Se quedó prendado de ella en el instante en que entró en el local. No era de extrañar, su belleza sobrepasaba lo imaginable, rozando lo increíble; dejando patente con su sola presencia lo inalcanzable.
Un escalofrío recorrió su espalda, cuando sus ojos, tan azules como el mar, se posaron en él. Una sensación abrumadora le sedujo, al descubrir tan mágica sonrisa. Con la respiración entrecortada, tragó saliva; ella se acercaba despacio, sin dejar de sonreírle. Sus ojos negros, no eran capaces de mirar a otro lado, estaba ahogado en el inmenso color azul de sus ojos, un azul tan bello y tan misterioso como el mismo océano. En un instante, se vio sumergido en un cúmulo de sensaciones que le impedían reaccionar.
– Me llamo Angélica – dijo, y su voz sonó como un canto de sirena, dulce, embaucador, letal.
Él, se limitó a tartamudear algo inaudible. Ella le hizo guardar silencio, cogiendo su cara entre sus manos y sellando sus labios con un beso. Sus labios suaves, ardientes, insaciables; le devoraban por dentro, absorbiendo cada latido de su corazón. Sintió morir.
La música comenzaba a sonar distante y el bullicio de la gente se transformó en un murmullo. Todo quedó en un silencio gélido cuando le susurró al oído: “Vamos a mi casa”. No respondió, se dejó guiar de aquella desconocida, que con sus dedos entrelazados en los suyos, se abría paso entre la muchedumbre. Aquella que le robó los sentidos con un beso. Una vez fuera, en cada rincón donde la luz cómplice de las mudas farolas los bañaba con timidez, se desprendían besos ardientes, besos de una pasión desgarradora, besos que engullían el alma.
Su casa, un habitáculo a medio amueblar; de luz tenue y unas paredes de un color indescriptible. Ella le mantenía atado con su mano y su mirada, atrapándolo en las profundidades de sus ojos azules, arrastrándole hasta el dormitorio. Sólo una cama de sabanas blancas vestía la habitación, unas cortinas que alternaban líneas verticales de tonalidades grises; envuelta en un lejano aroma a sándalo. Muy despacio, empezó a desnudarse ante la atónita mirada de su invitado, él por su parte, permanecía petrificado ante angelical hermosura nunca vista por sus ojos. Su mente empezaba a brindarle sensaciones que ni en sus mejores sueños había experimentado. Totalmente desnuda, empezó a desvestirle sin prisas, dejando un beso ardiente por allí donde se le antojaba; era dueña y señora de ese momento, se du cuerpo, de su vida.
Se deslizaron entre las sabanas dando comienzo a un ritual de pasión y desenfreno. Tras recorrer su cuerpo, lamiendo su sexo y mordiendo con delicadeza, con la única intención de comprobar que todo aquello no era un espejismo, que ella, era real. Tumbada en la cama, recorría con sus ojos y sus manos el cuerpo del elegido. Su miembro erecto, como nunca antes lo había sentido, la penetraba despacio, intentando alargar cada segundo. Ella le correspondía con suaves gemidos que se perdían en el silencio de la noche. Movimientos suaves, respiración pausada, besos que se alargaban como la línea del horizonte; la pasión se desbordaba por las líneas interminables de la cama, cuyos cuerpos sudorosos seguían desprendiendo un aroma a deseo infinito. Sus gemidos impregnaban la tenue y silenciosa habitación.
Ella tomó el control, colocándose encima de él, introduciendo su miembro erecto muy lentamente. Los movimientos circulares, intermitentes, estremecían su cuerpo. Puso sus manos sobre su pecho y el calor abrasador de éstas quemaba su piel, cerró los ojos mientras ella, le contemplaba con diabólica dulzura. Las fuerzas abandonaban su cuerpo, coincidiendo con el momento de alcanzar el clímax. Su esperma buscó con avidez las entrañas de la hermosa desconocida, siendo absorbidos por los fluidos que ella desprendía, atrapando su esencia.
El cuerpo vigoroso de aquel joven empezaba a marchitarse, entre los suaves movimientos de sus caderas y el calor que desprendían sus manos sobre su pecho. No tuvo fuerzas para abrir los ojos; moría lenta y dulcemente. Tras el clamoroso silencio, del cual las cómplices paredes eran testigo de todo cuanto acontecía en aquella habitación, un leve suspiro escapaba de sus labios, al tiempo que la dulce joven extraía sus grandes ojos negros con una destreza sobrenatural.
Los depositó en un frasco de cristal, guardián de un líquido azul, de textura viscosa. Cerrándolo, se dirigió al baño y puso el frasco en una estantería de metal. El cuerpo del joven se había transformado en una mancha entra las blancas sabanas y su rastro, barrido por las grises cortinas.
Mientras se duchaba, unos grandes ojos negros contemplaban como se deslizaba el agua sobre su hermoso cuerpo, una mirada eterna; a través de un frasco de cristal.