Mi madre corre delante de mí. Me anima a que la alcance, en silencio, con el dedo levemente apoyado en sus labios. Corre, corre, me insinúa con las manos. Miro mis pies, tengo zapatillas nuevas, zapatillas vertiginosas que me hacen más rápido, más ligero; soy capaz de saltar uno, dos, tres metros; zapatillas prodigiosas que me hacen volar, flotar, correr más rápido. Estamos en medio de la plantación, en medio de un mar verde, un mar de pequeñas hojas de coca a punto de ser cosechadas. Juego al escondite con ella y soy feliz.
Mi madre corre descalza, va vestida con su camiseta favorita, la de Hello Kitty, a juego con sus braguitas. Me hace gracia verla así, con su camiseta, sin pantalones, con sus braguitas. No puedo contenerme y empiezo a reír histérico. Me coge por detrás y me tapa la boca con fuerza. Me hace daño. Intento decirle que me suelte, que me está ahogando. Forcejeo con ella. Por fin me suelta. Empiezo a golpearla con los puños, con las piernas. Me abraza, me empieza a dar besos. Cállate, cállate, me suplica. Por fin me calmo, me acaricia el rostro, sonríe. Vuelve a decir que me calle, en silencio, con su dedo levemente apoyado en sus labios. De repente se oye un fuerte estallido, una explosión; me tapo los oídos, asustado; mi madre me mira, está quieta, inmóvil; un hilo de sangre empieza a descender por su frente, despacio, cayendo suavemente por su mejilla, por su cuello, manchando su camiseta de Hello Kitty. Sus ojos, siempre alegres, me miran ahora huecos, vacíos, sin vida. Me acerco a ella gritando:
—¡Madre, madre!
La sujeto entre mis brazos, la abrazo, la acuno. Noto mis manos húmedas, calientes, manchadas de sangre, de su sangre. Oigo otro disparo, y otro, y otro. Gente gritando, acercándose. Intento arrastrar su cuerpo, le suplico que por favor se levante. Cada vez los oigo más cerca. Comienzo a darle golpes en el pecho. Uno, dos, tres. Cada vez más fuerte. Uno, dos, tres.
—¡Levanta madre, levanta!
Me abrazo a su cuerpo todavía caliente, llorando. Delante de mí aparece un hombre. Me sonríe. Una sonrisa blanca, perfecta, brillante. Lleva una escopeta.
—Ven aquí pequeño.
Me muevo deprisa, atrás, atrás, atrás. El hombre empieza a reírse a carcajadas.
—Ven aquí cabrón, que no te voy a hacer nada.
Echo a correr con todas mis fuerzas, notando como mis nuevas zapatillas, mis zapatillas vertiginosas me llevan lejos del hombre, de ella.
La plantación me oculta, me protege; estoy acurrucado, abrazando mis piernas, balanceándome, sin hacer ruido. Noto mi corazón bombeando sangre, bum, bum, bum; queriendo salir, a punto de romperse de terror, de angustia, de tristeza. Sopla una suave brisa que mueve las hojas, las pequeñas hojas de coca. Miro mis manos, están manchadas de sangre, húmedas, pegajosas. Muerta, está muerta, me digo. No puedo controlarlo y vomito. Me mancho mis zapatillas nuevas, mis zapatillas prodigiosas. Tengo que contarlo, tengo que decírselo a alguien. Me levanto despacio, sin hacer ruido. Intento orientarme. Delante de mí puedo ver la colina, a sus pies está mi casa. Empiezo a correr. Mi corazón late cada vez más deprisa, bum, bum, bum. Tengo que llegar, tengo que llegar, me digo.
Puedo verla a lo lejos, con sus paredes rojas y el pequeño porche de madera con su mecedora. Una persona está de pie, con los brazos levantados, agitándolos. Me hace señas, empieza a saltar, empieza a gritar:
—¡Aquí, aquí, ven aquí pequeño cabroncete, ven aquí!
Reconozco la voz, es él, el hombre de la sonrisa, el hombre de la escopeta. Retrocedo poco a poco, paso a paso, volviendo a la plantación, a esconderme.
Corre, corre, no pares, me digo, no pares. Me tropiezo, caigo, me levanto, vuelvo a caer. Empiezo a arrastrarme. No pares me digo, no pares. Mis rodillas rozadas, llenas de sangre, me duelen, me escuecen. Empiezo a llorar, de rabia, de miedo, de dolor. Me siento incapaz de seguir. Me tumbo exhausto, rendido, agotado.
No sé cuánto tiempo llevo tumbado. Siento frío. Noto mi piel erizada. Es de noche. Las nubes cubren el cielo por completo. Poco a poco mis ojos se habitúan a la oscuridad. Veo unas luces acercándose. Una, dos, tres luces. Oigo voces. Las luces hacen zig, zag, zig, zag, entre las hojas.
—No te escondas cabroncete o será peor.
Me levanto despacio, procurando no hacer ruido; empiezo a andar, sin dejar de mirar las luces, alejándome de ellas, cobijándome en la oscuridad.
Me siento seguro en la plantación, me tranquiliza su silencio, su quietud. Me doy cuenta que tengo los pantalones mojados, calientes. Me he meado encima. No sé cuando ha sido. Me da vergüenza. Me froto los brazos, las piernas, comienzo a dar pequeños saltos para entrar en calor. Me siento en cuclillas, abrazando mis rodillas, tiritando. Mis zapatillas nuevas, mis zapatillas prodigiosas están sucias, cubiertas de tierra seca y negra, de vómito. Tengo los cordones desatados. Me acuerdo de mi madre, de la canción que cantaba mientras me ayudaba a atármelos. “Había una vez un árbol en el bosque”. Cojo los cordones y hago una lazada grande. “Un día un conejito dio la vuelta alrededor de él”. Ahora una pequeña, las manos me tiemblan. “Encontró una madriguera y se metió sin dudar”. Meto el lazo grande por debajo del pequeño. “Como era pequeñito necesitó ayuda y por eso tiro, tiro y tiro”. Anudo con todas mis fuerzas y empiezo a correr.
La plantación deja paso a un pequeño claro. En medio está la vieja camioneta, varada, silenciosa, inmóvil. La puerta se abre con facilidad. Abro la guantera. Busco en su interior, tanteando en la oscuridad. Sé que mi madre la esconde aquí. Encuentro la pistola. Pesa mucho, demasiado. La amartillo y espero.
Oigo pisadas. Aprieto con fuerza la pistola, las manos me sudan. Tengo miedo.
—Cabroncete, se que estas ahí. Sal fuera. Vamos cabroncete, no tengas miedo.
La puerta se abre de golpe. Aprieto el gatillo. El fogonazo me deslumbra. Noto un intenso dolor en mi hombro, en mi muñeca. La pistola se cae de entre mis manos. Siento un tirón en mi pierna.
—¡Te voy a matar, cabronazo!
Empiezo a patalear. Noto cómo golpeo su cara. Me suelta. Mi mano palpa la pistola, la cojo y vuelvo a disparar. Oigo su grito. Abro la puerta a mi espalda y me dejo caer. El dolor en mi hombro aumenta.
—¡Hijo de puta, te voy a sacar los ojos, so cabrón!
Vuelvo a perderme en la plantación. Los gritos continúan.
—¡Te voy a dar por culo, cabroncete! ¡Te juro que te voy a dar por culo!
Noto las hojas de coca golpeando mi rostro. No veo nada. Tropiezo con algo, caigo al suelo. Veo su cuerpo, su rostro, sus ojos sin vida. Me abrazo a ella, siento frío, un frío extraño, un frío que viene de mí.
La luz del sol me despierta. Le doy un beso. Le digo que volveré, que no puedo quedarme, que me perdone. Vuelvo a casa.
La puerta de entrada está abierta. Corro al salón. El teléfono está tirado en el suelo, emitiendo un bip, bip continuo. Lo vuelvo a poner en su sitio. Marco el número. El número que mi madre me enseñó. Si me pasa algo llamas aquí, me decía siempre y yo le contestaba que nunca le iba a pasar nada.
Una voz de mujer contesta que mi conversación está siendo grabada, que si tengo algún problema con ello y le contesto que no, que no tengo ningún problema. La han matado, le digo. La mujer dice que me tranquilice, yo le contesto que estoy tranquilo, y es verdad. Me pregunta quién soy, cuántos años tengo. Su voz es dulce, como la de mi madre. Me dice que le cuente todo, despacio, desde el principio y yo lo hago. Le hablo del hombre, de la pistola, de la plantación. Le digo que vengan, que por favor vengan. La mujer me llama cariño, me llama cielo, me dice que no me preocupe, que enseguida llegan. Repite una y otra vez lo mismo: enseguida cariño, enseguida estaremos contigo. Le doy las gracias y cuelgo.
Oigo un ruido en la cocina. Me acerco y allí está él, sentado en mi silla favorita, su camisa manchada de sangre. Sonríe, mostrando sus dientes blancos, perfectos, brillantes. Le digo que se levante de mi silla. Empieza a reírse.
—Acércate cabroncete, acércate.
Le digo que acabo de llamar por teléfono, que vienen hacia aquí. No deja de reírse. Me apunta con una pistola.
—Acércate o te reviento los sesos.
Cojo un cuchillo de cocina, el más grande.
—Ven tú, hijo de puta —le digo.
Empieza a reírse, sin parar. Empieza a escupir sangre, manchándose sus dientes blancos, perfectos, brillantes.
—Tienes huevos, cabronazo, sí señor.
Me lanzo hacia él. Noto como el cuchillo se clava en su pecho. Aprieto con todas mis fuerzas.
Me coge del cuello y me lanza al suelo.
Ahora estoy sentado en mi silla favorita. Él está en el suelo, quieto, con los ojos abiertos, muerto. Oigo coches acercándose. Empiezo a llorar.