Dolores Rodríguez esperó durante toda su vida para ser famosa. Fue en su madurez, el día que murió cuando saltó a la fama.
La primera vez que la vimos llegar sola ya era de noche, y en la calle chicos y chicas estábamos a punto de recogernos para cenar. Fue el verano aquél, al final de los sesenta, en el que las altas temperaturas se prolongaron hasta octubre. Ella apareció con un aire insolente de modelo, tendría la edad de Elena, un par de años mayor que yo. Bamboleaba su minifalda blanca y portaba un corte de pelo copiado de alguna película. Se hizo un silencio tan dilatado que se escuchó el sonido metálico de la farola, como si fuera una chicharra -cosa que desconocíamos que sonase-. Del corrillo de los chicos escuchamos la voz del Cano entonando la canción de temporada: “…la otra noche bailando estaba con Lola, y me dijo que se encontraba muy sola…” Ella hizo el paseíllo sin inmutarse, hasta la puerta de la casa que habían alquilado sus padres, frente a la atención de todos los que estábamos en la calle incluido Sultán. El grupo de chicas nos acercamos al corrillo en el que el Cano informaba de su nombre y de que era su vecina de abajo. ¡Y qué vecina! Dijo envalentonándose uno de los mayores, Perico.
La casa del Cano, y de la nueva vecina, era la última de la acera de los pares. Lindaba con el Campo del carpintero y a unos metros de lo que quedaba de la noria, donde se ahogó el burro del estañador. Con esto de fondo, y el polvo sosteniéndose en desafío a la gravedad, cada vez que un inusitado vehículo pasaba, Dolores hizo su siguiente aparición. La diferencia era violenta, ella con sus botas blancas hasta la rodilla con un poco de tacón y minifalda roja, blusa ajustada y el mismo peinado; como la peluca de un paje. Yo con mi vestido de cuadros, uno de los dos que disponía para la semana, y mis zapatillas de goma, que al contacto con la tierra junto con el sudor, generaba un barrillo negro. Elena con sus calcetines, su falda escocesa hasta la rodilla y su larga trenza. Se nos acercó y nos dijo de manera solemne que iba al instituto, y nos preguntó dónde cursábamos, con un tono de voz de adulta que hacía juego con su porte, ahí nos informó de que ella sería famosa. Los chicos que estaban enfrente, en la sombra, se acercaron como hormigas a la miel, algunos miraban hacia el suelo mientras dibujaban semicírculos con el pie en la tierra y hundían las manos en los bolsillos. Y el resto tenían la cara congestionada como si nunca hubiesen estado cerca de una chica, o de una señorita. Sólo el Cano echó un paso adelante, y Perico lo imitó, éste fue a decir algo y se quedó balbuceando mientras no podía quitar los ojos de sus labios pintados de fucsia. El Cano miraba su cuerpo un poco más abajo. Tenía nuestra misma estatura, y menos pecho que yo, claro qué…
La sequía de aquel verano se respiraba, sin embargo un soplo fresco nos recorría el cuerpo tanto a chicos como a chicas, por diferentes motivos cuando ella aparecía, nosotras salíamos a su encuentro. A los chicos los ignoraba, como si no existiesen; vergüenza me daba verlos hacer el payaso para atraer su atención, que ella sabía muy bien dónde dirigir. Hasta el perro de Luis, Sultán, al notar el revuelo ladraba excitado. Así era. Entonces a su paso, la canción de Los Brincos volvía a sonar, ya no solamente el Cano entonaba, sino el resto del grupo haciendo coros que desafinaban en su empeño por ser escuchados: “…la besé en los labios, la besé en la boca. Deja ya de llorar, querida Lola…”
Era una canción pegadiza y romántica. Pero yo prefería Los Bravos con Mike Kennedy, The Shocking Blue con su “Venus” o Los Canarios con Teddy Bautista y su “Libérate”. La música moderna era mi tema favorito, junto con los libros. En una de las primeras conversaciones Dolores me decepcionó. Una señorita tan refinada y moderna tan poco puesta en música y en literatura. Hablaba de lo bien que bailaba, y que eso probablemente, le llevaría a ser famosa –lo dijo con una seguridad aplastante-. También nos habló de los guateques que hacían sus amigos y nos invitó a conocerlos. Yo miraba sus ojos que tenían mucho maquillaje en las pestañas, y me parecían dos girasoles con el color que tienen justo antes de cortarlos.
Una larga tarde cuando las nubes del oeste comenzaron a tornarse de carmín, y los chicos mataban los gorriones en los postes de la luz, Elena sugirió que fuéramos al centro del pueblo. Allí todas las tardes Dolores se reunía con su pandilla y así la encontramos. Nos presentó a sus amigos ¡qué chicos…! Tenía motivos para no mirar a los garrulos de nuestra calle. ¡Cómo vestían! Y qué clase… Al darme Kike la mano, cuando me lo presentaron, sentí una especie de electricidad que recorrió mi cuerpo. Yo, con mi vestido de cuadros; ni siquiera llevaba el de los domingos… Él con una melena ondulada castaña, con gafas a lo Lennon en color amarillo, una camisa ajustada con encaje y un cinturón de impresionante hebilla marcaba el comienzo de su pantalón de pata de elefante, que remataba con unas botas camperas de pico. Creo que me puse colorada y recuerdo haber bajado la cabeza con el suficiente impulso como para que el pelo me tapase la cara. Kike se apartó conmigo y sentí que podría desfallecer en el momento que se juntaron nuestras miradas. Por suerte hizo un comentario sobre música y a partir de entonces lideré la conversación con entusiasmo. Se había echado la noche y mis padres eran terriblemente estrictos con la hora de llegar.
El kilómetro y medio que nos distanciaba de nuestra calle lo hicimos corriendo, alentadas por mis prisas, mientras Dolores me tranquilizaba. Y ya cerca de casa, en la plaza el coche de mi padre, que había salido en mi búsqueda, paró a nuestro lado. Subimos, y en el asiento trasero, Ella me apretó la mano, intuyendo la gravedad, mientras Elena se mordía el labio inferior. Bajo el cielo cuadrado y cuajado de estrellas del patio de casa, fue donde mi padre me dio aquella paliza animado por mi madre, que me tapaba la boca para contener mis gritos. El castigo fue no salir en un mes y no volver a juntarme con Dolores. Así que las señales que dejó la goma de la botella de butano en mi espalda -las de las piernas me preocupaban más porque se veían-, no fue lo peor. Aquella noche sin dormir, no por el escozor al roce de las sábanas; sino por sentirme injustamente golpeada e irremediablemente enamorada, fue lo que mantuvo mis ojos encendidos.
Pero el dolor más profundo lo sentía al escuchar el alboroto de mis amigas cuando iban de paseo. ¿Por qué a mí? Me las ingenié para escaparme y correr al encuentro de mis amigas, y a escondidas hablar especialmente con Dolores. Me dijo que Kike se había interesado mucho por mí. Ella llevaba un extravagante vestido y Elena ya salía en su pandilla, iba con el pelo suelto. Recuerdo volverme a casa corriendo con la vista nublada, el corazón en la garganta, impasible a la mirada atónita de quienes me crucé. Yo iba atiborrada de impotencia y con la necesidad de salir de allí cuanto antes.
Parpadeaba el verano un anochecer que escuché a los chicos canturrear: “…bailando estaba con Lola. Como niños besándonos en la sombra…”, cuando chisté a Dolores a través de la reja de mi habitación. Me dijo que ahora era distribuidora de Avón, con lo que sacaba un dinero extra para sus numerosos gastos.
Con el comienzo de curso y el menguar de las tardes vimos menos a Dolores. Y cuando el invierno se coló en nuestras vidas y ya apenas hacíamos vida en la calle, Ella y la melodía de la canción desaparecieron. El Cano contó que los padres de Dolores se habían comprado un piso céntrico. A veces me preguntaba qué sería lo que la unió a nosotras. Ahora pienso que lejos de sentirse desubicada, la notable diferencia le hacía destacar más su acuciante superioridad. Un domingo muy gris en el centro del pueblo, Elena y yo vimos a su pandilla, y decidí preguntarles por ella. Kike llevaba de la cintura a una chica muy yeyé, cosa que me hería. Fue Manu el que nos comentó el viaje a Madrid de Dolores para una prueba en T.V., en el Ballet Zoom de Valerio Lazarov. Nunca la vimos en la tele, ni en otro lugar. A Kike sí, con diferentes chicas, y durante mucho tiempo sentí que el corazón quería salírseme por la boca, hasta que después lo vi con la cabeza rapada, y se me acabó el enamoramiento. Kike, como otros, se fue voluntario a la mili.
Llegó otro tiempo de luchas, por cosas como la Libertad; ya se olían nuevos y costosos tiempos. El de revelarnos, contra la masificación… ¡Cómo nos hemos metido en la sociedad!… Y yo conseguí una beca para estudiar en la capital. Hice Derecho, Elena idiomas, y de los chicos ninguno terminó la carrera. Fui una idealista imbuida en mi burbuja… Siempre con delirios literarios; pero sólo me pagaron por escribir encuestas. Hasta que me admitieron en aquel bufete de asuntos fiscales y Hacienda Pública que simultaneé con preparar oposiciones.
* * *
El tiempo había corrido sumando decepciones a la alegrías; pero la reconocí al desenvolver aquella malograda gabardina. Su cuerpo asomó joven y desnudo. La casualidad me llevó a levantar su cadáver; yo ejercía de Jueza de Guardia. No cabía duda, el orificio era de bala. Quizá debido a mi corta experiencia la sangre se me heló en las venas, y en uno de los dos hemisferios de mi cabeza, una canción antigua y pegajosa se instaló para quedarse algún tiempo. El mismo que duró la fama de Dolores Rodríguez. La noticia apareció en todos los medios nacionales.