28- Entre sueños. Por Frankie Brown
- 9 junio, 2011 -
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Abrió los ojos, como en otras ocasiones a lo largo del proceso febril en que se había visto inmerso, intentando mantenerse despierto un poco más de tiempo que las veces anteriores. No sabía cuánto tiempo llevaba allí postrado, aunque comenzaba a sentirse mejor, y comprobó que las enfermeras habían retirado las vendas de las heridas, y que estas habían cicatrizado rápidamente, dejando un rastro vago, casi invisible, de aquellas. Permaneció consciente, y repasó mentalmente los sueños que le habían acompañado durante los últimos días… ¿o acaso eran semanas las que llevaba en aquel estado semiinconsciente?
Le vinieron a la mente imágenes del largo viaje en tren, de las muchedumbres agolpadas al paso del convoy por las estaciones españolas: las bandas de música populares, los niños agitando los brazos, y las chicas, con la sonrisa en el rostro, contrastando con las lágrimas que resbalaban por las mejillas, incontenibles. Luego, al atravesar la campiña francesa, aquellas muestras de cariño y admiración se transformaron en gestos de indiferencia, cuando no de visible hostilidad, como cuando, en un tramo lento, una de las piedras arrojadas por varios jóvenes impactó en la cabeza de uno de los compañeros de vagón, y saltaron del tren en marcha, pistola en mano, el Cordobés y un amigo suyo, al que apodaban Malasombra, hombres curtidos y despiadados, y asesinaron a sangre fría a uno de los muchachos, que en su apresurada huída había tropezado fatalmente, quedando tendido para siempre entre los tempranos brotes de trigo, con la sangre manándole a borbotones del pecho abierto y la mirada triste y perdida.
Después, Alemania, la gran Alemania expansionista y guerrera. Flotaban en su memoria los largos días de instrucción en Grafenwöhr, y sin embargo, de ellos su mente no supo o no quiso conservar más que la visión de la espalda del compañero pertrechado, marchando en columna por los frondosos bosques del este de Baviera (¡qué bosques aquellos, verdes, enmarañados, como no los había en la sierra de Málaga, ni en ningún otro lugar que él hubiera visto en Andalucía!), y las picaduras de aquellos enormes mosquitos, que a través de las telas mosquiteras penetraban en la carne con sus afiladas trompas, dejando tras de sí un finísimo reguero de sangre que caía lentamente hasta secarse sobre la piel.
Y luego, la larga marcha hacia Varsovia, infernal caminata, infame idea del gran general. Se le aparecían en los sueños los pies lacerados por los interminables kilómetros de marcha y los insoportables dolores de la piel en carne viva. También las noches al raso, bajo las improvisadas tiendas de campaña, confeccionadas con los ingeniosos ponchos alemanes, que podían unirse unos a otros mediante un sencillo sistema de acoplamiento, otorgando así una ligera protección contra las inmisericordes noches polacas, y los primeros e insufribles primeros pasos del día, al alba brumosa y fantasmagórica, por los campos de un país deprimido por su suerte. Y los ojos tristes de los ancianos campesinos polacos (a los jóvenes los habían matado o deportado), con la mirada clavada en la tierra que trabajaban, maldiciendo en silencio las vidas de los que habían violado su patria, su tierra y sus familias… ¡No podía apartar de sí aquellas miradas vacías, sin esperanza, que le asediaban en medio de la fiebre!
A veces, en el sueño se confundían y entremezclaban los recuerdos, dando lugar a escenas irreales, como cuando una vez se despertó delirando, después de haber estado paseando, durante un breve permiso, por los estrechos y tenebrosos callejones de los suburbios de Varsovia, donde los soldados alemanes no osaban adentrarse más que en patrullas fuertemente armadas, que para su asombro, se tropezaban frecuentemente con uno o dos españoles descamisados, despreocupados y sonrientes, que volvían de algún furtivo encuentro con el amor, con el azar o con el alcohol. Esa noche acababa, sin saber cómo, dando tumbos por las calles de su Coín natal, tumbado en el suelo a la orilla de un olivar, observando el manto de estrellas que a él le parecía muy distinto del que le contemplaba en aquella tierra polaca, tan lejana y tan distinta a la suya.
Sin embargo, los sueños más crudos eran los que le trasladaban nuevamente el frente ruso. De nuevo volvía al tren, aunque en esa ocasión no había multitudes, música o llantos de despedida, si acaso una exigua comitiva oficial, y todo lo que se podía contemplar desde las ventanillas a ambos lados de los vagones era el rastro de la destrucción causada por la guerra en una tierra ajena, en la que todo le resultaba extraño y hostil. Aparecían los rostros tensos de barbas cerradas y las miradas duras de hombres que pronto yacerían inertes en el helado suelo ruso. Y aparecía, sobretodo, el frío. Y es curioso, porque hasta ahora, él no sabía que el frío pudiera aparecer también en los sueños. Seguramente, solo el frío ruso era capaz de hacerlo con la insoportable intensidad con la que se alojaba también en los huesos de los soldados. Y así lo hacía, pues incluso en las más ardientes pesadillas de su postración, el frío, la ventisca y la nieve le atenazaban los huesos, le quebraban el alma y casi sofocaban cualquier deseo de sobrevivir a aquellas condiciones inhumanas, en las que se le antojaba imposible que nadie pudiera encontrar la felicidad.
Curiosamente, los largos meses del invierno ruso que llegó a continuación se resumieron, en los sueños, en acciones puntuales y cotidianas, que nada tenían que ver con el heroísmo que se les supone a los hombres en el frente de batalla, ni con el romanticismo del que vive ajeno a las realidades de la guerra, que no son otras que la barbarie, el sufrimiento y la muerte. Él nunca había concebido la batalla de un modo romántico o heroico, sino más bien como una cuestión de preparación, suerte y un miedo atenazador hasta tal punto que, durante los instantes en que uno luchaba por dominarlo de alguna manera, no podía mover un músculo o articular palabra. Y luego, sin saber muy bien cómo, afloraban los instintos más primarios, aquellos que mantenían a un soldado con vida y en movimiento, convirtiéndole en una especie de depredador, cuya presa era la vida del enemigo a cambio de la propia. En esos momentos, el tiempo se ralentizaba y podía oír, por encima del estruendo ensordecedor del combate, el latido de su corazón desbocado, queriendo atravesarle el pecho.
Había revivido una y otra vez la ocasión, en plena campaña invernal, en que se abandonó por completo a su suerte en medio de la nieve, rezándole a un Dios que parecía haberle olvidado en aquel lugar tan remoto. Como puedo, se protegió del viento gélido que le azotaba el cuerpo y ante el cual habían acabado sucumbiendo sus compañeros de patrulla, que en la superficie helada de un lago no habían sido capaces de encontrar refugio alguno. Así, finalmente, acurrucado junto a tres cadáveres amontonados, se dispuso a esperar la muerte, con la desesperada tranquilidad del que ya lo ha dado todo por perdido. Fue entonces, en ese estado de semiinconsciencia que precedía inevitablemente al fatal desenlace, cuando apareció Nicolai, un ruso menudo que, como un fantasma, surgió de la ventisca, devolviéndole a la vida con manos expertas, que evitaron que la congelación de sus piernas fuera a mayores. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde aquel momento hasta que despertó en el interior de una modesta isba, tapado por pieles de animales toscamente tratadas, que habían conseguido conservar el calor corporal, y con él, su vida. Volvió a ver de nuevo el rostro enjuto y curtido de Nicolai, sus ojos claros y profundos, su barba canosa y las facciones angulosas. Sonrió agradecido. ¿Quién era verdaderamente el enemigo?
El enemigo, al que había matado una y mil veces desde los pozos de tirador improvisados en la nieve, o en brutales combates cuerpo a cuerpo, a bayonetazos, culatazos o palazos. El enemigo, que sin embargo volvía una y otra vez para atormentarle en sus sueños. Podía ver la cara de todos los hombres a los que había arrebatado la vida. No sólo podía hacerlo: simplemente, le era imposible evitar que, una y otra vez, aquellas personas con el terror previo al último hálito de vida dibujado en el rostro le implorasen piedad. Una y otra vez, noche tras noche, impidiéndole conciliar el sueño nuevamente después de despertarse sobresaltado y bañado en sudor. Pero era su vida o la de aquellas seres anónimos, de ojos ligeramente rasgados y mirada glacial, pelo claro y piel sonrosada por el frío. Rasgos tan distintos a los suyos: a su pelo negro azabache, a sus ojos grandes y oscuros, a su piel morena, a su barbilla partida en dos. El enemigo, encarnado en una colección de múltiples personajes, embutidos todos ellos en sus botas de fieltro, sus abrigos y sus gorros de piel, seguía realizando las temidas incursiones nocturnas, mortalmente silencioso, con los afilados cuchillos siberianos entre los dientes, para perturbar el sueño de aquellos que le habían arrebatado la vida. También aparecían, como no, sus compañeros agonizantes en el campo de batalla. En sus sueños, ninguno caía fulminado por los proyectiles rusos y moría al instante, sino que le tendían la mano, le suplicaban ayuda en medio de un infierno de fuego y explosiones, de los silbidos de las balas que en su incandescencia transportaban el dolor y la desolación. Pero nunca conseguía traspasar aquella barrera, y los gritos desesperados de los moribundos le despertaban en mitad de la noche, y entonces rompía a llorar, como sólo lloran los niños y las personas que han estado en un campo de batalla.
El día que le hirieron vio morir a muchos de sus mejores amigos. No sabía con certeza quién seguiría con vida después de aquel día, aunque estaba seguro de que, en su evacuación, había dejado atrás a muchos a los que ya no volvería a ver. De algunos de ellos tal vez volvería a tener noticias. Otros simplemente habían desaparecido en la nieve teñida de sangre y, con el avance del enemigo, habían dejado de existir de forma anónima. Ahora, postrado en el camastro del pequeño hospital, repasaba mentalmente aquellas vivencias que habían aflorado de forma inconsciente durante su convalecencia. Miró alrededor, y vio que el sufrimiento y el dolor se habían instalado allí, en los camastros contiguos. Se cuestionó el sentido de su existencia en aquel lugar bárbaro. Había visto de lo que era capaz el hombre cuando dejaba de ser hombre y se entregaba a sus instintos más animales, a la forma de supervivencia más primitiva. Estaba hastiado de tanta miseria moral, de tanta muerte. Sintió que se derrumbaba. Le invadió la angustia y la desesperanza, y abandonó su deseo de seguir viviendo. Cerró los ojos. Se durmió.
Al abrirlos nuevamente, deliraba. La habitación estaba en penumbra. Recorrió con la mirada los cables y los tubos que conectaban su cuerpo a varias máquinas. Tardó un tiempo en comprender. En un momento de postrera lucidez, se dio cuenta de que todo había sido un sueño. Sin embargo, la angustia y la desesperanza habían despertado con él. Volaron por su cabeza recuerdos más recientes: la enfermedad, sus hijas, sus nietos, su querida Ana… y supo que todo terminaba. En esta ocasión, tuvo la certeza de que aquello era real. Vio las caras alarmadas de las enfermeras, en medio de una densa niebla que comenzó a envolverlo todo. Escuchó de lejos el pitido agudo de un monitor. Luchó por no desvanecerse. No quería morir así. Rescató con urgencia otros recuerdos: una caricia, los paseos al atardecer, el mar…De repente, dejó de sentir la angustia y recuperó la esperanza. Esbozó una imperceptible sonrisa. Entonces, todo lo que había a su alrededor se desvaneció, le invadió una dulce sensación de paz y se marchó para siempre.
Un relato con fondo bélico construído como «vuelta atrás». Técnicamente la redacción es correcta, el conflicto inicial es sugerente y su desarrollo se lleva con fluidez.
Yo lo hubiera resumido algo por la parte central, pero todo es cuestión de gustos.
Muy bien.
Un relato interesante.
Suerte.
Es verdad… Interesante. Saludos
Tu relato retrata bien los horrores de la guerra, las dudas del soldado. Me gusta el final, ese deseo del anciano de morir en paz, con recuerdos agradables. Te deseo mucha suerte en el certamen.
RELATO INTERESANTE AUNQUE UN TANTO EXTENSO, LO MEJOR ES LA REFLEXIÓN FINAL.
Un recorrido por la mente del personaje, en medio de referencias externas. Bien logrado y buen final. Un abrazo y muchos éxitos.
Seguramente muy bien escrito pero no lo sé porque soy incapaz de leerlo por la temática que me cansa, o el cansancio que tengo yo.
Suerte
Estoy tratando de leer a los que os apuntasteis primero en el concurso y la verdad es que el tuyo me ha llevado su tiempo. Un retrato antibelicista de gran intensidad. Quizá tendrías que estructurarlo en párrafos más cortos y eliminar algunas frases y comentarios que vienen a decir lo mismo. Sobre todo para que se haga más agradecido de leer (pero eso lo decides tú). Dos cosas a destacar desde mi punto de vista; la aparición de Nicolai y, poco después, la frase interrogante ¿Quien era verdaderamente el enemigo?. Y el final: «No quería morir así. Rescató con urgencia otros recuerdos: una caricia, los paseos al atardecer, el mar…De repente, dejó de sentir la angustia y recuperó la esperanza. Esbozó una imperceptible sonrisa».
Suerte en todo, no solo en el concurso.
Me ha gustado como narras esta vivencia que he leído de un tirón hasta el final.Saludos y suerte en el certamen.
Muchas gracias a todos por vuestros comentarios y aportaciones. Un fuerte abrazo!
Estupendo relato. Buena redacción, a la que no tengo que hacer ningún reproche. El fondo antibelicista, aunque parezca ya muy manido, para mi siempre es un buen motivo por el que escribir un cuento. Yo también tengo alguno en ese tono que no he podido evitar comparar con el tuyo, Frankie Brown.
Suerte para el certamen (y paz también)