El bosque ofrecía una imagen sepulcral, de claros y negros. Remedando el irregular ritmo de mi conducción temerosa y solitaria, la luna jugaba al escondite tras las espesas ramas de los abetos. Renegué de mi obstinada decisión de no pasar la noche en casa de Feliú al cruzarme con un vehículo que bajaba del puerto ocupando el centro de la carretera. Afortunadamente, los vapores etílicos de la fiesta se habían disipado ya y el encuentro no tuvo mayores consecuencias que un acceso de angustia pasajero.
Si en condiciones normales Feliú era un mediocre insoportable, la publicación de su primera novela lo había convertido en un fatuo ensoberbecido. Como escritor no estaba a la altura de ninguno del círculo; a pesar de ello, no compartía nuestra penosa peregrinación en pos de ese platónico agente literario que nos sacaría del anonimato: había terminado su novela en tan solo tres meses, la presentó a un editor local y cuando fue rechazada, compró la editorial. Así fue el bautizo de Feliú y yo regresaba, hipócritamente, de celebrarlo.
Ignoro los motivos de los demás, pero yo acepté en el momento que supe que Margot acudiría. Yo siempre fantaseaba con enamorarla pero ella, ¡ay! estaba deslumbrada por el estúpido pavo real que era Feliú.
El elogio desmesurado que el autor dedicaba a su obra suplía con creces la falta de documentación y rigor histórico de La Marquesa de Castrojeriz, una especulación en torno a una hija bastarda de Pedro I el Cruel, cuyos conflictos de celos, amor y poder evocaban mejor las telenovelas actuales que la vida cortesana del siglo XIV.
Después del champán Margot se sentó en mis rodillas arrebatada por la euforia y me pidió que colaborara en la distribución de los libros.
─¡Vamos, César! Seguro que conoces tres o cuatro libreros en tu ciudad que no te negarán el favor.
No supe declinar la petición pero cuando ella abandonó mi regazo por el de otros me sentí un estúpido. La mayoría se llevaban uno o dos libros por el compromiso de no desairar al patán que en un futuro podría convertirse en su editor.
Abandoné la casa poco antes de las cinco de la madrugada, con un paquete de cuarenta ejemplares que pensé dar al fuego o arrojar por el barranco junto con mi amor imposible por Margot.
Tras una revuelta de la carretera, un hecho extraordinario me sacó de mis ensoñaciones: la nieve junto al barranco se tornó roja por un momento para luego volver a su blancura original. Suavemente, una y otra vez. Me froté los ojos. En primer lugar pensé en el espíritu de la Marquesa de Castrojeriz, despeñada por mí cuarenta veces simultáneas, que volvía para vengarse. Pero en la siguiente curva, bajo el halo de irrealidad que propiciaba la luna, lo vi claramente: obstruyendo la carretera como en la peor de las pesadillas, el temible mamotreto acristalado y metálico, destellante de rojos y azules ejercía sobre mí un efecto casi hipnótico. Frené con suavidad, consciente de lo solemne del encuentro. Recé para que fueran marcianos, pero para entonces los excesos de la fiesta se habían disipado del todo y ya no cabían fantasías. La realidad era peor. Bajé la ventanilla.
─Buenas noches a la Señora Pareja de la Benemérita.
El Guardia que hacía de jefe, cejijunto y con cara de mal vino, saludó reglamentariamente.
─Control rutinario. A ver… ¡documentación! Haga el favor de bajar del vehículo.
Cumplí las órdenes con toda la calma posible, lo que pareció exacerbar más al guardia. Su civil compañero comprobaba mi identidad desde la radio de su cuatro por cuatro.
El guardia bigotón y unicejo husmeó a placer en el interior del vehículo. No encontró lo que buscaba, y eso empeoraba su humor a ojos vista. De pronto se iluminó como si hubiera tenido una revelación y ordenó abrir el portón trasero. Lo hice. El guardia benemérito hurgó con la punta de la metralleta en el mogote de trastos que inundaban el maletero sin terminar de quedar satisfecho. Revolvió la caja de las herramientas, hizo sonar las lámparas de repuesto en su cajita, olisqueó una vieja bolsa conteniendo trapos grasientos, toqueteó el contorno de la rueda de repuesto, incluso se llevó a las encías un poco de polvo blanco, residuo de la última vez que me metí en obras y tuve que cargar un saco de yeso desde el almacén a mi casa. El guardia escupió con asco y decepción. Entonces reparó en el paquete de papel de estraza que había quedado oculto bajo una manta ajada debido a las curvas y baches del camino.
Me interrogó con la mirada.
─ Son libros.
─¿Libros?─ Su cara cerril se adornó con una sonrisa satánica y por un momento abrigué el milagro de que le gustara la literatura.─ ¿Es que es usted estudiante?
─No… son libros, simplemente. Pertenezco a un círculo de amigos a los que nos encanta…
Desbarató el envoltorio con rabia. Barajó entre sus dedazos varios ejemplares. El dibujo a plumilla de la Marquesa de Castrojeriz por un lado y la reseña biográfica con la foto de Feliú sonriendo triunfal en la contraportada. Se angustió al comprobar que todos eran iguales. Evidentemente, su corto alcance no podía imaginar siquiera una explicación coherente. Los arrojó con rabia.
─¡La Marquesa de Castrojeriz! ¿Esto es lo que les encanta a su círculo de amigos? ¿Difundir maldades de la aristocracia? ¡Libelos, libelos!
Me sorprendió que conociera esa palabra un tipo que pateaba libros con tanta profesionalidad. Traté de explicarle que se trataba de una ficción sobre la vida de una antigua marquesa, pero la presión del tricornio sobre las sienes le impedía cualquier razonamiento.
─¡Si es la vida de la señora marquesa son calumnias!─ explotó, contraviniendo antirreglamentariamente las más elementales normas de la lógica y la sintaxis.
Me sentí incómodo por defender un libro tan malo frente a aquel inculto uniformado. Pero él no me escuchaba; estaba fuera de sí. Para conjurar el peligro de una apoplejía, su sistema biológico de supervivencia optó por descargar la adrenalina sobrante con flexiones espasmódicas de su dedo índice derecho. La ráfaga de metralla resonó por todo el valle. Los libros de Feliú quedaron hechos migas literales.
El compañero se aproximó cachazudo y me devolvió la documentación.
─¡Bah! ─le escuché decir mientras se alejaban.─ ¡Y ni siquiera es estudiante!
Amanecía ya cuando me marché de allí. Dejé sobre la blanca nieve el destrozo de libros y, con la mano en la sien, saludé en la distancia a la benemérita que se alejaba. Después de todo, a mí jamás se me hubiera ocurrido mejor destino para la edición de Feliú.