Hay situaciones en la vida que parecen estar diseñadas para hacerte reír. Incluso cuando sean catastróficas. Como cuando el otro día viste caer a un niño de un columpio y estampar su cara contra la tierra del parque. Fue algo visceral; casi atávico. Sentiste una especie de espasmo que te hizo golpearte el pecho mientras te carcajeabas y te atropellabas de aire, con la seria amenaza de terminar atragantado de júbilo. Fue tan revelador verle llorar desconsolado, que desde entonces te asomas todas las mañanas al balcón de tu quinto piso con la esperanza de captar otro instante parecido; uno de esos segundos en los que eres capaz de alcanzar el sentido de la vida a través de la desgracia ajena.
Hoy es sábado. Hace un buen día. Otro más a añadir a tu secuencia de lo absurdo. Porque todo es absurdo. Lo sabes. Absurdo e irónico. Lo único que pude interrumpir tu fingida pauta de tranquilidad es la gravedad del presente. O tu destino. Pero ya tienes experiencia en esquivar la desdicha que supone vivir, así que haces como si no te murieses de aburrimiento y te asomas de nuevo a tu balcón para buscar la escena que te haga olvidar que estás al borde del abismo. Nubes; coches; un gato. Lo que ves parece reconfortarte porque indica la exacta decrepitud de la naturaleza humana. O al menos así te gusta catalogarlo: como exacta decrepitud de la naturaleza humana. Aferrado a la barandilla, contemplas cómo el conductor de un Ford Inercia desiste en su maniobra de aparcamiento en línea tras su tercer intento fallido. ¡Pero si te sobran tres palmos! Gritas. Y escupes y todo con la intención de acertar sobre el capó como si el salivazo fuese una impronta definitiva, la rúbrica que pone a cada cual en su lugar. Pero en ese instante sopla una inquieta brisa que transporta las semillas de tramontana y el gargajo no hace otra cosa que dispersarse, difuminarse y caer como purpurina líquida sobre una gaveta cargada de patatas que un viejo sin casco lleva atada con tres pulpos elásticos a la parte trasera de su Rieju amarilla. Y ya está. Nadie se entera de nada. Estornudas porque tienes alergia a las gramíneas y el Ford se aleja y el caos se distorsiona contra el efecto Dopper-Feciau del cascado motor de la motocicleta que, tras pasarse un semáforo en ámbar, se pierde tras la arboleda raquítica y descuidada de un insípido jardín urbano. La vida se estanca y queda varada; tan sólo perdura el errático vuelo de los gorriones y el chillido inerme de unas golondrinas que vienen y van arañando el cielo mientras las jacarandas lloran y colorean las aceras de violeta. Entonces te recompones, bostezas, te desperezas y, cuando alcanzas la ridiculez máxima al desencajar tu mandíbula, te das cuenta de que el vecino de enfrente te está mirando con una mueca de soterrada indignación. Nada más saberse descubierto, se oculta en el sombrío interior de su habitación y corre las cortinas con un tirón que alberga toda la rabia del mundo. Es entonces cuando caes en la cuenta de que vas en calzoncillos. Pero más allá del rubor, sabes que no existe otra opción que pensar en positivo y combatir el reproche mordiéndote el labio y llevándote la mano a la entrepierna para defender tu orgullo.
Es sábado. No tienes nada que hacer. El sol brilla y decides que es un buen día para ir a la playa. Así que entras en casa, te tiras sobre el sofá y enciendes el televisor. Mientras haces zapping piensas que deberías ponerte a buscar trabajo. Aunque sea en internet. Puede que si consigues algo, por ejemplo los fines de semana –para no agobiarte–, ahorres lo suficiente como para dar de nuevo de alta el coche y disfrutar, en los días como hoy, de un día de playa. ¿Que por qué no vas en autobús? ¿Y pagar siete euros? Los autobuses no son dignos. Hay que tener demasiadas cosas en cuenta. Demasiados horarios. Y eso no va contigo. Tú eres libre. Eres escritor y necesitas sentir que nada te ata. Por eso dejaste tu último trabajo; porque era de lunes a sábados y –aún siendo de media jornada– terminabas exhausto. Llegabas a casa con el alma derrotada y al ponerte frente al ordenador lo único que componías eran fracasos. Cosas como «odio la vida, quiero suicidarme». Y al principio te sentías orgulloso porque sabías que era un endecasílabo puro de construcción académica, pero al final el tiempo se impone y desvela el verdadero significado de las cosas. Lo que un día creíste genial, al cabo de una semana no es más que una chorrada inmunda; algo vomitivo que te hace plantearte seriamente por qué demonios sale el sol cada día. Lo único honrado que puedes hacer al respecto –lo sabes muy bien– es señalar con el ratón la frase, pulsar el botón derecho y elegir la opción suprimir.
Llevas tiempo echándote la culpa cuando a principios de mes llegan las facturas y la única que aporta es tu novia. Es buena persona y la quieres, pero en el fondo sabes que no estás enamorado y que si estás con ella es porque eres incapaz de vivir solo. Sabes cocinar, limpiar, hacer la colada y organizar tu tiempo, pero eres un gandul redomado que se ha acostumbrado a que se lo den todo hecho; a tener sexo al despertar; a que se dejen tocar. Y cuando tu novia llega a casa después de estar once horas de pie sirviendo copas en un bar de mala muerte en el que todos los días tiene que enfrentarse a algún viejo verde que quiere tocarle el culo, todavía tienes el valor de hacerte el agobiado y de ponerle pegas cuando te pide por favor que le hagas un masaje en los gemelos. Estás harto de verla llegar cabizbaja, con los hombros caídos y una sonrisa forzada para agradecer tu bienvenida, y como estás harto y te duele (porque aunque seas un ogro, te duele) cuando sabes que va a entrar por la puerta apagas corriendo la televisión y te sientas frente a tu escritorio para hacerle ver que estás trabajando. «¿Cómo va tu novela, cariño?» «¡Te tengo dicho que no me gusta que me preguntes esas cosas!» Y ella aguanta. Aguanta porque eso es lo único que saber hacer. Es lo que le ha tocado en la vida. Un cabrón la dejó embarazada a los diecisiete y luego estuvo dos años violándola y pegándole palizas hasta arrebatarle la voluntad. Y ella aguantó. Por eso ahora estar contigo le resulta gloria bendita… y tú te aprovechas. Y lo haces sabiendo que, de tan enamorada, es incapaz de ver el diablo que llevas dentro. Porque ella, sí, a pesar de los pesares y al contrario que tú, sabe lo que se siente al amar.
Es sábado. Hace un buen día para ir a la playa. En la televisión no echan gran cosa, pero no tienes ganas de ponerte a escribir. Esa novela de espías que creíste poder acabar porque en tú mente ya estaban todas las escenas bien encajadas para un final perfecto de hollywood, la has terminado abandonando porque no eres capaz de escribir un best seller. Para eso se necesita investigar, documentarse, saber qué funciones tiene un policía o un detective o un comisario… así como estar al tanto de las diferentes misiones de todas las organizaciones de inteligencia del mundo. Te abruma la necesidad de saber tanta información para poder escribir. Tú eres libre y escribes sobre lo que te inspira y te hace sentir. No pretendes llegar a tus utópicos lectores a través de la información. Para eso ya están las enciclopedias. Lo que tú pretendes es cogerlos por las entrañas y no soltarlos hasta que sangren palabras. Ésa es tu misión. Tu sueño. Así que abandonas esa novela de espías y sigues escribiendo retazos de nadería en una especie de diario en el que de uvas a peras escribes todas las cosas que te desbordan.
«Hoy es sábado. Hace un buen día para ir a la playa. Mi novia tiene media jornada. La sorprenderé cocinándole un buen plato de macarrones…»
Estornudas. Y eso es como un aviso; algo que interpretas como síntoma ineludible de que tu propuesta literaria es sumamente degradante, casi radioactiva. Estás acabado. Ya sólo vales para escribir memeces en un diario. De manera que no dudas en coger el teléfono –que acaba de empezar a sonar– y aceptas con sumisa irritación que una teleoperadora con acento ecuatoriano te haga una encuesta sobre la calidad de los servicios que ofrece tu compañía telefónica. Hace más de seis meses que llamas desde el teléfono de tu novia porque tu tarjeta caducó por no haberla recargado en un periodo de nueve meses, aún así continúas haciendo la entrevista porque te sientes solo y, aunque sea sábado y haga un buen día para ir a la playa, aquel acento ecuatoriano te pone inesperadamente cachondo y disfrutas contestando del uno al diez las preguntas que te propone mientras te coges la polla y te muerdes el labio. «Todo está podrido». Es un pensamiento que te parte el cerebro como un rayo mientras contestas. «Todo está jodidamente podrido». Te sientes embotado nada más colgar el teléfono. Apagas el televisor y vas hacia tu habitación para sentarte frente al escritorio. Pero no escribes nada. Estás seco. Simplemente te conectas a internet. La nariz empieza a gotearte. Gracias a Dios que no es sangre. Es simplemente esa clase de moco líquido que interrumpe tu intento por meterte al feisbuc para ver si encuentras a alguien a quien contarle tus penas. Coges un pañuelo. Te suenas. Sigues embotado. Maldices las gramíneas y los días de sol y brisa y playa. Pero el moco no declina, y ante su persistente determinación por amargarte el momento, decides masturbarte porque sabes por experiencia que ése es el único y verdadero remedio contra la congestión. Todo es absurdo. Lo sabes. Y cuando por un momento levantas la cabeza y ves al vecino mirando cómo te la cascas con desaprobación desde su ventana, ni por un instante se te ocurre esconderte o cerrar las cortinas, sino que entornas los ojos y sonríes cuando estás apunto de correrte porque sabes que, incluso cuando sean catastróficas, hay situaciones en la vida que parecen estar diseñadas para hacerte reír.