VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

142- Marcos y la señorita Cora. Por Whistler

Cuando la muerte no era más que una posibilidad rara, algo que les sucedía a otros pero no a mí, me daba igual que los días fueran de sol o lluvia, que la ciudad se extendiera o permaneciera inmóvil, tener vacaciones en Agosto o Septiembre, o si mi pelo parecía el de un gentleman o el de un camorrista que acaba de liquidar una pelea callejera con cierta dificultad. Simplemente vivía. Me aferraba al hoy por naturaleza y el futuro era mi aliado. ¡Yo!, un hombre con extensa actividad y éxito social. Ahora, sin embargo, la muerte y Cora son mis inseparables compañeras. Ella, Cora, duerme a mi lado mientras decido levantarme. La otra, la muerte, no sé dónde andará escondida, pero la presiento a cada instante, husmeando infatigable todos los rincones de mi casa, tratando de descubrir una rendija minúscula por la que adentrarse y acabar con todo de un plumazo. Ahora la ciudad es siempre demasiado pequeña por mucho que la sigan estirando, las vacaciones las prefiero en primavera y ni qué decir de mi rebelde cabellera: la mantengo firme a golpe de peine, para estar permanentemente presentable, como si estar bien peinado fuese condición necesaria para morir bien. Si llueve, me siento protegido. Pero si luce el sol, extiendo el estor de la oficina por no sé qué miedo a qué. Cierro las ventanas y, lo reconozco, a menudo lloro. No poseer una piel libre para exponer al sol es, sin duda, peor que haber muerto ya. Aunque no, ¡no es cierto! Aún me queda Cora. Cora la valiente, la sólida Cora, hecha de una sola pieza, compacta, resuelta y tan frágil a la vez, regando con lágrimas la cama donde en la noche, si llega, habrá al fin paz.

Marcos se irá en una hora. Cada minuto sopesado, planificado en sus mínimos detalles, ejecutado con la precisión del que comprende que no dispone de tiempo. Desde que la muerte ha dejado de ser una realidad ajena, se me ha borrado el pasado y sólo el instante cuenta. A veces me imagino mirando fijamente la arena fresca de su tumba, un día templado y común de lluvia. Todos se han camuflado en sus casas, excusados por la inclemencia del tiempo, infectados de culpabilidad. Yo sola. Sola en pie, con la vista echada a la tierra, recuperando, al fin, todo el pasado abruptamente. Pudiendo erradicar las lágrimas de mi rostro, exonerada del violento acecho de la sinrazón, de la ausencia de porvenir. Recuperando la frescura de los aromas, el repertorio de sabores ocultos en los alimentos,  el calor del teléfono al sonar. Sin que todo me parezca podrido, sin que me sobresalte nada. ¡Nadie! Sin dudas, sin preguntas, sin cambios de acera, sin miradas atrás. Sin terror. Sin terror a perderle porque él ya está ahí, yaciente, sin que se le note ya ni la cojera ni esa otra señal, secreta, más rotunda y falaz que la propia muerte: la marca que esa misma muerte deja cuando ha errado por pura casualidad.

Trato de no hacer ruido al incorporarme, al tomar la muleta y caminar con su ayuda de metal. He conseguido ser independiente para asearme y prefiero que ella permanezca en la cama, fingiendo dormir. Sé que sus ojos dirigidos al ventanal del dormitorio están abiertos. Pero ella disimula. Yo disimulo. Así todo parece más normal. En esta primera hora del día nos vamos diciendo adiós, cada vez que entro y salgo de la habitación, mientras estoy en el baño, si me peino o me visto, cuando desayuno. Despedirnos para siempre cada mañana es parte de nuestra rutina. Esa rutina reducida a la noche, cuando nos sentimos seguros en el calor del cuerpo ajeno, lado a lado mirando el techo o penetrándonos con el impulso de toda esa vida de la que carecemos, aunque sabemos como es. Ella atiende a mis dificultades para desplazarme. Sin embargo, se reafirma en su quietud marmórea. Ese es nuestro pacto tácito desde mi salida del hospital: mantener a raya a la minusvalía y no permitir la pena. Al menos nosotros dos en eso nos respetamos. Renunciando a comportarnos como víctimas, somos capaces de extraer, en medio del delirio, un tanto de verdad. Nos acompañamos así. Y podemos, hoy por hoy, mirarnos de frente, directamente al fondo de los ojos. 

Ya huele a ducha lenta, a jabón de sastre mezclado con su piel. Pronto irrumpirá en la habitación la fragancia del café. Las sensaciones de la mañana y la noche son las pocas que conservo. Durante el día, todo lo anega la incertidumbre, la fetidez de la muerte. Nada más existe. Todo se reduce a la distracción, al consuelo. Mientras él desayuna, yo imagino un futuro normal para mi vida. Cuando entra en el dormitorio tras el desayuno, me gusta voltearme para verle. Se sienta en su lado de la cama, con toda la ropa al alcance, desnudo, permitiéndome observar sus estrechos brazos, el cogote, la espalda con la columna bien marcada, los muslos entreabiertos. Empieza siempre por la camisa, lo más fácil. Después viene lo complicado, sobre todo el pantalón. Es una tortura para él. Se enreda con una y otra pernera, cae, pierde los estribos y a menudo gime antes de reponerse y volverlo a intentar. Y yo me contengo. En realidad sabe que no duermo, pero ni siquiera el primer día me pidió ayuda. Abrocharse los zapatos es un sufrimiento. La pierna mala le tira cuando se dobla, como si se fuera a rasgar de nuevo. La habitación está bañada con la primera luz. Es hermoso, a pesar de todo, vivir este momento crudo. Contemplar su cuerpo amarilleado por este sol.

Mientras me visto observa mis deslavazados movimientos. Me escruta el cuerpo con una pasión que puedo sentir sobre mi espalda. Como si me abrazara desde atrás. Para mí, en este momento arranca el vértigo real. Desplazarme con mis tres piernas hasta la calle, saludar a Raúl. Raúl, pretendiendo lo contrario, es la conciencia nítida de la muerte expectante. Miro por la ventana y todavía no está. Aún no es la hora fijada para hoy. Él nunca se retrasa. Se amolda perfectamente a los cambios de horario, a despertar antes que el sol o a dormitar hasta las diez. Una exigencia más de su trabajo. Funcionar a expensas de las decisiones del mutilado de libertad. La sábana blanca dibuja los accidentes del cuerpo de Cora. Su respiración se acentúa siempre en este instante, cuando es consciente de que ya voy a partir. Esas fotos sobre la mesilla de noche, que nunca me gustaron, son ahora un penúltimo consuelo, pasajes alegres de la vida de antes. Me adentro en ellos y parece que vuelven. Como si fuera primavera. Imágenes en color oliendo a un pasado ya de blanco y negro. Imágenes que luchan a la vez por recuperar su espacio como posibilidad. Cora sonriendo a la cámara en lo alto del cerro de San Marcial, cuando éramos unos recién llegados. Cora recostada en mi hombro con el Bidasoa al fondo. Marcos y Cora en una calle peatonal de Irún, celebrando el traslado con los nuevos compañeros. Y esa otra instantánea no enmarcada, sin soporte, sin hueco asignado pero omnipresente, que se esparce por el ambiente todo y reina en medio de tanta apariencia de felicidad: Marcos en el hospital, con la pierna desgarrada, con la sangre en sus venas hecha pedazos.

Se aproximará a besarme. Le responderé adormilada. Saldrá de la habitación y escucharé como la puerta se abre. Adiós. Adiós. El beso, por favor. Dame mi beso. No soporto ya más la espera. ¿Dónde está Raúl? ¿No le ves? Hay que entender. Quizá se retrasa porque seguramente él también tenga alguien cerca aguardando su beso. Nosotros, los marcados, comprendemos la esencia de la valentía en la misma medida que la del terror. ¡Raúl! Al fin y al cabo, yo soy también tu esposa. Tu madre, tu hermana, tu primer amor. Soy la mujer más querida por cada uno de vosotros, los marcados. Raúl, Miguel Ángel, Txentxo, José, Gabriel, Olatz, Xabier…, Marcos, Marcos, Marcos. Mi beso. Mi beso, por favor.

Cada vez que la beso al marcharme, pienso en cómo me acogió al final de la escalera a mi salida del hospital. Sus pupilas se anclaron a las mías. Sonrió de una manera tenue, sin forzar, puso las llaves del coche en mis manos y me dijo: me ha dicho el médico que puedes conducir; llévame a casa; estoy cansada. Cada vez que la beso al marcharme, le agradezco su acompañamiento, su lucha contra la resignación, su ímpetu, su cuerpo, su ser. Cada vez que la beso al marcharme, me alargo, me extiendo un poco sobre su piel, la impregno de mí al tiempo que me dejo invadir por su calor de cuna, por toda la paz que hemos fabricado aquí. Me la llevo porque la necesito para sobrevivir. ¡Ahí está Raúl! Aquí está tu beso, Cora.

Cierra la puerta con sigilo para no sobresaltarme. Me incorporo. Froto mis piernas para sacarme un poco el frío que deja su salida, los calambres que me recorren el cuerpo. Voy a la ventana. A través de la cortina traslúcida veo a Raúl en la acera de enfrente. Apenas ha abandonado la adolescencia. Quizá la edad le ayude a sentir de otra manera el riesgo. Quizá. ¿Hay, acaso, una edad idónea para enfrentar el terror? ¿Es, acaso, una edad mejor que otra para eso? Ya sale Marcos. Decidido, como siempre. Saluda a Raúl con la mano antes de cruzar. Se encuentran. Los dos parecen despreocupados, pero no lo están. ¡No! No lo están.

En alguna ocasión le he dicho que camine a mi altura. Sin embargo, siempre se retrasa un poco. Uno o dos pasos nada más. Lo suficiente para concentrarse en su trabajo y hablar lo indispensable, lo que por educación o por cautela no se puede omitir. Guardándome la espalda impávido. Nos aproximamos al coche. Como cada mañana le pido que se detenga a unos metros de nuestro objetivo. Señalo unos cubos de basura llenos, indicándole que los utilice como parapeto. Accede de mala gana, pero sin rechistar. Recorro solo el último tramo…

… El coche es el primer peligro del día y el que más miedo da. La otra vez fue ahí. En una mañana como esta. ¡Claro!, desde entonces todas las mañanas son gemelas de aquella y portan idéntica información. Marcos se agacha. Comprueba bajo el vehículo durante un par de minutos o tres. Estoy obligada a dejar de mirar. No lo soporto. ¡Inaguantable tensión! Busco de nuevo la seguridad de la cama. Me siento. Con todas mis fuerzas me tapo las orejas. Fabrico con las manos un zumbido apaciguador, un perdón anticipado para el que no hay cabida. Aprieto los dientes hasta que desde las encías parten clamores que me inundan de dolor. De tan cerrados que están mis ojos, la rabia de mis lágrimas no puede, ni por asomo, tratar de escapar. No consigo evadirme, pero así es mejor. Sufrir con él, morir con él. A menudo pienso que debería acompañarle cada mañana. No me atrevo a proponérselo porque con ello traicionaría nuestro acuerdo tácito. Un minuto. Tiempo lento. Dos, tres, cuatro más. ¡Qué transcurran ya! Vendrá el ruido del motor y, por un instante, la angustia cederá. 

No hay nada visible ahí abajo. Entro en el coche. Me aseguro de que Raúl se protege adecuadamente. Pongo la llave en el contacto. Dispongo el espejo para poder contemplar la mitad superior de mi cara y mi frente. Saco el peine de la guantera. Lo paso mi pelo una y otra vez. Con calma. Ritualmente y con dedicación. Devuelvo el peine a su lugar. Restablezco la posición del retrovisor. Agarro el volante. Lo palpo con suavidad…

… Un minuto más…

… Atraigo la imagen de Cora. Su rostro copa mi visión blanca. Cora, mi señorita Cora…

… Marcos…

… Giro la llave, dispuesto a arrancar.

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