Abrió la ventana de su habitación y detuvo la mirada en la rama en flor, iluminada por el sol dorado de la mañana. Hoy se había levantado con una sensación extraña. Sin ganas de tomar el desayuno salió de casa y empezó a bajar los pocos peldaños que le conducirían hasta el estudio de fotografía, pasado de moda y que muy poca gente visitaba ya.
Se detuvo junto a la pequeña ventana ojival para… ¡no! Hoy no la vería pasar. Esta mañana no tendría el regalo de su fugaz visión. Ese instante que había mantenido viva su ilusión…
Una vez abajo, atravesó a oscuras el minúsculo estudio y encendió una pequeña lámpara que iluminó el rincón de la mesa donde retocaba las fotografías. Se sentó y, con gesto de cansancio, apoyó los brazos sobre la mesa y la cabeza entre ellos. Se le escapó un sollozo ahogado. ¡Su amada se le iba! Ella… la razón de su vivir.
De un cajón sacó varias fotos. Estupendas fotografías en blanco y negro. En todas, el rostro dulce, sereno y hermoso de una mujer. Joven y rubia en unas. Dejada atrás la juventud o con el pelo plateado en otras. Las extendió con cuidado sobre la mesa y las miró detenidamente.
Y su recuerdo evocó aquella otra mañana de primavera esplendorosa en que entró en su estudio. ¡Qué hermosa era! Quedó prendado de sus luminosos ojos claros que reflejaban serenidad, alegría, amor por la vida…
Tardó un instante en responder a su saludo y preguntarle qué deseaba. Sonriente le dijo que quería una foto de estudio, del estilo de las que tenía en el escaparate.
Se esmeró al máximo. ¡Sería la mejor fotografía realizada en todos sus años de trabajo! Hizo varias tomas, más de las que acostumbraba, sin tener en cuenta el costo. ¡Qué mujer tan maravillosa! No se cansaba de mirarla, de admirarla, aunque sólo fuera a través del visor de la cámara. Pero… tuvo que despertar de su ensueño y dar la sesión por finalizada.
La mujer abonó el importe de las fotos. Él le entregó el resguardo y le dijo que volviese pasados ocho días. Se despidieron con un apretón de manos, una sonrisa radiante por parte de ella y una mirada de total arrobamiento por parte de él.
Pasaban los días. Él retocaba con mimo el negativo para conseguir la fotografía perfecta. ¡Lo consiguió! Se quedaría con una copia, pero no la expondría en el escaparate. ¡Sentiría celos de los ojos que la miraran!
Transcurrieron semanas y la hermosa mujer rubia no vino a recoger las fotos. Él, que esperaba todos los días verla entrar, se sentía desilusionado, triste. No sabría decir si se había enamorado. Incapaz, tan siquiera, de imaginarlo. Lo único que deseaba era verla una vez más.
Un día decidió colocar la fotografía en el escaparate, por si ella volvía a pasar por allí o por si alguien la conocía.
Se sucedieron meses, incluso años. Él más taciturno y con profundas arrugas en la cara. La fotografía en el escaparate, un poco deslucida por el paso del tiempo. Aún recordaba perfectamente su rostro, su sonrisa radiante y su mirada luminosa y clara. ¿Por qué no había vuelto?
Aquella mañana, como todas, se había detenido un momento en la escalera. Escuchó pasos y, como si fuera una aparición, pasó junto a la ventana ojival un rostro de mujer. Enmarcado por una rama en flor del jacarandá. ¡Era ella! Corrió a buscar su cámara fotográfica. Cuando volvió, ni siquiera se escuchaba el rumor de sus pasos.
Desde entonces, todas las mañanas se apostaba escondido detrás de la pequeña ventana, la cámara dispuesta, ajustadas distancia y luz.
Y una mañana escuchó de nuevo sus pasos. Tuvo tiempo para hacerle dos tomas que rápidamente reveló. ¡Sí, era ella! Con suaves arrugas alrededor de los ojos, todavía tan luminosos como entonces…
Un día, poco después, supo por casualidad que aquella mujer vivía cinco pisos más arriba de su estudio fotográfico. Que su marido sufría una larga enfermedad y que ella apenas salía de casa.
Él vivía obsesionado por captar ese momento fugaz de su paso junto a la ventana. Pocas fotos más le hizo. ¿Llegó a darse cuenta de que la fotografiaba? En algunas parecía que le miraba y en los ojos había una expresión de cariñosa burla. Claramente veía el paso del tiempo, aunque en su imaginación siguiera intacto aquel hermoso rostro de mujer.
Siguió corriendo el tiempo y él nunca se atrevió a hablarle. Temía romper la ilusión. ¿Por qué no había ido a recoger aquella fotografía que se hizo un día lejano? Tal vez hubieran…
Esta mañana oyó decir al portero que la vecina del quinto, la que tenía el marido enfermo, la llevaron al hospital de urgencia, muy grave. Posiblemente no pasaría de hoy.
No abrió el estudio y ese día lo pasó llorando, en silencio. Más tarde salió a comprar un pequeño ramo de rosas que colocó junto a las fotografías de ella. Hubo un momento, cuando el día empezaba a declinar, en el que el tiempo pareció detenerse.
De pronto, las fotografías empezaron a desvanecerse, una tras otra. Cuando su mirada se posó en la primera que le había hecho, el hermoso rostro se iluminó, los ojos le miraron con ternura ¡sí, podría jurarlo! y mantuvo la radiante sonrisa largo rato. Luego, también esta imagen comenzó a alejarse, a desvanecerse. Comprendió que ella había estado despidiéndose. Que acababa de irse para siempre…
Mientras, la luz plateada de una radiante luna llena iluminaba la rama en flor del jacarandá.