VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

125- Mundo animal. Por As de Copas

Iba caminando por la calle y me encontré con una gata que lloraba. La gata lloraba y lloraba, le pregunté qué te pasa gatita, y la gata no me contestaba y seguía llorando. Entonces traté de imaginar porqué lloraba, traté de agudizar el ingenio y pensar como un gato, porque los humanos nos creemos muy vivos, nos creemos saberlo todo, pero no siempre entendemos  que los animales piensan diferente, tienen otras necesidades. Entonces me dije: la deben de haber agarrado una pandilla de esos gatos de tejado, gatos brutos, media o una docena de gatos o más, quién sabe, y la habrán forzado, la habrán violado, pobrecita.

Pero no. A la gata se la veía enterita, no tenía rasguños, ni lastimaduras. Tenía un pelaje suavecito, gris negro veteado. Esa gata no parecía que la hubieran violado.

Entonces le pregunté qué te pasa gatita, y la gata no me contestó, y seguía llora dale que llora. Entonces me dije ya sé: a la noche a veces hace frío y las temperaturas bajan una barbaridad, uno ni se imagina porque está durmiendo calentito bajo las frazadas, pero la gata pobrecita, anda así sola desnudita por los tejados, debe tener frío.

Pero no. Los gatos son animales inteligentes y si hace frío encuentran refugio, alguna protección donde resguardarse del viento y de la lluvia, y tienen ese pelaje abrigadito que los cubre, como el de esta gata.

Entonces le pregunté qué te pasa gatita, y no me contestó, y  lloraba que daba pena. Entonces pensé: tiene hambre. Nosotros los humanos tenemos la culpa, porque asfaltamos el mundo, construimos, y les sacamos a los gatos y a los animales la naturaleza, su hábitat, los privamos de sus recursos.

Pero no. Estos gatos son animales urbanos, callejeros, que han nacido y sabido arreglárselas en nuestro medio, atrapan ratones, se suben a los árboles y cazan pajaritos, buscan sobras en la basura. Entonces me dije que difícil es pensar como gato, entender lo que ocurre y deja de ocurrir en su mundo animal. Me quedé mirándola en silencio.

La gata se irguió, y apoyada en sus patas delanteras estiró el cogote y dejó de llorar. Luego, como ronroneando, me miró con sus ojos de gata, y con la voz temblorosa pero firme dijo:

-Lloro porque estoy dolida, lloro porque me han herido.

La miré anonadado, ya no contaba con la posibilidad de obtener una respuesta.

-Yo soy una gata bien, una gata de buena familia –continuó la gata. Trabajo sí, para ganarme mi carne, para estar fuerte y poder amamantar a mis gatitos. Tengo una amiga, o creía tenerla. Una gata muy fina, una gata de balcón, y la iba a visitar de vez en cuando, cuando tengo tiempo, ya que soy una gata muy ocupada. Mi amiga siempre se ponía contenta con mis visitas, me convidaba con leche, me contaba sus penas, me contaba lo feo que es estar todo el día tirada en el sofá esperando a sus dueños, lo aburrida que es la vida de ser gata faldera, gata de almohadón. Yo la escuchaba, le tenía paciencia, y rara vez le habré dicho algo de mí. Ella siempre me lloraba la carta y me contaba de que si bien le gustaba mucho el pollo siempre le traían la comida con gusto a pollo y no se daban cuenta de cambiar a veces el menú con un lomito o pescado; de que a veces se les terminaba la leche entera y le daban semi descremada que ella odiaba; de que otra vez le habían comprado un ovillo de lana azul cuando ella prefería el violeta, muchas cosas me contaba y yo la escuchaba serena. Un día mi vida se conmocionó: conocí un gato, un gato buen mozo, de buenos modales, que no solamente vino por un ratito a divertirse y pasarla bien, sino que volvía, me traía regalitos, cabezas y espinas de pescado, un bife de cuadril que quién sabe que riesgos habrá pasado para conseguirlo, un día hasta se apareció con un ratoncito hermoso, todavía vivo. Yo estaba enamorada de mi gato y cometí un error: le conté pormenores de la relación y hasta se lo presenté a mi amiga, que parecía muy contenta de conocer por fin a un gato caballero. Hace un rato se me dio por pasar por el balcón: encontré a la que se decía mi amiga junto con mi gato con las manos en la masa. Empecé a gritar que era una ingrata, una traidora pero me detuvo con un gesto. Me dijo que al principio le había caído simpática pero que desde hacía un tiempo ya le daba asco, asco le daba, que la vieran junto a una gata como yo, una cualquiera, vieja y desvergonzada que robaba bofe de la carnicería donde compra su dueña y hurgaba en la basura, que había pasado por las garras de cuanto gato anda suelto por el barrio, que no había hueco o terraza donde no hubiere parido media docena de gatitos, ella, una gata de mundo, una gata esterilizada que había viajado a Europa en avión y comido canapés en recepciones, todo eso me dijo, delante de mi gato, ese canalla. No pude seguir escuchándola, y huí, huí lo más pronto que pude saltando de techo en techo, hasta donde me llevaron las patas”.

La gata se quedó en la misma posición sentada, apoyada en sus patas delanteras. Callada, bajó el cogote.

Entonces se me ocurrió una idea brillante. Me la llevé a casa. Le compré leche, carne enlatada de pavo, de atún y de cordero, tres ovillos de lana de diferentes colores, le acaricié la cabeza y el lomo hasta que se me acalambraron las manos. Al día siguiente le llevé al Morrón, una belleza de gato, un gato marrón claro con pintas rojizas, delgado pero atlético, fibroso, un gato balconero. Pasaron la noche juntos. La mañana siguiente, la gata me lo agradeció. Por unos días le di los gustos, carne y leche a discreción, ovillos de lana, mimos, y el gato. Una tarde la gata me preguntó por el Morrón: no le contesté. Después le agregué a la leche un trago de ginebra y le traje al Cutiño, un gato negro gordo y pendenciero y los encerré en el galpón. Desde la calle se escuchaban los chillidos, pero como era sabido, al final hubo solo silencio total. El Cutiño las sabe ablandar. Ahora llueven los gatos. Hacen cola, y a medida que van pasando les cobro de a cincuenta por cabeza, ochenta los especiales, cien la completa. Un par de veces la gata se me quiso retobar, pero le traje al Cutiño y se le pasaron las ganas. La otra tarde se me acercó medio remolona, al principio no entendí que quería, pensé que tendría que llamar otra vez al Cutiño, pero lo único que dijo es si le podía agregar un poco más de ginebra a la leche.

Esa noche le llevé al Morrón.

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