“Lo siento, pero no puedo hacerlo”. Estas fueron las palabras que salieron del corazón de Susan, no de sus labios, el día que Madame Louise, la directora del estudio de ballet, le leyó la carta que acababa de recibir. El membrete del sobre venía escrito a máquina, en color verde oscuro y con caligrafía inglesa. La carta procedía de la secretaria del director del Royal Ballet de Londres y contestaba a la solicitud que Madame Louise había realizado en nombre de Susan para asistir a la audición que tendría lugar el próximo mes de Julio.
Madame Louise estaba eufórica: hacía años que no tenía una alumna tan brillante como Susan. Las notas que había conseguido este año en el estudio y los videos que había enviado justificaban con creces su admisión para la prueba de fuego. La directora había recibido la buena noticia a primera hora de la mañana. Repasó con devoción el historial de Susan y esperó ansiosa la llegada de la tarde. Cuando escuchó el sonido de los últimos acordes del piano, que indicaban el final de la clase, abrió con cuidado la puerta y entró silenciosamente en la habitación.
Aunque la ocasión lo mereciera y su cargo como directora lo respaldase, se abstuvo de hacer aspavientos y de entrar a la carrera. Habría sido imperdonable en cualquier ámbito de la vida inglesa manifestar este tipo de sentimientos, y más aún en el mundo de la danza.
Cuando irrumpió en la clase, Miss Thelma, la pianista, estaba recogiendo sus partituras y Miss Esther, la profesora, repasaba con una alumna unos pasos en el centro de la habitación. El suave murmullo que el raso de las zapatillas producía al arrastrarse sobre la tarima acarició su corazón y atrajo su mirada. La alumna tendría unos doce años y sus piernas eran fuertes y sostenían un cuerpo menudo y etéreo, como debía ser el de una bailarina. Desde la espalda, bien musculada, arrancaba un cuello largo pero firme, sobre el que giraba al son del vals la cabeza, peinada con un moño muy tirante, que le daba un aspecto sutilmente severo.
Detrás de esos aparentemente sencillos pasos de baile, se amontonaban horas y horas de barra y de centro, de privaciones y de sacrificios. Madame Louise recordó con inesperada cercanía esos años de renuncias voluntarias con orgullo.
Retomando el asunto que le traía al estudio con tanta urgencia, buscó a Susan con la mirada. En una esquina, la imagen de la chica haciendo estiramientos sobre la barra, se multiplicaba en el espejo. Madame Louise le pidió que la escuchase atentamente sin dejar de trabajar.
La expresión de Susan fue cambiando por momentos según recibía los detalles de la buena noticia, partiendo desde el asombro hasta desembocar en incredulidad. En ningún momento la alegría se abrió paso entre sus labios ni abrillantó su mirada.
Susan había crecido entre tutús y zapatillas de raso. Su madre, Maureen, había sido bailarina de una compañía de segunda, igual que su abuela. Pertenecía, pues, a una generación de bailarinas con más aspiraciones que suerte. De esas que van arrastrando sus zapatillas de punta sobre las maderas ásperas y sin encerar de los teatros de pueblo de toda Inglaterra. Escenarios mal apuntillados y cuyas astillas daban al traste con el mejor raso de la emblemática casa Freed.
Maureen dejó de viajar con la compañía cuando se quedó embarazada, pero se incorporó a la academia cuando Susan nació. La chica nunca conoció a su padre. Las abandonó en cuanto ella llegó.
Aparte de su madre y las enfermeras del hospital, lo primero que Susan vio en su vida fue un escaparate de ropa de ballet. El piano, la música clásica y los golpes de bastón de la profesora de turno, envolvieron sus primeros recuerdos. En todos sus cumpleaños recibía tutús y zapatillas de media punta. Y cada visita de su abuela, a menudo venía acompañada de medias, calentadores y horquillas para recogerse el pelo.
No podía pedir más. Su vida era divertida, su madre llenaba de pasos de baile los pasillos y le dedicaba todo su tiempo libre.
Todo era perfecto. Hasta que nació Eileen.
Su hermana nació cuando ella cumplió seis años. Su vida sufrió un cambio vertiginoso. Las noches se llenaron de llantos y los días de gritos incoherentes. Desaparecieron los“petit jettés”de su madre por el pasillo y grandes semicírculos azulados se dibujaron bajo sus ojos.
Según crecía Eileen, la desesperación de Maureen iba en aumento. No conseguía conectar con la niña. No le sacaba ni una palabra y no lograba que la mirase cuando le hablaba. Sólo obtenía sonidos guturales e ininteligibles. Eileen pasaba las noches gritando sin motivo y, a veces, se quedaba sentada balanceándose hacia delante y hacia atrás durante horas.
Maureen obligó a Susan a dormir con la niña y a dedicarle todo el tiempo libre del que ésta disponía, esperando que la situación mejorase. Susan intentó conectar con su hermana, pero por más que intentaba llamar su atención, no recibía de ella más que alguna que otra mirada ocasional. La situación comenzó a desgarrarla por dentro. Se generó en ella un proceso de culpas. Pensó que el error estaba en ella, que no tenía la facilidad suficiente para expresarse de forma que la pequeña la entendiera. Dedujo que no sabía relacionarse con los demás. Esto desencadenó un sentimiento de inferioridad y de vergüenza que fueron encaminando a Susan hacia el silencio como única solución. Sin que su madre lo percibiese, las palabras fueron alejándose de sus labios. Cuando a Eileen le diagnosticaron un autismo muy avanzado, la pequeña había cumplido nueve años y su hermana quince.
Susan culpaba en silencio a su madre de lo que le ocurría: fue ella quien se olvidó de bailar, de reír. Ella borró su voz durante años de los oídos de Susan y a cambio le ofreció el consuelo de la música. La privó de sus caricias y a cambio le regaló el ballet.
Durante mucho tiempo Susan se refugió en su habitación. Allí no necesitaba hablar y se encontraba a salvo de las miradas interpelativas de la gente. Sólo en su habitación y en clase de ballet podía expresarse cómo realmente sabía: con su cuerpo.
No necesitaba las palabras. Sus piernas hablaban por ella, trazando círculos en el suelo de madera rojiza y en el aire. Sus brazos se elevaban como acariciando una efímera imagen junto a ella, y sus pies se batían al saltar tan rápidamente que nadie habría conseguido distinguir uno de otro en plena ejecución.
Tan pronto se cansaba de practicar saltos en el aire, se tumbaba en la cama boca arriba y miraba la pared de enfrente donde, entre sombras para que sus colores no se alterasen, estaban colgados sus tutús y dispuestas sobe las repisas de madera, hileras de zapatillas. A la derecha, un enorme póster de los pies de Nureyev cubría el resto de la pared. Mientras el adagio de Albinoni seguía sonando, soñaba con actuar algún día en un teatro lleno de gente.
Y ahora tenía ante ella la oportunidad más importante de su vida. ¡Una audición para el Royal Ballet! Nunca hubiera esperado una noticia como ésta. Sabía por su madre y su abuela la importancia que ésta tenía para una bailarina. Ellas no llegaron ni a rozar siquiera esta oportunidad.
Los ojos de Madame Louise la miraban al principio esperanzados, luego suplicantes. Después de tantos años con Susan, sabía los problemas familiares por los que había tenido que pasar y el daño que éstos habían causado en su pequeño corazón. A Madame Louise le había bastado una mirada de la niña para saber qué pasaba por su cabeza en cada momento. Un lazo mucho más profundo que el que unía a los miembros de una familia, se había ido tejiendo entre las dos con el paso de los años. Por eso a la vieja bailarina no le extrañaron las lágrimas que bañaron las mejillas de Susan. Se acercó a ella y colocando una mano sobre la barra de madera, acarició con la otra su cabeza. No pronunció ni una sola palabra. No quería romper aquel momento mágico del que ella en parte se sentía responsable. Cerró los ojos, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se volvió hacia la puerta.
Durante el camino de vuelta a casa, Susan no estaba segura de que todo hubiese sido real. Sólo el sobre con el remite del Royal Ballet era la prueba de que no había sido un sueño. Llegó a su casa y vio a su madre. Estaba adormilada y apoyaba la cabeza sobre su mano derecha. Sus pies descalzos se escondían entre los cojines de cuadros que se amontonaban en el sofá. Desde que la tristeza le robó el baile, no se peinaba con el pelo tirante y sus rizos habían vuelto a aparecer.
Por primera vez encontró a su madre atractiva. Como si el sufrimiento por Eileen sólo le hubiera roto el alma y el cuerpo y se hubiera detenido al llegar a su rostro. Tropezó con la tapa de cristal de la mesa y Maureen abrió los ojos. Susan le lanzó la carta que hacía una hora escasa le había dado la directora del estudio y se dirigió a la cocina a prepararse la cena.
Pasaron unos minutos antes de que Maureen entrase en la habitación. Susan descubrió en ella una mirada brillante, mezcla de orgullo, arrepentimiento y alegría. Las lágrimas se derramaban sin escrúpulos sobre sus mejillas. Se acercó a Susan y la estrechó entre sus brazos.
Susan se encontró sin saber qué hacer. Transportó hasta su mente los recuerdos de su infancia y los sentimientos más diversos llegaron a ella como en una cinta transportadora: sintió los cálidos besos y los abrazos con que su madre despedía sus días; escuchó, como en sueños, los aplausos con que su madre premiaba sus actuaciones en el colegio. Aspiró su aroma, sintió su calor y en la lejanía, adivinó sus pasos de baile atravesando el pasillo mientras tarareaba una sonata de Schubert.
Sintió como si cientos de cables eléctricos la recorrieran por dentro. Sus brazos se elevaron con la misma dulzura que empleaba al bailar y acariciaron los ojos húmedos de su madre. Se acercó a su cuerpo y adivinó en él el mismo amor de siempre, su agitación, su dolor olvidado. Escuchó su llanto entrecortado y aunque ahora no eran necesarias las palabras para entenderse, Susan sintió que su corazón enviaba hacia sus labios miles de palabras que se agolpaban en su mente esperando que ella las ordenase para salir de su encierro.
Al ver el esfuerzo de Susan, su madre puso un dedo sobre sus labios y se acercó a la mesita donde tenían el equipo de música. El adagio de Albinoni llenó de recuerdos la habitación. Se quitaron los zapatos y comenzaron a bailar. Como antes. Como si todo no hubiese sido más que un mal sueño.