envenenado con ese olor a muerte de vuestros cuerpos nobles y enamorados, en donde antes sólo estaba y cabía el canto más luminoso de ilusión, amor, felicidad y dicha eternamente primaverales!”