Había tomado la decisión nada más levantarme. Era el día antes de casarme y lo iba a hacer esa misma mañana. Isabel, mi novia, no quiso opinar sobre mi resolución, en el fondo le daba pena que me afeitase aquella barba tan enorme que me había dejado durante el verano. Lo cierto es que todo fue por un capricho de ella, a mi jamás me gustó el dejarme la barba, es más durante la guerra no tuve tentación alguna de hacerlo. Después, en los primeros años de paz, la barba no se usaba. Sólo algún extravagante escritor, para hacerse el interesante.
El último verano Isabel se empeñó en que me la dejase crecer durante el mes de vacaciones y los otros dos que me habían concedido con la licencia para la boda. Tenía tiempo de sobra para ello. No era más que una barba y me divirtió complacerla. Me miraba al espejo y me gustaba verme. Me había salido una barba rubia, redonda, no muy poblada cerca de las patillas, con las que no conseguí enlazarlas. Me cubría una parte de la cara muy salpicada de cicatrices de antiguos acnés y aquello me gustaba. ¡Parecía otro! Pero la broma ya tocaba a su fin.
Al día siguiente era la boda. Le dije a mi futura señora que me esperase para tomar un aperitivo en la terraza de un café y entré en una barbería.
Era un hombre, poco más o menos, de mi edad. Fuerte. Muy hablador. Me hizo sentarme en el sillón y se apresuró a afeitarme aquella hermosa barba.
– Pero, ¿Por qué se la quita usted, señor? No le queda nada mal, yo se la podría arreglar un poco y le aseguro que va a poder presumir.
– No, afeite usted, ¡voy a casarme mañana!
– ¡A casarse mañana!
El barbero pareció conmoverse. Se volvió de espaldas y buscó en la estufa esterilizadora tijeras y la máquina. Cuando se volvió hacia mí me pareció extrañamente conmovido.
– ¡Que se va a casar!…¡Ay, las mujeres!…Suspiró profundamente.
Me pareció que se había producido un momento de tensión y, por decir algo, le pregunté:
– Usted, ¿no es casado?
– No, no – dijo apresuradamente -. Estuve a punto de casarme cuando la guerra, pero todo salió mal…¡Es muy mala la guerra!
Se calló y empezó a cortarme con las tijeras los bordes de la barba. Me dio pena sentir el primer corte y ver caer aquellos pelos rubios sobre mi chaqueta. El barbero seguía en silencio, pero se veía que estaba con ganas de hablar. Seguramente me quería contar “su caso”.
– Por cierto – dijo de pronto, muy decidido -, que el mismo que fue la causa de que se estropease mi vida me debe la suya.
Se me quedó mirando como para ver que efecto me hacían sus palabras. Al observar que no le decía nada, prosiguió.
– ¡Que grande es la vida! Y que ignorante estará aquel hombre que no vino a morir a mis manos el primer día en que acabó la guerra gracias a una carta de mi novia.
Me sobresalté. Aquel día, 1 de Enero de 1939, me habían herido en la pierna izquierda. Fue en el frente de Cataluña. Aquel tiro me había servido para acabar la guerra tranquilamente, pero me había dejado una leve cojera que a mí, ¡tan presuntuoso!, me molestaba mucho.
– Le vi venir desde lejos. Oiga, le tuve a una distancia de tres o cuatro metros. Yo estaba escondido tras un matorral, con mi fusil ametrallador. A mi lado un camarada, el Comisario, me dijo en voz baja, pero imperativa:
– ¡Es un Oficial! ¡Dispara!
Dio unos cuantos tijeretazos más y me pasó la maquinilla por la mejilla izquierda. Me miró sorprendido.
– Por cierto – prosiguió -, que se parecía a usted. Era muy joven. El Comisario me repitió: ¡Dispara!
– ¿Por qué no lo hizo?
– Mire usted: había recibido carta de mi novia aquella mañana. Me decía que lo tenía todo preparado para casarnos cuando volviera a Barcelona. Era una carta maravillosa, escribía muy bien. Aquel día yo era feliz y, cuando fui a apretar el gatillo del fusil, pensé que, acaso, también a él una muchacha le había escrito aquella mañana y que, a lo mejor, iba también a casarse en cuanto volviera a su pueblo… El Comisario me miró con rabia. ¡Estúpido, dispara! Pero, oiga, yo le juro que me fue imposible hacerlo. El Comisario me dijo con voz sorda: ¡Como salgamos de esta, en cuánto lleguemos a Cardona ordeno que te fusilen!
Ahora fui yo el del sobresalto. ¡Cardona! ¡El 1 de Enero! Allí fue donde me hirieron ¿Habría sido aquel…?
– De pronto – siguió el barbero sin poder detener la charla -, sentí el cañón de un fusil en mi espalda. ¡Nos habían rodeado! Nos hicieron ponernos en pie y arrojar nuestras armas al suelo, creí que iban a fusilarnos allí mismo, pensé en lo ingenuo e inocente que había sido al no disparar. No nos hicieron nada. El Oficial, al que había tenido a mi merced, se limitó a mirarnos con curiosidad y dio orden a un Soldado para que nos condujera al puesto de mando.
Me volví a mirarle. Sí, recordaba que aquel día, poco antes de herirme en la pierna, habíamos cogido a unos prisioneros, antes de entrar a Cardona. ¡Que extraordinaria casualidad!
– Desde entonces todo fue de mal en peor – continuaba relatando -. El Soldado que nos llevó al puesto de mando estaba muy nervioso y no dejaba de apuntarnos con el fusil. Temí por mi vida, aquel inexperto joven sudaba, le temblaban las manos, en cualquier momento se le podía disparar el arma. El Comisario me iba insultando todo el tiempo: ¡Eres un cobarde! ¡Eres un traidor! ¡Lo pagarás! En el puesto de mando nos tuvieron más de diez horas a la intemperie – qué frío hacía -, creí que moriría congelado. Luego llegaron unos camiones, descargaron unas cajas, el Soldado encargado de mi custodia se distrajo con el trajín. Aproveché la ocasión…,me escapé.
– ¿Se escapó?
El barbero me había afeitado media cara y me miraba fijamente.
– Es curioso. Se parece usted a aquel Oficial…Claro que, ¡ha pasado tanto tiempo!
Continuó cortándome la parte derecha, siguió con su relato.
– Me fui monte arriba y no se dieron cuenta de mi fuga. Subí, subí, subí como un loco. Esperaba oír detrás de mí gritos y disparos. No pasó nada. No podría decir los kilómetros que anduve campo a través, pero los pies los tenía destrozados, las heridas me sangraban pero no debía detenerme. Se hizo de noche y seguí andando sin parar hasta la frontera…
Me había enjabonado la cara y empezó a pasarme la navaja por el cuello.
– ¡ Si hubiera sabido lo que me iba a suceder por no haber disparado contra aquel Oficial!…Continuó
Procuré estar lo más inmóvil posible. Aquel Oficial, sin duda, era yo. La suerte me había puesto con mi cuello bajo la navaja de aquel barbero que al parecer no me había reconocido del todo y siguió su historia. No se yo si me daría una segunda oportunidad.
– En Francia… ¡Con los franceses! No fueron mejores. Nos metieron en un campamento donde estuve a punto de morir de disentería. Luego me enrolaron, quieras que no, en la Legión francesa. ¿Usted sabe lo que es eso?
Asentí, tenía la cara enjabonada y pensé que ahora sería más difícil reconocerme. El filo de la navaja resbalaba por mi cuello. ¡Si él quisiera…! Me volví a mirarle. A pesar de lo mal que lo había pasado no reflejaban odio sus ojos.
– ¡Quédese quieto ahora, no vaya a cortarle!
– Por si fuera poco – prosiguió -, al poco tiempo estalló la guerra europea. ¡Y qué guerra! Había estado en muchos combates, hasta en el Ebro, pero, aquello era distinto…¡ Todo por no haber disparado a aquel Oficial!
Me volvió a mirar con fijeza. Ya tenía toda la cara totalmente rasurada.
– Usted podría ser él. Su aspecto inocente me hizo desistir de apretar el gatillo.
– Y…,¿su novia? – le pregunté.
– Cuando volví a Barcelona fui a la casa donde había servido. No estaba allí. Trabajaba para un notario que por sus ideas republicanas tuvo que abandonar la ciudad. Pasadas unas semanas la vi. Estaba distinta, no era aquella joven dulce y entregada al amor. Me miró con rabia, me insultó diciendo que era un cobarde y un traidor… ¡Y estaba de compañera del Comisario!
– Aún es joven, seguro que encontrará el amor.
No sabía que decir, la voz me temblaba, las manos me sudaban, quedé rígido y cerré los ojos.
– Sabe usted, no maté aquel hombre y no me arrepiento. Ahora estaría como usted afeitándose en cualquier barbería y mañana se casaría con su novia de toda la vida.
– No, a pesar de todo, no me arrepiento.