Siempre recuerdo al abuelo Ángel con sus pantalones anchos y su camiseta blanca como paloma, dejando que le cortara los pelitos de las orejas, a los que él llamaba curujeyes; eso, hasta un día en que le pele las patillas con la diminuta tijera que me permitía usar para aquellos menesteres. En realidad no era mi abuelo, siquiera recuerdo cómo y cuándo comenzó nuestra relación de nieta-abuelo. Mi abuela, “Mima” contaba, que un día, cuando tenía dos años me perdí, dice que la familia y los vecinos, todos se movilizaron para buscarme, pensando que alguien me había robado por lo bonita que era, pero al rato la algarabía barriotera cesó, Ángel apareció conmigo de la mano. Aún hoy no tengo idea de su estatura, pero lo recuerdo alto, enorme como un gigante, con mi pequeña mano entre la suya, así de grande eran mi cariño y admiración por él, que me trataba con dulzura y acariciaba mi largo pelo. El día que me lo cortaron porque había cogido piojos en la escuela, me consoló amorosamente diciendo que me crecería nuevamente hasta ponerse largo como antes, eso me reconfortó y esa tarde le pidió permiso a Mima, para me llevarme a Santa Fe, a visitar a unos amigos. El pueblo era precioso y la casa al costado del mar, tenía un patio donde habían matas de naranjo en flor y un puente que llevaba a un viejo embarcadero, desde donde vi por primera vez una estrella de mar y lloré porque él me la cogiera, pero dijo que moriría si la sacaba del agua y yo que desde siempre he amado a los animales, ahí mismo me enjugué los malcriados lagrimones y me senté a su lado pensativa, mientras el conversaba acerca de sus hijos y nietos.
De los hijos de Ángel sólo conocía a Abelardo, a Amadita y a los hijos de ellos, que por cierto eran más pequeños que yo, ignoraba que el abuelo tenía otra hija y otros nietos, sí sabía de un hijo que estando preso, había muerto del corazón, lo sabía porque el día que murió, Mima fue a buscarme temprano a la escuela y me llevó como consuelo a abuelo Ángel, que deshecho lloraba en un rincón del cuarto. Me abrazó y lloró sobre mi diminuto hombro. Yo parecía una estatua, sin comprender, ni saber qué hacer, si abrazarlo, pasarle la mano por la espalda o llorar con él, ya que las lagrimas de su tristeza se me contagiaban. Me habló días después y con mucha tristeza, de una hija que vivía en otro país, se quejaba de que hacía muchos años que no la veía, a los nietos los conocía por fotos y en mi inocencia le pregunté que por qué ella no venía a visitarlo, entonces él me miró con dolor y lástima, diciéndome que no podía, porque los seres humanos hacían las leyes sin tener en cuenta los sentimientos. Yo quedé muy confundida.
Supongo que me quería porque adivinaba la tristeza en mis ojos, la tristeza de una vida sin padres y el dolor que provoca el desamor, por ello creo que unió su tristeza a mí tristeza y de ahí surgió el amor que nos teníamos.
Lo más gracioso de la historia es que mi verdadero abuelo, “Pipo” y abuelo Ángel no se dirigían la palabra desde hacía muchos años, porque siendo jóvenes, en un partido de pelota se fueron a las manos y se cayeron a trompones, no sé la causa, pero sí que jugaban en equipos contrarios. Así y todo Pipo sabía que Ángel era una buena persona y confiaba en él lo suficiente como para dejarme andar en su compañía.
Un día al regreso de la escuela, Mima me habló de que no podría ir esa tarde a casa de abuelo Ángel, que él estaba esperando que le vinieran a hacer el inventario. Yo en mi ingenuidad cavilé si “hacer el inventario” sería hacer una comida, un trabajo de albañilería o un pelado. Al rato mi abuela me tomó de la mano y se fue hasta el solar de al lado, acercándose al muro que colindaba con el patio de su casa y lo llamó, luego me cargo para que alcanzara algo que el abuelo me iba a dar a escondidas y por el muro asomó una mano y un rostro que noté lloroso, envejecido, apretando una almohada que me dio con un beso y un suspiro. Luego mima me contó que esa almohada era de espuma de goma, que era bueno que la usara por el problema de mi asma y que Ángel me la dejaba como recuerdo. A partir de ahí nunca más me separé de mi almohadita, porque así aún la llamo y no se la presto ni a mis hijos, es como una prolongación de mi brazo, abrazada a ella duermo, ha sido mi confidente, mi consuelo, compartiendo mis alegrías y bebiéndose mis lágrimas en la tristeza, desde hace más de cuarenta años.
Pasaron muchos días en que no vi al abuelo, no entendían mis escasos siete años por qué no podía estar en su casa a la que habían puesto un gran sello inviolable en la puerta, ni por qué el no venía a verme. Una noche sentí que chiflaron en la puerta de mi casa, era un silbido conocido, el de Ángel, por lo que salí corriendo como loca y me abracé a sus holgados pantalones. El me acarició el cabello y me contó que se iría lejos, a otro país llamado Estados Unidos, que allí viviría con todos sus hijos y sus nietos, pero que jamás se olvidaría de mí, que me escribiría siempre. Yo estaba desconsolada, eran muchas las cosas que no entendía, como cuando le pregunté si volvería y me dijo que no podría. Quise retenerlo más tiempo a mi lado, pero estaba apurado, tenía que despedirse de otros familiares me dijo y se fue con la promesa de que al otro día me vería antes de irse al aeropuerto, nombre y lugar que me sonaban ajenos. En la mañana di una perreta por no ir a la escuela, Mima tuvo que convencerme mediante la chancleta de goma, que sonó el cuero de mis nalgas pequeñas y famélicas. En la tarde regresé dueña de una melancolía que me duró por días. Abrazaba la almohadita y le hablaba como si fuera mi abuelo, por lo que Mima comenzó a preocuparse y de ahí en adelante les decía a todos que yo era un poco rara.
Había pasado más de un mes cuando recibí la primera carta de Ángel, venía en un sobre perfumado, porque olía a nuevo, traía en la parte superior dos sellos con la cara de un hombre que consideré bien feo, dentro una postal en tercera dimensión de Blanca Nieves, que me encantó porque creí que era mágica y una hoja de fino papel con olor similar al del sobre pero llena de tristeza, donde me hablaba de soledad, incomprensiones del idioma y del frío de Boston que le corroía el cuerpo y el alma. También venía una foto de él, con un gran abrigo, botas altas y un extraño sombrero que tenía como pelos. Había algo perdido en su mirada, hoy sé que era melancolía.
El tiempo pasó entre cartas y recuerdos, hasta un día en que llegó a la casa una señora que había visto alguna vez no recordaba dónde, dijo que traía una novedad, conversó brevemente con mis abuelos y luego se marchó. Más tarde supe que era la cuñada del abuelo Ángel.
Sé que él nunca fue feliz en aquella fría tierra, porque extrañaba el calor de su isla, las tardes en la esquina hablando de beisbol con los vecinos, los gritos y los chistes de los trabajadores de la fábrica de galletas, mis sesiones de peluquería. Su esposa siempre estaba de viaje me había contado, los hijos trabajando y los nietos en la escuela. Languidecía su espíritu y la soledad le fue debilitando el corazón que cada vez se hacía más pequeño de tan acongojado, hasta escapársele volando del pecho un día. En mi imaginación de adolescente atribulada, lo vi cruzar el mar, regresar y alegre penetrar en la maleza de la costa que baña el mar azul de aguas límpidas de esta isla. Así pensaba en el retiro de mi cama junto a la ventana, cuando un diminuto pájaro revoloteó piando alegremente por entre los balaustres carcomidos por el óxido, y la magia del ensueño me dijo que era abuelo, que para despedirse, como un ángel, había llegado hasta mi ventana.