VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

177- La bailarina que se quería ir de la caja de música. Por Pepita Pulgarcita

          Érase una vez, una bailarina que vivía en una caja de música. Era un lugar realmente hermoso para vivir. Las paredes, que eran de color rosa, estaban acolchadas y desprendían un delicioso aroma de fresa. También había un gran espejo donde la bailaría podía mirarse todo el día, sobre todo mientras bailaba al son de una preciosa melodía. Además, su dueña era una niña cuidadosa que trataba a la caja de música con mucho mimo, y guardaba en ella los tesoros más fascinantes que se pudieran imaginar. Flores secas, pulseras, anillos, pendientes, cristales de colores…

         La bailarina no estaba sola en su palacio musical. La niña también había guardado allí un broche con forma de arlequín, un colgante que era un hada, una goma de borrar que era un simpático osito, y las llaves del candado de su bicicleta, que tenían un llavero en forma de oveja.

         Todos ellos eran muy felices en la caja de música. Allí estaban calentitos, cómodos, y se sentían protegidos. Todos eran felices menos la bailarina, cuyo gesto siempre era triste.

         -¿Por qué estás triste?-le preguntaban sus amigos-. Eres la muñeca más bonita que hemos visto nunca; tu ropa es de tul, y tus zapatillas parecen de oro. ¿Por qué no eres feliz?

         En ese momento, la caja se llenó de luz, empezó a sonar la melodía, y la bailarina comenzó a dar vueltas frente al espejo. La niña se asomó, cogió las llaves, acarició el tutú de la bailarina, y volvió a cerrar.

         -Por eso-dijo la bailarina-. Todos entráis y salís, pero yo me quedo aquí siempre, condenada a dar vueltas sobre mí misma el resto de mi vida.

         -¡No! ¡No digas eso!- dijo el arlequín-. Me gusta estar con la niña, pero cada vez que me pone en su chaqueta para ir a la calle corro el peligro de romperme y perderme. Prefiero estar aquí, a gustito en la cajo.

         -Sí, tiene razón- dijo el hada-. Si te pierdes, ya nunca podrías volver aquí, a tu casa, con nosotros. 

         Una noche, cuando todos dormían, y aprovechando que la niña había dejado la caja abierta para escuchar la música mientras se dormía, la bailarina rompió el muelle que la sujetaba y saltó fuera de la caja.

         No podía dejar de recordar las palabras de sus amigos, pero tampoco podía soportar la idea de quedarse para siempre en la caja.

         Esperó junto a la puerta de la casa hasta la mañana, cuando el padre de la niña salió a pasear con su perro. A penas había alcanzado el umbral, cuando el perro se la comió.

         Pepe, que así se llamaba el animal, se puso enfermo y tuvieron que llevarlo al veterinario. Allí les dijeron que no se preocuparan, que el problema era que tenía algo en la garganta, pero que saldría si conseguía toser.

         Cuando volvían a la casa de la niña, el perro por fin tosió, y la bailarina salió disparada hacia la acera, con la mala suerte de que nadie la vio, y se quedó tirada junto al portal de la casa, esperando poder volver cuanto antes; ya había tenido suficientes aventuras.

         Empezó a oscurecer y a hacer frío, y la bailarina estaba cada vez más asustada; si nadie abría la puerta, no podría regresar a su caja de música. Se arrepentía profundamente de no haber hecho caso a sus amigos, que eran mayores que ella y más sabios, y empezó a llorar. Tanto lloraba, que no se dio cuenta de que alguien salía del edificio. Era una vecina de la niña, una anciana que siempre llevaba un bastón. Como la bailarina estaba llorando, no pudo ver el bastón que iba directamente hacia ella… y que la pisó, rompiéndole una pierna.

         Y allí se quedó la bailarina, llorando y llorando, y pensando en lo tonta que había sido. Para colmo, además del frío, empezó a llover con fuerza. Y cuanto más llovía, más lloraba la bailarina. ¿Cómo le podía salir todo tan mal? ¡Ella sólo quería ver el mundo! ¡Ojalá nunca hubiera salido de su caja!

         Mientras pensaba todo esto, paró de llover, y las nubes dejaron tras de sí un hermoso cielo cuajado de estrellas. Y entonces la bailarina, que no había visto algo tan grandioso en toda su vida, comprendió que no se había equivocado; si no se hubiera escapado, se la hubiera comido un perro, le hubieran roto una pierna, y hubiera habido una gran tormenta, nunca habría visto ese cielo estrellado. La bailarina se sintió feliz. A la mañana siguiente, la niña, que iba al colegio, la encontró, la arregló y la volvió a colocar en la caja de música. Y la bailarina fue feliz para siempre, sabiendo que a pesar de haber sufrido, había descubierto algo precioso por ella misma: por muy negras que sean las nubes, siempre hay un cielo de estrellas debajo.

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