VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

131- Una infancia feliz. Por Chuss

El tiempo se paró cuando llegamos a aquella isla, aunque nadie lo advirtió.

Desde que pusimos un pie en ella supe que era mágica por algún motivo que por entonces se me escapaba. En cuanto conseguimos que el velero volviera a ser navegable decidimos partir de inmediato, emprender un viaje de vuelta que, estábamos seguros, no podía ser tan desafortunado como el que nos había llevado hasta allí.

El peor parado había sido yo mismo. Un objeto muy pesado me cayó sobre la mano cuando intentábamos controlar el barco durante la terrible tormenta que nos sorprendió poco antes de recalar en esta playa. Me desmayé y enfermé. Por desgracia perdí el dedo meñique. Mis compañeros curaron mis heridas y cuidaron de mí. Finalmente, arribamos a esta isla desierta que ahora abandonábamos.

Zarpamos sin saber exactamente nuestro punto de partida, pero con mi herida casi cicatrizada, ilusiones renovadas y con nuestro flamante barco a punto de ser reestrenado.

Atrás dejábamos el sufrimiento por la dolorosa amputación de mi dedo, la frenética actividad de los días de la tormenta, las estúpidas peleas que nos enfrentaron en los aburridos días sin viento, y la alegría y excitación difícilmente contenida al comienzo de la aventura.

¿Dije atrás?

A bordo revivimos la pesadilla. Volví a tener fiebre y se reactivó mi infección. Pasé postrado y delirando los días en que mis amigos luchaban por controlar la nave, a merced de un temporal fatalmente idéntico al del viaje de ida.

Tras la tempestad llegó la calma y con ella, de nuevo, las peleas –la inactividad las propiciaba, como habíamos comprobado a la ida-. Además, discutíamos exactamente por las mismas cosas, con la misma pasión y acaloramiento, como si lo hiciéramos por primera vez. Inexplicablemente, la herida del dedo que tanto me había estado torturando dejó de molestarme. Pensé que era uno más de los extraños fenómenos que sólo parecían extrañarme a mí y resolví no comentarlo con mis compañeros, demasiado ocupados en reproducir fielmente cada acción, cada palabra, cada insulto que ya habían proferido. Ninguno se daba cuenta de que eso ya había ocurrido.

La calma chicha no detuvo el transcurrir del tiempo, que seguía soplando caprichosamente.

Presintiendo que se aproximaba el fin del viaje, nos embargó una euforia parecida a la que nos animó durante los primeros días de navegación. Olvidamos nuestras diferencias y volvimos a cantar las mismas canciones y a contar los mismos chistes que nos hicieron reír al principio del viaje. Brindamos otra vez por el feliz motivo que nos llevó a emprender esta fantástica odisea: todos habíamos terminado con éxito la carrera.

Deseé que al llegar algo me sorprendiera, pero no fue así.

Me encontré a María llorando en el muelle, representando la misma escena que yo tenía grabada en mi mente y que me había acompañado cada día, desde aquel en que nos dijimos adiós. Volvimos a casa en silencio, igual que cuando me fui. Me dio vértigo verla preparándome la maleta, empecinada en continuar la representación, sin hablarme, como la última noche. Yo sabía que me culpaba por dejarla sola y sólo ella presentía que a la vuelta nada sería igual.

O sí.

Quise desempacar y contarle nuestras desventuras, hablarle del descubrimiento de una isla que nunca aparecería en los mapas, pero mis músculos no me obedecieron. Al contrario, me llevaron a rodearla en un abrazo de despedida y a prometerle que nada iba a cambiar.

En los días que siguieron hablábamos del viaje como si no lo hubiéramos realizado. Mis amigos parecían haber olvidado todo. Pensé que se debía al trauma por las penalidades que habíamos vivido.

Observé sorprendido cómo mis primeras canas comenzaron a teñirse de negro.

A nadie más que a mí le extrañó que después de una maravillosa luna de miel con María, ella se fuera a vivir con sus padres otra vez.

Mis amigos, a los que cada día encontraba más jóvenes, planeaban una fantástica travesía en un velero que todavía no tenían pero al que ya habían puesto nombre.

Se llamaría Destiempo.

A su disparatada propuesta yo les contesté, acariciando compulsivamente mi dedo meñique, que no podíamos permitirnos ninguna escapada hasta que termináramos los estudios. En eso estuvieron todos de acuerdo y prometimos que sería nuestro viaje de fin de carrera. Empezamos a ahorrar ese mismo día.

¡Qué tiempos aquellos! ¡Y qué suerte la mía poder vivirlos de nuevo!

Ahora vivo atormentado porque me cruzo con María todas las tardes al salir del cole y no da muestras de conocerme. Cuando la veo llegar me separo de mis amigos, que fuman a escondidas, y me hago el encontradizo. Ella se ríe con sus amigas y me mira de reojo. No puedo dejar de mirarla mientras se aleja, con sus trenzas y su mochila, con su falda plisada y sus calcetines altos.

Creo que me he enamorado.

Hace tiempo descubrí que poseo este fantástico don: soy capaz de predecir el pasado.

Por fin mis padres me han llevado al psicólogo pues ellos no entienden lo que me pasa. Están muy confundidos y no me dejan hablar del tema delante de sus amistades, les incomoda un poco esta rareza mía. La verdad es que nunca aceptaron tener un hijo tan peculiar, quizá cuando sean más jóvenes lo vean de otra manera.

Mientras tanto, yo trato de llevarlo con naturalidad y no angustiarme por lo que me deparará el ayer. Al fin y al cabo, la mía fue una infancia feliz.

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