Como uno más se acercó repitiendo la misma frase.
-Siento mucho la muerte de tu padre-.
Gracias, respondí sin mirar; El levantó mi cara y no le reconocí.
Bajo blusones mugrientos abrochados al cuello por un solo botón, se distinguían los culitos llenos de mierda seca. Y en las caras sucias cubiertas de mocos, babas y churretes antiguos, resaltaban los dos únicos puntos brillantes, que como faros destellaban breves notas de belleza en aquellos diminutos cuerpos. ¿Dos años? ¿Tres? Era muy difícil averiguar la edad de unos niños desnutridos que ni el pelo enmarañado tenía su color real. ¿Por qué sin que nadie me obligara todos los domingos acompañaba a mi padre? ¿Era sádica? ¿Me gustaba ver sufrir? ¡No! no sentía esas emociones, pero quería estar allí.
Solo tenía diez años y como un imán enganchada al pantalón de mi padre, subía la cuesta
del Barrio de las Cruces esquivando charcos y excrementos de pollos, perros, burros y residuos amarillentos de orina. Ya estamos cerca, pensaba nerviosa al ver la cortina de flores que cubría el agujero de entrada a la covacha. Con voz suave mi padre la llamaba, y rodeada de niños aparecía Adriana secándose las manos con el pico del mugriento mandil, entre lamentos y cogotazos, repetía la misma frase.
– ¡Niños no molestéis a Don José! Pasen por favor- .
La única habitación de la casa cueva era un todo, compuesto por: varios jergones en el suelo, piedras y cajas astilladas para sentarse, una sola olla desconchada, igual que una sola puerta sin puerta y un solo padre borracho.
– Adriana – muy cariñoso le decía mi padre- los niños tienen que ir a la escuela-. Discretamente le dejaba un sobre y varios paquetes de comida encima de uno de los jergones de farfolla seca y ruidosa. Como “perrillos” hambrientos los críos se lanzaban sobre los envoltorios, con el revuelo, el padre que dormía la continua borrachera, sin abrir los ojos daba un grito maldiciendo y amenazando, asustados los crios se refugiaban en la falda de la madre. Aterrorizada de igual forma buscaba seguridad en la pierna de mi padre.
–Prométeme Adriana, que por lo menos a Miguelillo me lo vas a mandar a clase- volvía a recordarle mi padre.
Sin decir palabra, gesticulando con ojos manos y brazos nos sacaba a la calle para no despertar al marido, lloraba suplicando y volvía comprometerse.
– Si yo quiero, pero mi hombre manda al niño a pedir.-
Con cuidado separaba mi mano de su pierna para entrar solo en el cuchitril, nuestros infantiles ojos abiertos como platos se entrecruzaban expectantes y los oídos atentos escuchaban, como mi padre con energía le recrimina su irresponsabilidad, aunque él era otro eslabón de la miseria. Largos silencios seguían a los reproches ¿Qué harán? ¿Matará a mi padre ese horrible hombre? ¿Quién me defenderá? Mi mente se desbordaba en turbación y miedo. Eran unos minutos pero me parecían horas eternas, las preguntas embotaban mi mente pueril. ¿Porqué le había tocado a esos niños mal vivir? Nuestros cuerpos era idéntico: pies, cabeza, boca, sonrisas… Porque ¿sabían reír? El miedo se lo impedía, igual que a mí en ese momento.
Cuando más tranquilos regresábamos, cogida a su gran mano en voz alta le trasmitía mis porqués. Con aparente tranquilidad ante tanta injusticia, me animaba a conocer a no olvidar nunca a los otros niños que también les gusta jugar y reír.
-¿No me recuerdas? Soy Miguelillo- atónita solo dije – ¡Dios mío! Tan elegante…
¡Si! Gracias a tu padre estudié.