– Bueno, muchas gracias por haber venido -dijo el de recursos humanos mientras se incorporaba extendiéndome la mano-, le avisaremos a lo largo de esta semana con una respuesta.
– Gracias a usted -forzar una sonrisa cuando sabes que todo ha ido mal es complicado-, espero que cuenten conmigo. Hasta luego –y abandoné el despacho.
Al llegar al ascensor, este se cerró en mis narices. Decidí bajar por las escaleras con la esperanza de que la actividad física insuflara algo de ánimo a mi espíritu. Dicen que concentrarse en la tarea que realizas hace que te sientas menos desdichado; yo no podía parar de rememorar la conversación matutina (tantas veces vivida) con mis padres. Con cada escalón que descendía retumbaba la voz de mi padre en mi cabeza: “Con el coco que tienes, que podrías haber sido hasta notario, vas hecho tonto y estudias historia.” Y a mi madre de fondo: “¡Déjalo al pobre, si hace apenas un año que terminó la carrera, ya encontrará algo!” Eso eran ánimos para ir a una entrevista. Pero desde la prejubilación, los problemas para pagar la hipoteca arreciaron y el ambiente andaba caldeado por casa. Además ellos no tenían la culpa de mis penas, solo deseaban mi bien, cada uno a su manera. El problema radica en que la mayoría de las empresas exige experiencia, ¿y cómo iba a conseguirla si nadie me daba una oportunidad?
Intentando consolarme en mis pensamientos salí a la calle. Caminaba introvertido en dirección a mi coche, cuando a cierta distancia vi a Helena. Estaba más guapa incluso que en el instituto, recordé que había tenido un par de acercamientos con ella por aquel entonces, pero nunca cuajaron. De repente alzó la vista y sonrió, parecía reconocerme, pero no era posible, hacía tanto tiempo, y no fue nada tan serio como para que lo recordara. Al llegar a mi altura la saludé:
– Hola Helena, cuánto tiempo.
– Perdona –se detuvo para no pasar de largo-, ¿me dices a mí?
– Si…claro –las piernas me temblaban más que durante la entrevista-. Soy Javi…del instituto…¿no me recuerdas?
– ¡Ah! Si claro, cuánto tiempo…Bueno y ¿qué tal? -Parecía impaciente.
– Pues nada, que acabo de salir de una entrevista y…-no sé de donde surgió tan inusual valor- ¿Por qué no te invito a un café y nos ponemos al día?
– Mira –dijo con una leve mueca de incredulidad y con una mano mesándose el cabello-, no quiero parecer maleducada, pero no eres mi tipo y además –¿aún había algo más?-, me están esperando. Lo siento – y se marchó directamente hasta un Mercedes Benz descapotable que se encontraba aparcado tras de mí, en el que le esperaba un chico joven y bien vestido. Se montó y se marcharon.
Mi rostro no era un poema, era una marcha fúnebre. ¡En qué diablos estaba pensando! Aquello no fue un acto de valentía, ni tan siquiera una temeridad, simplemente fue un suicidio avisado. Ella no había sido precisamente simpática, pero todas las señales indicaban que no se sentía cómoda con la situación; si lo que traté fue de aumentar mi autoestima, estaba claro que había logrado el efecto contrario.
Sin conseguir reponerme, continué andando hacía el coche. Cuando casi había llegado, divise en la lejanía a un Mosso escribiendo una “receta”. Corrí cuanto pude, y conforme me acercaba vi como la grúa ya lo tenía enganchado. Casi tropezando llegué hasta él, y sin apenas resuello intenté disuadirlo:
– ¡No por favor! ¡Buf! No se lo lleve -no podía prácticamente hablar por el sprint-, pagaré la multa pero no se lo lleve.
– Lo siento caballero –dijo sin variar el semblante-, pero el vehículo se encuentra mal estacionado, debemos retirarlo y sancionarle.
– Si, de acuerdo –recuperaba poco a poco la compostura-, denúncieme, pero no me deje sin coche por favor.
– No me está permitido, una vez avisada la grúa –hablaba como un androide-, el vehículo es transportado al depósito. Podrá recogerlo allí.
Traté durante más de diez minutos de convencerlo, fue imposible. Una vez se hubieron ido me dirigí hacia la parada de autobús, sentía que pesaba una tonelada y que tenía bastantes años más. Para colmo, comenzó a anochecer y…a llover. Empapado me senté bajo la solitaria marquesina, con las manos en la cabeza y los codos en las rodillas. No podía sentirme más desgraciado, nada me iba bien, hacía mucho que no era feliz. Intentaba ser buena persona, pero estaba desubicado, nadie me entendía, es como si no fuese de esta época. En el suelo, bajo mi zapato derecho había una hoja de periódico, en un titular se podía leer: “Los banqueros se aumentan el sueldo un 36%”. Los pensamientos se agolpaban en mi mente, el corazón me latía fuertemente en el pecho y la sangre se acumulaba en mis sienes como si fuesen a estallar. Poniéndome en pie de un salto y quedando bajo la lluvia, exclamé a viva voz:
– ¡Hasta dónde puede llegar la desfachatez en este mundo! ¡Si me dieran un bolígrafo para firmar la extrema unción de la humanidad, lo haría encantado!
Todo quedó en un extraño silencio, solo se oían las gotas al chocar contra los charcos. Súbitamente surgió entre las sombras un viejo vagabundo tirando de un carrito, pasó frente a mí, me miró a los ojos y sonrió. Mientras se alejaba, su voz ronca atronó en la noche:
– Si deseas algo, no esperes a que ocurra por sí solo, ¡hazlo tú mismo! –y desapareciendo tan fugazmente como había llegado, dejo en la oscuridad el eco ronco de una sonora carcajada.
Mi gesto había mutado radicalmente, mis ojos estaban desorbitados, pero no era por la impresión de tan extraño suceso, sino porque, después de muchos años, vi la luz. Las palabras de aquel lunático me despertaron de mi letargo, la esperanza había resurgido en mi interior, por fin tenía un objetivo.
A la mañana siguiente me levanté temprano, preparé una maleta con mis cosas, me despedí de mis padres entre lágrimas, incredulidad y preguntas, me enfundé unos guantes y fui a un locutorio. Redacte una carta, imprimí varias copias, las deposite en un buzón con distintos remites y me dirigí a la estación de trenes.
En una de las oficinas del Ministerio de Interior un becario comienza a hacer aspavientos invitando a acercarse a su mesa al resto de compañeros:
– ¡Venid tenéis que ver esto! Es una carta que hemos recibido esta mañana, atención que la leo, ¡jaja! ¡Es buenísima!:
“A todo el que le pueda interesar,
soy una persona a la que la sociedad y el sistema han dado la espalda, lo que expongo a continuación no es una broma, es un acto meditado y que a partir de hoy se convertirá en mi única razón de ser.
Podría enumerar las múltiples causas que me han llevado a tomar semejante determinación, pero son demasiado numerosas y no son relevantes. Lo único que han de saber es que, he llegado a la conclusión de que la humanidad no tiene remedio. Todos los estamentos del sistema están corrompidos, la sociedad ha creado unos valores que encaminan al ser humano hacia la extinción, no hay futuro. Por lo tanto, he decidido que no es necesario prolongar la agonía, desde este instante declaro unilateralmente la guerra a la humanidad. A partir de este momento, por acción u omisión, todos mis actos irán dirigidos a la realización de mi fin último, el final del mundo.”