Una crisálida transparente te acoge en su seno, ahora que has abandonado el acuoso y templado nido en el que aún deberías seguir creciendo. Eres mi hijo, sí, carne de mi carne y de la suya, la de tu madre que sigue luchando a brazo partido con la muerte. Tú no lo sabes, pero ella quizás no llegue nunca a ver esa piel casi transparente y delicada aún cubierta del lanugo, que te da aspecto de cachorro humano. Sigo sin poder quitar los ojos de tu cuerpo, pequeño, menudo, débil, que se agita entre las sondas y cables que intentan hacer que te agarres a la vida y no la sueltes. Estás ahí, frente a mí, tan sólo nos separa el cristal frío del enorme ventanal de la sala en que me encuentro desde hace unos minutos, tan largos que parecen horas.
La lucha sempiterna entre el bien y el mal corroe mis sentidos, eres mi hijo, un hijo deseado, querido y buscado desde hace tanto tiempo que ya casi ni me acuerdo, pero eres su hijo, y ella, tu madre está a punto de cruzar esa barrera que la separará definitivamente de nosotros.
Los sentimientos chocan, rebotan en las paredes de mi cerebro y no encuentran salida. Estás ahí, y yo aquí, y entre los dos hay un abismo, un muro.
Tu madre y yo teníamos un nombre preparado para ti, lo escogimos en alguna de las muchas noches insomnes en las que nos emocionábamos pensando en que por fin íbamos a ser padres. Barajamos muchos, pero al final tuvimos dos candidatos firmes entre los que escoger. Nos decidimos por Ángel frente a Iván, para evitar que tu vida empezara con un estigma, Pero si ella se va, quizá no sea capaz de llamarte por ese nombre nunca, no podré evitar verla sobre la cama, medio desnuda, acariciando su prominente vientre repitiéndolo hasta sentir en su cuerpo el asentir del tuyo.
La etimología de tu nombre me dice que eres un mensajero de Dios, irónico destino para alguien que ha llegado con tanta antelación al mundo, que puede convertirse en mensajero del diablo sin saberlo, y sin haber tenido tiempo de escoger a quien servir.
Me gustaría saber si soy capaz de cogerte, de tocarte, ahora no necesito planteármelo, la barrera física que te aísla de mí, me tranquiliza. Levantas tus brazos cuando un nuevo espasmo recorre ese cuerpo inconcluso, inmaduro que presentas al mundo y con ello me devuelves al presente, ese en el que ninguno de los dos tenéis futuro y que me hace agarrarme con fuerza al pasado, en el que la felicidad se paseaba entre nosotros, dejando un rastro amable tras su paso que se materializaba en las risas de tu madre al descubrir, una soleada mañana hace pocos días, que ya casi no se veía los pies. Felicidad al ver tu imagen borrosa en el monitor del ecografista que nos confirmó que eras un varón, sano, perfecto, que se chupaba con fruición el dedo pulgar de la manita derecha. Felicidad al sentirte bajo su piel.
Mientras una enfermera te coloca un nuevo sensor tras rapar la sien derecha de tu diminuta cabeza, me descubro sonriendo en el reflejo del cristal, quizás no sea tan sólo un acto de aquiescencia, quizás es la complicidad de mis deseos con el quehacer de sus manos. Me gusta sonreírte. Tú no lo sabes, pero tu madre ha sido mi tabla de salvación, nos encontramos en el momento justo, cuando estaba a punto de tirar la toalla.
La vida no es fácil, qué te voy a decir a ti, que has empezado lejos de los brazos amorosos de una madre, sin sentir el calor de su pecho y su leche dulce y caliente, sin las caricias de un padre atónito por su paternidad. Tú que te debates entre la vida y la muerte, sin estridencias ni aspavientos. No, vivir no es fácil, no nacemos con un libro de instrucciones para aprender a asumir los golpes, para tragar los caramelos amargos, y para admitir que no somos un juguete frágil que a veces puede romperse. Hijo, me atrevo a llamarte así y siento un escalofrío que recorre de arriba abajo mi ser deteniéndose en cada poro, la vida guarda muchas veces secretos.
Una enfermera se aproxima de nuevo a tu urna cristalina, pero no te dará un beso mágico que rompa el maleficio de la muerte, eso sólo pasa en los cuentos que quizás alguna vez pueda leerte, viene para conectarte a un respirador; ahora tu pecho sube al ritmo que pauta el instrumento y siento que con cada inspiración te alejas definitivamente de mi. Llevo apenas nada viéndote, hablándote pero aún no sé lo que es el roce de tu piel, y ese artefacto que ahora controla tus pulmones me hace pensar que deseo hacerlo, quiero saber cómo es, quiero grabarla en mi mente mi pequeño, al fin voy comprendiendo que tú no tienes la culpa si ella se va. Tú serás mi nueva tabla de salvación si consigues vivir.
No, ya no puedo culparte a ti. Estás tan a merced del tiempo, tan indefenso, tan próximo que no me lo puedo permitir. La mujer sonriente que te atiende derrocha dulzura, me mira, y son sus ojos claros los que me dicen que te ayude, que puedes lograrlo. Te deja de nuevo sobre el mullido lecho y viene hacia mí.
Me dice que has nacido con tanta prisa que la membrana hialina que recubre tus pulmones aún no está desarrollada, que al caer por la escalera tu madre rompió aguas por la parte superior del saco amniótico y que eso te ha provocado la infección contra la que buscan un antibiótico. Mientras la escucho, parece que soy el protagonista de una película, irreal, ficticia, una mentira de la que no puedo escapar. Pero es real, como la inmadurez de tus órganos y la dermatitis que te cubre de pequeñas manchas rojas que yo en la distancia que nos separa no distingo. Me pide paciencia, tan sólo veinticuatro horas, en ellas sabrán si eres capaz de salir del barro que traba tus pies, y correr, correr hasta quedarte sin aliento en pos de tu vida.
Me habla despacio, intenta que comprenda, que sea consciente de tu estado. Las indecisiones con las que me presenté ante ti, han dejado paso a una voluntad segura y firme que desea que salgas adelante y se lo digo, sin complejos. Se sorprende de mi franqueza y tras un segundo de asombro me agradece la sinceridad. Entonces decide ser igual de franca conmigo: tus posibilidades no son muchas, es tan simple como eso. Lo único que puedo hacer es esperar, esperarte a ti y a ella, esperar que encuentre la cepa de bacterias que se ha hecho fuerte en tu cuerpo, esperar que toleres la medicación, esperar que no pierdas el reflejo que sube y baja tus pulmones, esperar.
Al ver mi abatimiento, se compadece de nuestras miserias. Coge el teléfono y pregunta a una colega si puedo bajar, y verla, ver a tu madre sí, esa preciosa mamá tuya que me hace tanta falta como a ti. Con la sonrisa hilvanada en los labios de cereza que hace un segundo me pedían paciencia, me regala un sí. Le cojo las manos, las dos entre las mías y corro a su encuentro tras dedicarte una mirada convencido de que no será la última.
Son casi las cuatro de la mañana, el silencio se ha apoderado del hospital, sólo se escucha el eco de mis pasos acelerados. La enfermera me recibe seria, ajena a nuestros problemas aunque en su indolencia distingo un punto de humanidad escondido, esperando que alguien lo encuentre; me conduce hasta ella. Perfundida y dormida no sabe que estoy a su lado, pero me da igual, al coger su mano quiero que sienta que es lo más importante de mí. Le digo bajito que te he visto, y que tiene que venir conmigo a ver nuestra obra de arte. No me importa mentir; te juro hijo que por ella no me importa hacerlo, le digo que todo va bien, que pronto abandonarás la incubadora.
La enfermera de observa, creo que ha visto una lágrima furtiva que escapó sin mi consentimiento, y que esa es la causa del cambio en su actitud, mucho menos distante cuando vuelve para informarme de lo poco, que según ella, está autorizada a contarme. Sus constante vitales se hayan estabilizadas, me dice que si no hay más complicaciones, podría salir del coma porque es algo que sucede a menudo en estos casos y escucharla hijo mío, arroja una tabla al mar en el que zozobro, una tabla de madera de balsa sí, pero una tabla. La enfermera me pregunta por ti, y casi sin poder mirar sus ojos me escucho diciendo que estás conectado a muchas máquinas, y que lo último que he visto es que añadían a tu lista de aparatos un respirador, su gesto habla por ella. No debe ser muy buen dato, ha fruncido los labios evidenciando la contrariedad, aunque los años de profesionalidad enseguida han venido a echarla un capote cuando me dice que lo mejor es ser paciente y confiar en las manos de los especialistas. Eso ya lo doy por supuesto, claro, en neonatología quieren siempre poner el punto final a la historia con un precioso final, pero la realidad es caprichosa, a veces demasiado.
He vuelto a tu lado, a esa transparente e incómoda barrera, y siento que el corazón palpita con fuerza. Aún no te he tocado, aún no he sentido el peso de la paternidad sobre mis manos y sin embargo me has ganado, estoy rendido y sé que tengo que pedirte perdón por poner sobre tus hombros el peso de una responsabilidad que nunca ha sido tuya. Sin embargo, me aterra pedírtelo porque no quiero tener paralelismo alguno con mi padre, y no quiero repetir lo que una vez, muy lejana en el tiempo y por razones diametralmente opuestas, mi padre hizo conmigo. Tu abuelo me pidió perdón una única vez en su vida, debes saber que no se lo concedí entonces y que hoy, contigo enfrente, es aún más imposible.
Si no toqué fondo en el fango de la charca en la que me pudría, fue por tu madre, ella apareció como las hadas buenas en las pesadillas, justo a tiempo de enseñarme a ver el arcoíris en la tormenta. Ella no suplió el vacío, no ese agujero negro me acompañará siempre, ella creó un universo paralelo al que pude trasladar mi vida para empezar de cero, de su mano, entre sus besos.
La enfermera se aproxima de nuevo, mi pequeño Ángel y en el semblante relajado de su amable rostro intuyo buenas noticias. La luz del sol comienza tímidamente a hacerse un hueco entre las nubes, como la vida vuelve a encontrarse cómoda en el cuerpo de tu madre que ha salido del coma. El día vuelve, se hace fuerte y toma posiciones; y yo sigo mirándote embelesado. Has empezado a llorar, y haces que sienta en mis ojos ese calor que precede a las lágrimas, tienes que seguir, mi ángel, llorando, gritándole al mundo que estás aquí y que tu padre te necesita entre los vivos.
Aún no es tiempo de que vayas a ver a tu abuela, mi madre, que desde hace demasiado tiempo está entre los muertos. Fue tu propio abuelo quien la condujo hasta ellos, cosiéndola a puñaladas por la sinrazón de los celos. Ahora entenderás que no pueda perdonar jamás a ese despojo, a ese animal del que reniego y por quien ya ni siquiera odio.
No Ángel, tú no tendrás que ir, como tendré que hacer yo, al cementerio para decirle a tu madre que ya es abuela. De ese monstruoso ser sólo he heredado los ojos azules.