VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

120- Ávalon. Por H.K.

A veces, te encontraban cansado. Te llamaban y cuando no contestabas iban a buscarte. Era la época en que salían a pasear el tedio por la ciudad. Los parques, las calles, los clubes con sus divas colgadas de un tubo; a éstos todavía no te permitían entrar. Ni siquiera cuando te dejabas la barba, esa pelusa que te hacía parecer más un adolescente desarrapado que un mayor de edad; pero, ¿quién era capaz de hacerte entrar en razón? Me voy a dar una vuelta, mamá. ¿A qué hora vuelve, Jorge? Tranquila que voy con Daniel y de pronto me quedo en su casa. ¿Ya comió? La respuesta, casi invariablemente, era el portazo. Afuera resonaban los saludos, el quiubo marica, los comentarios a tu nueva chaqueta bordada con el escudo de armas de alguna banda de rock. No lo sabías, aún, pero cuando salías tu madre se quedaba despierta casi toda la noche, atenta al enorme silencio que dejabas al salir de la casa. 

       Otras veces, eras tú el que los buscaba. Ibas a espantarles el remanente de la resaca, el bostezo y la falta de ánimo, el me regañaron feo, guevón. Pues mañana los contenta, que hoy es sábado. Y el portazo preocupaba a los papás de Ricardo. ¿Qué vamos a hacer con ese muchacho? Es por la adolescencia, mijo, tranquilo que ya mismo entra a la universidad. Caminaban avenida abajo, copando la acera, mirando las formas, a veces vestidas, a veces desnudas, de los maniquíes femeninos; sus ojos de plástico azul, igual de indiferentes a los ojos de las mujeres con las que se topaban, como si ellas también estuvieran tras el cristal de una vitrina, inalcanzables, pura exhibición de fantasía para almacenar en la memoria y evocar en los ratos solitarios, antes de dormir, antes de la ducha, sin que los padres se enterasen, ¡que te quedas ciego! ¡Que ya no creces más! Y continuaban atravesando la pasarela hasta llegar al bar, después de uno que otro codazo cuando alguien se distraía: ¡Mire qué hembrota!; pero Daniel ya la había visto y la estaba amando de la única forma en que podía: tocándola con los ojos; y todos se le unían, girando el rostro en pos de la mujer, que seguía calle arriba, sin presentir que sobre ella se estaba llevando a cabo una orgía de ensueño, que sus curvas la habían elevado a la categoría de diosa, a amor fugaz y platónico, a ansiedad que calentaba la mano en las noches de insomnio. 

       Afuera del bar esperaban las malas noticias: show de medianoche, tocaba pagar entrada. Nada qué hacer, esculcarse los bolsillos para sacar los dedos llenos de motas, de papelitos con números telefónicos que nunca te dieron, que nunca pediste, una servilleta garabateada en la barra antes de que los demás se dieran cuenta que te habían mandado a volar. ¿Qué hacemos? Continuar andando, hasta el siguiente bar, el nuevo, ¿cómo es que se llama? Ávalon, creo, dicen que allá van las mejores nenas. La palabra nenas te hacía olvidar, por pocos segundos, que el nuevo bar no era para ti, que ese era un sitio vedado, el feudo donde los príncipes jugaban con las hadas bajo cascadas de cerveza importada, que allí siempre cobraban la entrada, así no hubiese show; la sola mención del lugar te arrancaba suspiros de impotencia. ¿Y entonces? Vamos a La Cochera, decías, aparentemente tranquilo, como para no trasmitirles el desánimo que ralentizaba tus pasos cuando pasaban frente a Ávalon, frente a sus torres enanas circunvaladas por luces de neón y coronadas con sendos reflectores que iluminaban las joyas estacionadas en el parqueadero. ¡Mire qué carrazo! Sí, ya lo vi… 

       Era de rigor comprar algo antes de entrar, intentar pasarlo o, en el peor de los casos, si los descubrían, beberlo apresuradamente en la calle. ¿Aguardiente aperitivo? Nooo, Whisky, pendejo. Pobre Pablo, desviaba la mirada, amilanado, y es que eras mayor y eso pesaba. Y usted lo entra. ¿Yo?, pero, pero… No hay cabida para la duda cuando las tropas están a punto de asaltar las puertas del paraíso. Bien dicho, Frank. Frank era el escritor de la banda, una banda de aire conformada por músicos inspirados pero sin instrumentos, partituras, o alguna clase de formación musical. El más avezado eras tú, que habías ido a cuatro clases de guitarra en las vacaciones anteriores; clases que terminaron cuando empeñaste la guitarra en otro bar —al que, por supuesto, nunca regresaste— para celebrarle el cumpleaños a Susana, la vecina, a la que su padre por poco matricula en un colegio de monjas cuando te descubrió subiéndole la falda, pero que, al final, dejaste de ver porque la habían mudado muy lejos, al otro extremo de la ciudad, casi tres horas en buseta y veinte minutos más a pie, un gran sacrificio por un beso, incluso en esa época, cuando sólo soñabas con besos. 

       ¿Vamos a entrar o qué? 

       El portero, un monumento a la desidia, ni siquiera los examinaba al pasar. Disimule, Pablito, que se le nota en la cara. Pero ya estaban adentro, la botella contrabandeada también, y Pablo medio azul de contener la respiración, un manojo de nervios, empequeñecido en medio del grupo que ya pedía a gritos la primera tanda de cerveza, eufóricos, cual hueste medieval que asalta la fortaleza. We are the champions, interpretada a viva voz por tu banda, bautizada en un rapto de inspiración como: Capela Dipsómana. Después el despliegue estratégico, las rondas para ubicar a las nenas en la oscura bodega que era el bar. Por allá está Susana y anda con su prima. ¿Qué? ¿De verdad? No se burle, hermano. Pero era cierto. Las posibilidades te daban vueltas en la cabeza, te mareaban más que el licor: Susana, sortilegio de babas; Susana, desnuda en la cama; Susana, el probable nombre de tu primera vez. Necesitabas coraje, necesitabas beber. Y allí, ignorado en un rincón, estaba Pablo, el noble Pablo, el escanciador honorario del grupo, sirviendo aguardiente bajo la mesa, esquivando los ojos del mesero; sólo le faltaba el barrilito colgado del cuello y batir la cola: Pablo vaya traiga cigarros, Pablo vaya pida música, Pablito, hágame un favor, llévele esta cerveza a Susana. 

       Hola, qué tal; no, muy simple. Hola amor; ¿amor?, por Dios. Ya casi pensabas en voz alta, te temblaba la pierna derecha, te sudaban las manos. Pablo, ¿qué dijo Susana? Que gracias. ¿Nada más? Pues… no. Llévele otra cerveza. Fumabas, intentabas pensar, tu mente en blanco era la primera señal de que tus sueños se desvanecían como el humo que expelías en bocanadas impacientes, se ahogaban en copas apresuradas, en los largos minutos que Pablo se demoraba para retornar con una sonrisa nerviosa y un nada, hombre, nada. Sírvame más. Pero ya se acabó. Pues vaya por otra. Pero, pero… No cabe lags dudas en lags puegtas cuando el parraíso. Cállese, Frank. Siempre fuiste más resistente al licor; te dejaste crecer el cabello antes que los demás, tu madre te daba dinero suficiente para que fueras pieza esencial en el engranaje del grupo. Hasta te proclamaron voz líder de Capela, pese a que Pablo tenía mejor voz. Usted se encarga de los coros. Él ya había regresado con el encargo, pero no se decidía a servir: el mesero estaba ojo avizor. Tranquilo, Pablo, yo sirvo. Usted, mientras tanto, llévele otra cerveza a Susana, pero esta vez, pregúntele por mí, dígale que la he pensado mucho. 

       Fuiste al baño a mezclar la cerveza con el aguardiente, a lavarte el rostro, a gritarle al espejo: ¡Actitud, man, actitud!; pero no sirvió de nada. Ya basta. Regresaste a la mesa, repartiste copas, hablaron del próximo partido de La Libertadores, acordaron la hora en que, al otro día, se encontrarían en los videojuegos; usaste la reserva de dinero que tenías escondido y pediste una tanda y luego otra, ya qué importaba, ya nada importaba; estaban a punto de cerrar y ese era el comienzo del final, la noche se escurría por el drenaje llevándose consigo todas las posibilidades. 

       ¿Dónde putas está Pablo?, dijiste después de cerciorarte que se habían acabado los cigarrillos. Mientras los demás lo buscaban en el bar, bajaste las escaleras justo a tiempo para verlos: Susana abrazaba a Pablo, le mordía el cuello, le arrancaba los labios; la prima se afanaba por parar un taxi, más aburrida que entusiasmada, mientras ellos seguían lamiéndose las lenguas, sin saber que los espiabas, que te abrían el pecho, que se te acumulaba el amor en la boca y tenías que aguantar las ganas para no vomitarlo en la calle. Susana, maldita Susana… Y ella se fue. Viste su rostro, por última vez, tras la ventanilla del taxi; un rostro imbuido de éxtasis, de deseo, sus ojos acariciando la imagen de Pablo que se despedía, al borde del andén, agitando la mano, enviando besos, usurpando tu lugar. 

       Jadeaste de lo rápido que subiste las escaleras. Nadie se percató de que habías salido. Te enjuagaste la humillación de la cara y te obligaste a adoptar un aspecto tranquilo, indiferente. Si Pablo no contaba nada, tu honor estaría a salvo; y sabías que él no contaría nada. Vámonos. Pronto las calles estuvieron vacías y sólo se escuchaban las risas, los cumplidos al We are the… cantado por Pablo, esta vez en solitario y de manera inspirada, su voz retumbando en la avenida, como atrayendo las luces hacia él, y a tus amigos, que parecían fanáticos en un concierto de Metallica. La noche era fría, el mundo era frío, un inmenso manicomio, pensabas, mientras caminabas, callado, a la vanguardia del grupo. 

       Llegaron al puente, igual que otras tantas noches. Quizá fue la canción de Pablo lo que te envalentonó. Quizá fue el recuerdo húmedo de las fantasías con Susana. Te subiste a la baranda, los brazos extendidos para aguantar el equilibrio, y comenzaste a cruzar, un paso a la vez, escuchando los pocos autos que corrían bajo tus pies, la sangre palpitando en tus sienes, el viento en tu cabello, en tus ojos, aún jóvenes y osados, ante la mirada asustada de los demás, a los que ni siquiera el licor animó para protestar. Llegaste a buen recaudo; bajaste al andén y estallaron los gritos de júbilo. Después le propinaste un puño en la nariz a Pablo y seguiste adelante, las manos en los bolsillos de la chaqueta, rumbo a casa. 

       Esa noche tuvieron que llevar a Pablo a Urgencias para que le atendieran el tabique roto. O, quizá, fue otra noche. Ya no lo recuerdo bien; aquellos tiempos se han amalgamado en mi memoria hasta casi reducirse a una única noche. Me detengo en el semáforo. Contemplo el letrero del bar de la esquina. Me dan ganas de entrar por una cerveza. Pedir un tema clásico. Luego me imagino a los jóvenes bailando a ritmo de una música desconocida, y yo, la sombra de traje y corbata en la barra. Ávalon —pienso—, ya nunca podrás ir… Veo mi reflejo en el espejo retrovisor y casi me desconozco. Siento deseos de un cigarrillo pero recuerdo que hace cinco años dejé de fumar, cuando Ricardo sufrió un infarto. Los bocinazos me devuelven al presente. Acelero y tomo la circunvalar, no hay trancones. Contesto el móvil; es Frank recordándome que el próximo jueves es el lanzamiento de su nuevo libro: Oiga Jorge, no se le vaya olvidar avisarle a Daniel y a Fernando. Cuelgo y me parece curioso el hecho de que últimamente he pensado mucho en qué sería de la vida de Pablo. Que primero lo recordé a él, y después a Susana. Cuando llego a casa, me doy cuenta de que mi hijo me espera en el cobertizo. Me abraza, me trae las pantuflas, me tiene listo el café; me pregunta: ¿Qué tal tu día, pa? Y yo: bien, bien. Hurgo en la billetera y su entusiasmo languidece cuando extraigo el billete de baja denominación. ¿A qué hora vuelve? Fresco, pa, que voy con… Pero el portazo no me deja escuchar el final de la frase.

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