No terminaba de entender porqué su editor le había enviado aquel extraño manuscrito. Su mente naufragaba a la deriva desde hacía dos años y la enfermedad más temible de todo escritor, la que te convierte en una inmóvil figura de cera viviente frente al procesador de textos, le encaminaba con paso firme desde la región de perder el control al mundo de la depresión.
Había intentado por todos los medios empezar algo serio, pero un vértigo repentino cada vez que encendía el ordenador y un excesivo recurrir a la tecla Retroceso le hicieron perder toda seguridad en sí mismo. La voz interna que solía susurrarle “Solo es un bloqueo momentáneo” se volvió áspera, abandonando el tono piadoso para farfullarle un seco “Creo que deberíamos cerrar el chiringuito.”
Los fogones de su creatividad, donde había cocido a fuego lento tantas historias brillantes con personajes envueltos en tramas apasionantes, atrapando a miles de lectores en cada entrega, se estaban apagando.
Y aunque las ideas seguían agolpándose en su cabeza en espera de ser convertidas en papel impreso, no conseguía sacarlas a flote por más temprano que se levantara.
Estaba acabado.
Pero entonces, cuando la idea del retiro prematuro comenzaba a merodear en su mente como un ladrón nocturno, recibió el sobre acolchado. La estupefacción con que abrió la puerta de su majestuosa casa al borde del lago al oír el tañido del timbre, le acompañó indefectiblemente al comprobar la etiqueta de “THULE EDITORES”, la firma de su amigo y responsable de la corrección de sus obras desde que comenzara a ganarse la vida con ello.
El sobre, lacrado a conciencia, le obligó a buscar algo punzante con lo que superarlo. Revolvió impaciente el cajón de la cómoda de la entrada hasta que notó el frío e inoxidable tacto del abrecartas.
Se asomó dentro y sacó el paquete. Reconoció la letra dispersa de una nota que decía:
“Lo escribiste hace veinte años, ¿recuerdas?
Aquella época en la que el camello de la esquina
sabía más de ti que tu propia madre… Está lleno
de incongruencias pero tiene madera. No es tu estilo,
pero tampoco estamos para elegir. Aunque no la
terminaste, deberías tomarte en serio un cambio de rumbo. ”
Franc.
PD. Descansa y tómatelo con calma. No por mucho madrugar….
Comprobó que no eran más que un par de cientos de hojas amarillentas (en sus mejores tiempos sus novelas rondaban las quinientas páginas a espacio sencillo). Dejó el manual en la mesa y se dispensó un vaso de té helado, cubitos en dado titilando y media rodaja de limón. Un posavasos verde de Heineken soportaría la condensación del frío sobre la madera. Miró de reojo el sándwich de pavo braseado con camembert caliente que le aguardaba, pero el hambre se esfumó dejándolo con un repentino manojo de nervios deambulando por su estómago.
Se acomodó en el sillón, de un rojo intenso como el rubí. Su tacto era suave, escurridizo, fácil de despellejar cualquier miembro desnudo si permanecía demasiado tiempo inmóvil adherido a su piel sintética.
La obra, a falta de una buena corrección era trepidante y atractiva. Narraba la tortuosa vida de un enfermo mental. Un pobre desgraciado que llevaba más de veinte años internado en el sanatorio proclamando, a voz en grito, que tenía un hermano gemelo, y que la casualidad ayudó a la confusión a la hora de arrestar a quien no era. Estando él en lugar de su hermano y viceversa.
Se dejó embaucar por la limpieza de su prosa, que le hacía engullir las páginas de forma insaciable. Se sorprendió emocionado. “Quizá no esté todo perdido.” Pensó y siguió leyendo.
Años de encierro, en los que su personaje pasaba del fríecerebros, como llamaban cariñosamente los internos a las sesiones logotomizantes que sufría el sujeto a base de descargas eléctricas, o las terapias grupales, donde una vez bien fritas todas las neuronas los pacientes sentados en corro formaban charcos de baba y musitaban como vacas en celo, le habían transformado.
Su abogado trabajaba sin descanso en su defensa. Aunque hacía mucho tiempo que no sabía nada de él. El deseo de que todo saliese a la luz dio paso con los años a una sed de venganza ardiente y clamorosa en su interior.
Su tren de vida descarriló arrasando todo aquello que podía importarle.
La idea de acabar con la vida del responsable de aquella pesadilla cobró forma hasta convertirse en su único amigo dentro de aquel infierno. Un lugar donde perderse, encontrar cobijo y sentirse “¿Cuerdo?”, quizá el único pensamiento racional que le dejaban criar, en el más recóndito de los silencios. Pura y salvaje venganza.
Así que cuando tuvo la más mínima oportunidad, la aprovechó.
Ocurrió una noche de domingo. En fin de semana el fríecerebros estaba apagado, no había sesiones grupales ni nada por el estilo. Los médicos libraban y el sanatorio se convertía en una marea de paseantes risueños. Sólo tenían que doblar la medicación y cerrar con llave. Con cuatro enfermeras de guardia y los celadores era más que suficiente.
Tendría durante veinticuatro horas el cerebro despejado (al menos lo mejor posible dadas las circunstancias) para planearlo todo. Y llevaba así los últimos veinte años. Esperando un resarcimiento, una disculpa, el alcalde dándole la mano pidiéndole perdón, algo así. Pero no. Nunca llegó ese momento (ni llegaría). Lo más difícil de tragar fue precisamente eso.
La indefectible remisión de que pasaría allí el resto de su vida.
Así que cuando podía alimentaba la ponzoña que le carcomía por dentro. Pensaba en el momento en el que se encontraría cara a cara con el que lo había metido (por error) en aquel endiablado lugar.
Tumbado en el camastro, con los brazos entrelazados en la nuca, se preguntaba a menudo si sería capaz de matarlo a sangre fría llegado el momento, y, la respuesta le estremecía con un pudín de efervescencia y nerviosismo al tiempo. “Sin dudarlo”, se decía.
Y el momento de escapar le llegó de repente.
En un momento en que las enfermeras marujeaban en corro, miró a ambos lados del corredor y saltó sin pensarlo dentro de un carro de ropa sucia aparcado en el pasillo. El corazón le atronó con viveza. Debía enterrarse lo más abajo posible para no ser visto.
Se encontró buceando en un pozo apestoso. Los esfínteres se relajan demasiado al contacto con la corriente alterna. Reprimió una arcada ante la duda inminente de si los intestinos ganarían el concurso de Órgano Relajado del Año.
Fue todo muy fácil, demasiado a decir verdad. El chirriar de las ruedecillas y la inercia le indicaron que se movía. Luego se elevaba. El carro volvió a deslizarse. Un portazo metálico seguido de un apretujado silencio. Un motor arrancó. ¡Estaba en el camión de lavandería!
La alegría le invadió momentáneamente. El trayecto pareció durarle un parpadeo “El tiempo vuela cuando todo marcha”, se dijo. Luego se detuvo. Más balanceos. Por fin se detuvo completamente. Pasos alejándose. Más silencio. Aguardó inmóvil.
Cuando calculó que nadie volvería salió lentamente, apartando el apestoso vestuario que le cubría hasta los dientes. Se desembarazó del absurdo pijama dejando atrás su pasado como Miembro de Honor del psiquiátrico local. Se vistió enseguida, no había minuto que perder. Le fue fácil encontrar ropa de su talla, estaba en un almacén de ropa a fin de cuentas.
Encontró la indumentaria perfecta. ¡Una cuarenta! Exclamó sorprendido al contemplar la etiqueta del pantalón vaquero. Había bajado cinco tallas desde que le encerraran, la pasta grumosa e insípida que le suministraban a diario tenía todo el mérito. Terminó de vestirse y se dispuso a emprender la marcha.
Cuando llevaba un par de horas andando notó como el estómago se retorcía doloroso, un hambre acuciante se abrió paso hasta robarle la energía. Debía comer algo. Un sabor metálico y áspero se enseñoreó de su garganta.
No quedaba mucho en realidad. Había dejado la carretera asfaltada hacía un buen rato, internándose por el camino de tierra flanqueado de árboles.
La idea de acabar con él permanecía enquistada en su mente como una cantinela absurda. Lo estrangularía con sus propias manos si fuera necesario, pero debía llegar, y aún le quedaba un buen trecho.
El sol cedió el pulso a las copas de los árboles y terminó su jornada, dándole el testigo a la tarde oscura, en el contrapunto en que las sombras se alargan y las figuras se transforman en caprichosas formas monstruosas. Retrepó una elevación del terreno, y entonces esbozó una amplia sonrisa.
A lo lejos reconoció lo que buscaba. La meta estaba a su alcance.
Según su informante, un celador al que sobornó con tres cajetines de Camel y el Prozac que le suministraban antes de entrar al fríecerebros, la casa, además de encontrarse en el lugar indicado, tal y como le aseguró aquel tipo carecía de vigilante alguno ni perro guardián.
– No tiene enemigos. Es un tipo bastante normal.
– Claro, ¿por qué iba a tenerlos? – Repuso él en un arranque de denotada indiferencia.
– Entonces, ¿A qué tanto interés?
– Le debo pasta. Y me gusta saldar mis deudas.
El acceso de tos perruna que le acometió a aquel energúmeno tras la sonora carcajada inicial zanjó el tema.
– Estás como un cencerro amigo, como una puñetera regadera como diría mi padre. – Y enfiló el pasillo silbando hasta perderse por una esquina.
Pero había merecido la pena. Tal y como le había indicado, al borde de la colina, junto al gran almendro, se encontraba la casa del creador de sus emociones más ponzoñosas. Durante años había alimentado toda esa rabia, como a una mascota, viéndola crecer hasta envejecer y volverse ulcerosa, cancerígena, imposible de retener en su interior.
Alcanzó el llano exhausto. Se encontraba a tan solo unos pasos de su venganza. El tipo debía estar dentro, aguardando su aciago destino.
Avanzó.
Superó la puerta de entrada. Un abrecartas solitario le iluminó el rostro. Se internó hacia el interior de aquella majestuosa casa al borde del lago. Llegó al salón donde miles de libros barruntaban las paredes.
Deslizándose con sigilo contempló que alguien le daba la espalda, alguien que permanecía sentado en un enorme sillón de piel sintética color rojo intenso, como el rubí, de tacto suave, escurridizo, fácil de despellejar cualquier miembro desnudo que permaneciese demasiado tiempo adherido a él.
Atisbó un vaso de té helado, cubitos en dado titilando y media rodaja de limón, que reposaba sobre un posavasos verde de Heineken.
Junto a él un sándwich de pavo braseado con camembert le arrancó un inoportuno rugido a su estómago.
La última página cayó al suelo describiendo un zigzag en el aire mientras alertado por la hambruna del protagonista, el escritor levantó la mirada para contemplar como éste, blandiendo el falso puñal, lo hundía en su cuello hasta el mango.
Mientras el gorgojeo de su víctima inundaba el salón, rescató la hoja del suelo salpicada de sangre.
Capítulo 13
El teléfono sonó despiadado en el despacho del abogado penalista más famoso de la ciudad.
– Diga.
– Soy Serra. Tengo buenas noticias. – La voz del investigador sonaba efervescente.
– Alégrame el día. ¿Has encontrado el informe médico? – Preguntó el letrado con un incipiente nerviosismo. Nada habitual en él.
– Mejor que eso. – Repuso Serra como un jugador de póker antes de hacer su mejor apuesta. – Le he encontrado.
– ¡Repite eso!
– Tengo al gemelo. Y créeme, no hace falta ser una lumbrera para saber quien de los dos está como una chota.
– ¡Fantástico! Hablaré con el juez mañana y luego llamaré a mi cliente. Va a…
– Hay algo más. – La voz se engriseció de repente. – Algo no encaja. Espera un momento…
– ¿Qué ocurre? – Preguntó frenético el defensor.
El detective pareció reconocer a alguien al otro lado de la línea.
– Pero, ¿Qué coño…? – Su voz se vio interrumpida por un ensordecedor disparo.
Pegado al auricular, el abogado enmudeció estupefacto.
Alguien colgó al otro lado.