VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

129- Recuerdos de Berlín. Por Prudencio Griffel

–         Buenas tardes, bienvenido a Berlín señor… 

No dejé que terminara la frase, se podía notar lo difícil que le resultaba pronunciar mi nombre, así que antes de que entrara en pánico, decidí dar un paso adelante. 

–         Señor fulanito, soy yo , –dije mientras lo saludaba.

–         Mi nombre es Alex, soy del comité de bienvenida. He venido con mi mujer, pero ahora mismo se encuentra en el restaurante tomándose un  café, ha dormido muy poco anoche, espero la disculpe, nos alcanzará luego en el estacionamiento, seguro que entonces tendrá una mejor cara y estará más despierta, me dijo que tenía muchas ganas de verle. El coche está afuera, sígame por favor. 

Por un instante me quedé blanco. No sabía si decir algo, soltar la carcajada o continuar con la broma. Opté por lo último, no quería arruinar el entusiasmo del chico. La idea de ser recibido en el aeropuerto como una persona importante me hacía mucha gracia. Era la mejor manera de empezar el viaje. Me coloqué la mochila sobre mi espalda y nos dirigímos a  la salida. Alex comenzó a hablar en inglés, estaba claro que lo que había dicho antes en español era memorizado. 

–         ¿Qué tal el vuelo?

–         Bien, tranquilo, poco que contar.

–         Mi mujer me ha contado que ha venido para ver a alguien importante.

–         Sí, a una amiga que no veo desde hace algunos meses. Y también a tu mujer, a quien no veo desde hace años.

–         Vaya, un viaje de muchos reencuentros. 

Al llegar al coche mi amiga nos esperaba dentro. Tenía la cabeza apoyada contra el cristal, con una mano sostenía el café y con la otra una revista que leía de reojo, tenía una cara horrorosa, parecía que no había dormido toda la noche. No era la primera vez que la veía así, y me alegraba encontrarmela como siempre. Apenas pudo verme pegó un grito, salió del coche y corrió a abrazarme. Permanecimos así durante casi diez segundos. 

–         Espero que no estés llorando, –dijo durante la última parte del abrazo. 

Era la primera vez que nos veíamos desde hacía tres años, así que era normal que nos emocionasemos. La última vez que coincidimos fue durante la fiesta de despedida que terminó a las siete de la mañana con ella y yo solos en el sofá borrachos. Luego cada uno tomó su rumbo, viajamos a ciudades distintas, nunca volvimos a coincidir y perdimos el contacto, aunque nos escribíamos por correo electrónico para felicitarnos en navidad. Me alegró verla igual que siempre, es decir linda, quizás un poco más delgada y con el cabello más corto. La felicité por el recibimiento, confesé que me sorprendió. Me contó que la idea había sido de Alex y no suya. 

–         Es más listo de lo que parece ¿eh? – dijo, mientras le dio un beso en la mejilla. 

Durante el trayecto a su casa nos pusimos al día rápidamente, algo que sucede sólo con los buenos amigos. Mi amiga vive en un viejo y anodino edificio de la parte este de Berlín, ubicado junto a un supermercado de emigrantes turcos y una pequeña iglesia de ladrillos rojos en el barrio de Prenzaluer Berg. Después de aparcar y salir del coche, mi amiga me tomó aparte y me preguntó: 

–         Y bien ¿Qué te parece?

–         Soy muy malo para valorar a las personas. Pero parece buen chico.

–         ¿Te conté que vivimos juntos algunos meses? Pues la cosa no funcionó. Cortamos y ahora estamos saliendo de nuevo. Es buena persona, pero a veces me dan ganas de ahorcarlo.

–         Es lo más romántico que te he escuchado decir de una persona.

–         ¿Sabe ella que estás aquí?

–         Sí, le avisé por correo que venía y que quería verla, pero no ha respondido aún. Voy a mirar esta tarde mi correo, si no ha dicho nada, la llamaré al móvil. 

El apartamento era acogedor. Se notaba que había sido reformado hace poco. Las ventanas, el suelo, la cocina, la pintura, todo era casi nuevo. Me instalé en el salón, un espacio grande donde se alojaban los invitados con  televisión, ventana a la calle y un armario. Revisé mi correo, todavía no había respuesta de ella. Luego tomé una ducha y bajamos a cenar los tres, nos moríamos de hambre. Encontramos un lugar de comida tailandesa baratísimo al que solían ir a comer cuando no tenían ganas de cocinar, luego por la noche fuimos a un bar cercano de la calle Schönhauser donde estaban unos amigos suyos. Después de cuatro cervezas nos encontramos más animados y relajados. Todos llevaban viviendo muchos años en  el barrio, pero se quejaban porque los precios de alquiler habían subido mucho últimamente. El barrio se había puesto de moda lo que había provocado la llegada masiva de especuladores. En algún momento de la noche, mi amiga me tomó del brazo y se acercó. 

–         ¿Te contestó?

–         No.

–         No se diga más. Iremos mañana al pueblo donde vive. ¿Dices que está cerca de aquí no?

–         Sí, a un par de horas por autopista.

–         Le pediré a Alex que nos lleve. Yo me encargo de convencerlo.

–         No es necesario, primero necesito saber si está en casa, si no puede ser una gran pérdida de tiempo. Además si voy, prefiero hacer el viaje en tren, tengo un boleto de interrail comprado y no lo quiero desaprovechar.

–         Si te quedas esperando, esperarás toda la vida. Lo mejor que puedes hacer es ir y presentarte directamente en su casa. Pónselo difícil. 

Nos levantamos al día siguiente, sábado, con una resaca descomunal. Habíamos llegado a casa cerca de las cuatro de la mañana y cinco horas después ya estábamos desayunando. En ese momento se escuchó el timbre de casa, era Alex que esperaba afuera con el coche. Durante el camino, Alex se esforzaba por aparentar que se encontraba bien e incluso se mostraba alegre y fresco. Contaba chistes en alemán que por su puesto sólo entendía mi amiga y a veces miraba hacia atrás para preguntar cómo me encontraba, verdaderamente era un chico educado, no entendía por qué mi amiga lo quería ahorcar. 

A punto de llegar a la ciudad comentamos lo poco espectacular que era el paisaje de esta zona del país.  El pueblo al que nos dirigíamos estaba situado dentro de la parte oriental del país, en una región de carácter industrial con pocos atractivos turísticos, salvo algunos parques bonitos que rodeaban el núcleo urbano. El viaje duró más de dos horas, aunque se hizo más corto, porque escuchamos música todo el tiempo, y aprovechábamos para recordar anécdotas divertidas cuando mi amiga y yo trabajábamos juntos en México. 

Después de pasar un montón de rotondas a la  entrada del pueblo y de preguntar en la gasolinera por la calle a la que ibamos, dimos finalmente con ella. Aparcamos el coche a unos cien metros de su casa. Si todo iba bien yo haría una señal a lo lejos y ellos partirían de nuevo a Berlín y yo me las arreglaría para regresar después en tren. Me desearon suerte, al bajar saqué una pequeña libreta donde había apuntado la dirección. Me paré frente al edificio y me cercioré de que el número y la calle fueran las correctas. Estaba un poco nervioso, así que antes de tocar el timbre, respiré profundamente. De repente noté que hacía mucho calor, estábamos a mediados de agosto y era normal tener temperaturas de más de 30 grados. Detrás de mí pasó un tranvía muy rápido, pero yo no lo escuché, sólo sentí la presencia del convoy. De un momento a otro me había quedado sordo, no escuchaba ni el paso de los pocos coches que circulaban por la calle. Era mediodía, miré hacía abajo y descubrí que mi cuerpo no hacía ninguna sombra sobre el suelo. Antes de que sucediera otra cosa, me acerqué definitivamente al portal, toqué el timbre y esperé.

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