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VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

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148- El idioma universal. Por Juanbreva

          Lo recuerdo bien. Yo contaba trece años y era mi primer curso en ese instituto, en el que me quedaría cinco cursos más. Mis primeros compañeros allí fueron tipos normales, como hubiesen podido ser en cualquier otro centro público. Alguna chavala que valía la pena, algunos que más tarde vería en los ficheros de sospechosos habituales de la policía local y otros que continuaron el camino conmigo hasta el final del bachillerato. Pero todo eso es otra historia. Aquella mañana estábamos enfrascados en una materia aburrida (pongamos, por ejemplo, tecnología) cuando nos dijeron que teníamos que cortar porque había concertada una charla sorpresa. Nos mandaron al aula de música, que estaba situada en la planta baja. A la derecha de la entrada del centro, en el patio de las columnas. A mí ese sitio no me gustaba porque la profesora nos hacía aprendernos con la flauta canciones para idiotas, pero sí estaba interesado en la posibilidad que nos ofrecían de salir de la rutina. Además, podía sentarme más cerca de esas chavalas que valían la pena. O que parecían valerla, porque luego comprobé que algunas no eran para tanto.

            Y allí, en el aula de música, nos esperaba el tipo al que digo que recuerdo bien. Usaba un chándal antiguo con colores llamativos combinados al azar, como los que llevan los yonquis que todavía pueden vestirse. Creo que fue el director del instituto el que nos hizo la presentación, explicando que aquel buen hombre tenía una historia que contarnos. Yo estaba convencido de que iba a hablar de lo jodida que era la droga y cómo había sido su proceso de desintoxicación y todo eso. Debía rondar el medio siglo y no tenía demasiado mal aspecto. Bueno, salvo que uno lo analizara a fondo. Al tipo se le notaba que llevaba alguna que otra hostia en la vida, pero quién no la llevaba con esa edad. O con cualquiera. En resumen, la vestimenta era de yonqui pero su cara y los kilos de su cuerpo decían lo contrario, así que la balanza estaba equilibrada. No cabía duda de que la charla iba por lo de la rehabilitación.

            Pero nada más lejos de la realidad. Conseguí sentarme detrás de una de las más guapas de la clase, y junto a mí se colocó el mismo que estaba conmigo en resto de asignaturas. Y entonces aquel tipo con el chándal morado empezó a hablar. Dijo que se había recorrido el mundo entero varias veces. Arrastraba algunas letras y tenía el mismo acento que teníamos todos los demás, quizás más marcado en determinadas palabras. Aseguraba que había estado en los cinco continentes y en tantos países que perdió la cuenta mucho tiempo atrás. Que, en definitiva, de eso había ido siempre su vida, de vagar de un lado para el otro desde que era un chaval.

            La charla fue corta. Demasiado corta para alguien que lo ha visto todo. El tipo no entraba en muchos detalles en casi ningún aspecto, y si teníamos dudas nos emplazaba al turno de preguntas del final. Por aquel entonces Estados Unidos acababa de invadir Afganistán y nos contó que, por supuesto, él también había estado allí. Habló de Italia, Rusia, Japón e, incluso, Australia. En realidad, se limitaba a citar los países y, como mucho, alguna capital. Yo nunca preguntaba nada en clase y tampoco solía responder salvo que el profesor me cuestionara de manera directa, pero estaba deseando que alguien le apretara las tuercas.

            Terminó de sopetón. Dijo: “bueno, pues esto es todo” y listo. Esperó un par de segundos y, tras llevarse su correspondiente aplauso, aquel Phileas Fogg moderno relajó su expresión. No era un profesional de la oratoria, eso quedaba claro. Alguien le preguntó que cómo se movía por esos lugares. No estaba mal para empezar. Él respondió que siempre iba cualquier lado, de un sitio para otro, andando. Que lo de América y Oceanía fue cuando era joven y viajaba de otra manera, pero que ya se limitaba a recorrer todo lo que sus pies le permitían. Hice un recorrido mental y supuse que la cosa se limitaba a Europa, Asia y África si entraba por la Península Arábiga. Se me daba bien la geografía. La siguiente pregunta que le hicieron fue que de dónde sacaba el dinero, y él aseguró que sobrevivía con muy poco. Dijo que buscando debajo de las piedras, durmiendo en cualquier sitio, pidiendo favores, limosna y comida. Y, claro, ahí llegó la pregunta clave, la que yo estaba esperando que formularan. Que cómo se hacía entender con gente tan diferente a él y de tantos países distintos. Fueron dos preguntas en una, en realidad. Que cuántos idiomas hablaba y cómo los había aprendido.

            El tipo sonrió, como si, igual que yo, estuviese esperando aquello desde que empezó la charla. Moduló un poco su voz y dijo que únicamente sabía hablar español y que con eso iba al fin del mundo. Pero que había un idioma que no se hablaba y que era el idioma universal. Yo había escuchado que esa era la manera para denominar al sexo, así que me lo imaginé de chapero vendiendo su culo por toda la geografía mundial. Definitivamente, sonaba muy poco creíble. Él aclaró que el idioma universal era el de los gestos. Bueno, pues vale. Y se puso a representar términos como beber, comer, dormir o irse. Yo todavía no había estudiado la comunicación no verbal y desconocía que los signos varían de una cultura a otra, y que lo mismo en un país africano y en Inglaterra puede significar un insulto o dar las buenas tardes. Pero lo que sí sabía, cada vez con más certeza, era que aquel tipo no había estado en ninguno de esos lugares que narraba. Le dije a mi compañero de asiento que me jugaba el cuello a que ese hombre no había salido de la provincia en su vida. Me miró reprobatoriamente, como si estuviese blasfemando, aunque él no era muy religioso. Tampoco era muy listo.

El hombre siguió toreando las preguntas como buenamente pudo. Le preguntaron por Afganistán, por aquello de la guerra, y sólo pudo decir que era un país muy bonito y que las mujeres estaban muy mal tratadas allí. A otra respondió que sí, que había pasado miedo en algunos países y en algunas situaciones, pero que con los años uno se acostumbraba a todo. Y que aprendía a defenderse. A mí se me ocurrió preguntar de qué manera averiguaba el camino a seguir, ya que no podía leer carteles en otro idioma (o en otro alfabeto) y no sabía hablar para preguntar. O los cambios de monedas. O cualquier negociación y esos favores que decía que pedía. Pero no, no lo hice. Tampoco le cuestioné por su equipaje, porque no me imaginaba yo a nadie atravesando los Urales sobreviviendo al invierno ruso con ese chándal. Ya hubiese querido Napoleón en su ejército a alguien así.

El director, o el profesor, o quien sea que estuviera allí, vio que la cosa no se estiraba más y dio por concluido el turno de preguntas y, por ende, la charla. Yo no me creí una palabra de todo lo que ese hombre soltó por la boca, pero le estaba agradecido por habernos librado de una hora de asignatura aburrida. Aprendí más con él que con lo que tenía que contarme el profesor, aunque fuera cómo no hay que contar una mentira. Después de aquello, únicamente faltaba una hora más y podríamos irnos a casa a almorzar. Raramente desayunaba en casa, así que siempre tenía hambre a esa altura del día. Muchos de mis compañeros continuaban entusiasmados con el relato, comentando algunas de las hazañas. A él lo vi irse con una bolsa bajo el brazo por la puerta principal del instituto.

Pasó mucho tiempo sin que me detuviera a pensar en él. Justo hasta el momento en el que un día, leyendo el periódico, vi una noticia que ocupaba media página. Decía que alguien había desenmascarado a un tipo que se dedicaba a ir por los colegios de la provincia dando charlas. Por lo visto, en ellas contaba sus supuestas andanzas por todo el mundo a cambio de un desayuno y algo de dinero y provisiones para continuar el viaje y todo lo que pudieran darle. Imaginé que el modus operandi debía ser no repetir en más de dos colegios por pueblo cada curso, o algo así. No creo que lo que hiciera fuera punible por ley, pero lo único cierto es que se le había acabado el chollo de comida gratis. De alguna manera extraña, me entristeció leer aquello.

Ahora, muchos años más tarde, desconozco si estará vivo. Imagino que, si todavía no se ha rendido, habrá encontrado alguna manera de apañárselas. Supongo que seguirá inventando historias para llevarse algo a la boca de vez en cuando. Exactamente igual que hacemos todos los demás.

5 Comentarios a “148- El idioma universal. Por Juanbreva”

  1. Rafael dice:

    Una analogía algo forzada pero sugestiva que se desvela en la última línea. No diría que apoyada sobre una razonable coherencia, pero la historia está perfectamente contada, sin resquicios ni errores.
    Para mí el auténtico protagonista del relato es el tono, entre pasota y sabidillo, del chaval. Un hallazgo indiscutible.
    Suerte.

  2. MOREDA dice:

    ME GUSTÓ EL RELATO, AUNQUE CONSIDERO QUE LE SOBRAN ALGUNAS LÍNEAS, SIN ELLAS, HUBIERA GANADO MUCHO TU TRABAJO. TE LLAMAS JUANBREVA, PORQUE JUANBREVE, DE NINGUNA MANERA. SUERTE

  3. LUPE dice:

    Creo que lo que resaltas es el punto de vista de un chaval ante un hecho poco importante, ¿no?

    Suerte

  4. Barba Negra dice:

    Una historia bien contada.
    Saludos.

  5. Ambrose Bierce dice:

    Podría haber dado más de sí, quizás adornando con algunas dosis más de misterio las circunstancias del conferenciante: de donde había salido, cuanto de verdad o de mentira había en las batallitas que contaba. Luego encuentro algunas contradicciones que no me cuadran, como que por un lado el chico protagonista reconozca que la conferencia se limitó a relatar una relación de países y ciudades, y por otro sus compañeros de deleitaran comentado a posteriori las hazañas de aquel farsante.

    Lectura fácil y entretenida que, como digo, me dejó con ganas de más.

    Suerte

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