El sexo o la vida o la muerte eran siempre los temas de las conversaciones que Maite nunca entendía. Con un ojo pegado a la tele, dividía su atención entre su pasión cinéfila y el interés, un poco distraído, por saber de qué hablaban los adultos. De entre todas aquellas frases que parecían dichas en otro idioma que le sonaba vagamente pero aún no dominaba, había una que le causaba especial curiosidad, sin embargo. La realidad no es como en las películas. Esto decía su madre, interrumpiéndole siempre el visionado de las escenas de besos más románticas. Así que Maite, aún pequeña, se preguntaba a ratos cómo sería entonces realmente aquello de darse un beso. El primero que recibió no estuvo mal, aunque comprendió que no iban a aparecer sedas vaporosas ni sonaría música de fondo. A los siguientes, ya no le importó que no fuera a haber similitud con la ficción; la pasión era mejor en persona porque era real. No volvió a pensar en ello y continuó yendo al cine durante la adolescencia a hacer manitas, dividida, siempre, entre la pantalla y su realidad. Años después comprendió, un día cualquiera, que las películas no son como la realidad porque la realidad no cabe en una película. Supo entonces que, por fin, hablaba el mismo idioma que su madre.