Flotando boca arriba seguía el cauce del rio. Consiguió olvidar el peso de su cuerpo. Su pelo empapado creaba un aura negra alrededor de su cabeza. Su piel desnuda se escondía de mis miradas bajo el reflejo del sol. Su rostro, sereno, se hundía y resurgía al ritmo de la corriente. Desde la orilla decoraba el paisaje con su presencia, pero bajo el agua turbia se podía ver cómo su piel se arrugaba y se oscurecía lentamente.
Alzó la cabeza y me miró. Nadó hacia la orilla con calma. Salió del agua y se enredó en una toalla. Me sonrió.
-Siento que mi mente se ha vaciado del todo
-¿Y eso es bueno?-Pregunté.
-Claro.-Me contestó ofendida, con un tono arrogante. -Deberías probarlo, a lo mejor desaparece tu cinismo.
-No ha conseguido que dejes de ser prepotente, así que no le atribuyo propiedades milagrosas al agua.
-Eres tonto.-Muy original y elaborado.
Me levanté y le ofrecí mi mano. Se agarró a ella con fuerza y comenzamos a caminar hacia el coche. Ella se sentó en los asientos de atrás y se puso la ropa. Se colocó las botas y pasó al asiento del copiloto sin salir del coche. Me senté frente al volante y puse en marcha el motor. Nada más brotar los primeros rugidos del motor, Emilie encendió la radio. Sintonizó una cadena de Jazz. Comencé la marcha mientras ella a mi lado tarareaba y golpeaba sus rodillas al ritmo de la música. Me cogió del brazo.
-Te quiero mucho, Andrew.-Sonreí.
-Yo también te quiero.-Sonrió y me dio un beso en la mejilla.
Pasamos del frondoso paisaje del bosque al dorado paisaje de los cultivos de trigo. Tras un par de horas paramos en una gasolinera a repostar y descansar un rato. Tras llenar el depósito me senté en un banco que había frente al restaurante de la gasolinera. Cerré los ojos y dejé que los vapores de la gasolina contaminasen mis pulmones. Mientras tanto Emilie hablaba con sus padres. Su tono y sus palabras tenían una ingenuidad que nada tenía que ver con su verdadera personalidad. Colgó tras unos minutos y se acercó al banco. Se sentó a mi lado y me sopló en la oreja. Abrí los ojos de golpe y la miré.
-¿Qué te han dicho?
-Quieren que vayas a cenar mañana a casa.
-¿y qué les has dicho?
-Que eres un buen marido y que irás.
– Si no hay más remedio…-Ella rió y me dio un beso.
-Vámonos, quiero llegar antes de que se haga de noche.
Otra vez más nos poníamos en marcha. Cada vez que veía un poste de electricidad desaparecer tras de mí tenía la sensación de que perdía autoestima, carisma, pensamientos… No sé, sentía que no era yo.
Llegamos al fin a la ciudad. Ya las farolas iluminaban el asfalto. Metí el coche en el garaje y entramos en casa. Emilie hizo la cena. Durante la cena conversamos bajo la tenue luz de las velas, con las cortinas cerradas lejos de miradas indiscretas. Tras unas cuantas horas y otras tantas copas de vino nos fuimos a la cama.
Me desperté temprano para ir a trabajar. Arranqué mi coche y apagué la radio. Llegué a mi trabajo, saludé a mi jefe y bromeé con mis compañeros. Me senté en mi despacho mientras mi secretaria me decía con quién me debía reunir, a quien debía llamar… Y esa noche cena con los suegros. No pude más que pensar en cómo nuestra facilidad para alcanzar la felicidad la marca la distancia entre lo estúpidos que parecemos a ojos de la gente y lo brillantes que somos cuando nadie mira. No pude más que recordar los reflejos del sol en el agua sobre el cuerpo de mi mujer. Y ella sonrió.
El agotador aroma del perfume de mi secretaria hizo que volviese a la realidad.
-…Y a las 12 tiene junta con la cúpula.
-Muchas gracias Adele, te puedes marchar. Te avisaré si necesito algo.
Se marchó contoneando exageradamente las caderas, girándose con elegancia frente a la puerta y despidiéndose con una falsa sonrisa, aún más ineficaz con el carmín.
Estuve un rato sentado en el escritorio repasando mentalmente todas mis tareas para el día. Tras anotar un par de cosas en la agenda me levanté y decidí dar una vuelta por la ciudad. Mi posición en la empresa me permitía tener cierta libertad de movimientos.
Una vez en la calle me sentía extraviado y decidí caminar sin un rumbo claro. Tras un rato llegué al campus de la universidad donde Emilie y yo nos conocimos. Yo estudiaba economía y ella artes literarias. Tuve la fortuna de compartir clase con su hermano, si no fuese así hubiese perdido lo que más quiero y deseo en este mundo. ¿Hubiese perdido? Tiene gracia, ni siquiera la conocía y ya tenía la sensación de echarla en falta.
Atravesé el campus hasta llegar a una parada de taxis. Me subí en uno y le indiqué la dirección de mi oficina.
Tras varias horas de reunión con mis jefes y empleados, agotado y hambriento, decidí ir a comer. Llamé a Emilie desde mi oficina y le propuse acercarse a un restaurante que está cerca de mi oficina. Me dijo que no, que estaba preparando las cosas para la cena con su madre. Ah, la maldita cena se me había vuelto a olvidar. Invité entonces a mi secretaria y bajamos los dos.
Adele no era una gran conversadora, pero escucha con atención y por muy falsas y forzadas que sean sus posturas físicas puedes intuir en sus ojos que realmente tiene interés en lo que la gente dice. Durante la comida conversamos sobre las películas que estaban proyectando en el cine de la ciudad.
Adele era muy cinéfila, conocía prácticamente todos los actores y directores, algo sorprendente teniendo en cuenta que con su sueldo de secretaria ir al cine era un auténtico capricho. Me reía mucho con ella cuando entre risas intentaba pronunciar los nombres de los actores y actrices franceses.
-D-d-d-ecomlé.-Reía.
Pedí la cuenta, pagué y nos marchamos de vuelta a la oficina.
No acababa de entender por qué Adele era tan radicalmente distinta cuando estaba en la oficina y cuando dejaba el trabajo tras de sí. Seguía forzando su feminidad, pero era agradable, e incluso bonita. Tremenda tragedia que no estuviese casada.
-Un par de horas más y ya he terminado.-Una y otra vez me decía. Aún suegros de por medio quería ver a Emilie con todas mis ganas.
Por fin terminado mi trabajo conduje hasta casa de mis suegros. Llegué justo para comenzar la cena. Afortunadamente el hermano de Emilie estaba invitado, así podía recordar viejos tiempos y no me vería forzado a charlar con mi suegro sobre finanzas y beisbol.
Larga cena, extensas copas de whiskey y coñac, muchos recuerdos de juventud… acabó siendo una velada agradable.
Con la cabeza aún algo ligera por el alcohol Emilie y yo subimos al coche tras despedirnos de toda la familia. Llegamos a casa, y cansados como estábamos fuimos directos a la cama. Me dolía un poco la cabeza así que decidí levantarme e ir a la cocina a tomar un vaso de agua y un par de pastillas.
Sentado en la mesa de la cocina observé un libro que estaba leyendo Emilie. Me planteé qué hacía en mi ausencia. Pensé que pensaría en mí tanto como lo hago yo en ella. O quizás no. Quizás Adele era siempre así, amable y bonita. Quizás mi suegro era un gran conversador… como ya he dicho antes, brillantes en soledad, brillantes en la mente.
Permanecí sentado durante horas, mirando los azulejos del suelo, brillante en soledad, estúpido en el reflejo y Emilie flotando bajo el sol.