Son aún muy jóvenes. Ella se llama María, tiene 20 años, su marido Juan tiene solamente uno más.
Se conocieron en el hotel “El Trópico” en República Dominicana, en el que los dos trabajaban de camareros.
A menudo sus turnos no coincidían, por lo que cada vez que se encontraban, procuraban robarle algún minuto al reloj para mirarse a los ojos, sonreír, hablar de sus cosas y dedicarse el uno al otro sencillas y tiernas palabras de cariño.
Pronto el flechazo se hizo realidad, y ambos comprendieron que se habían enamorado, se querían, y que les gustaría compartir el resto de sus vidas.
Pensaron en su futuro, en la pequeña chabola a las afueras que, con esfuerzo, podrían adquirir poco a poco, aportando cada uno la mayor parte de su sueldo de diez mil pesos, que sumados hacían un total de cuatrocientos euros.
Al poco tiempo se casaron y, ya pagada la entrada de su diminuta casa, comenzó su nueva e ilusionada vida en común.
Todo iba bien entre ellos; no les sobraba nada, pero tampoco les faltaba, hasta que un día María se dio cuenta de que esperaba un bebé.
La agridulce noticia se convirtió en el centro de sus vidas, ella tendría que dejar de trabajar cuando su vientre se abultara, así lo dicen las normas, “no está bien vista una camarera embarazada”. Con un solo sueldo, su relativa bonanza económica dejaría de existir.
Cuando el bebé nació –un niño regordete y morenito como ellos, al que pusieron por nombre Juan Jr.–, sus ahorros habían desaparecido por completo, al pagar la atención médica del embarazo y el parto y los utensilios y ropas que necesita la llegada de un recién nacido. Aunque María pudiese volver al trabajo, dejando el bebé al cargo de algún familiar, el agujero causado por la etapa de “mitad de dinero y doble gasto” apenas les permitía llegar a fin de mes.
Fue entonces cuando sucedió. En el hotel, ocupado en gran su gran mayoría por clientes americanos, María se fijó en un hombre que nunca compartía su mesa a la hora de las comidas. Sentía lástima por los obligados silencios y los brindis al vacío que observaba en él.
Este solitario personaje procuraba siempre sentarse en las mesas que fuesen servidas por ella, y ella procuraba que ningún otro compañero se le adelantara a la hora de servirle… Pero de naturalezas distintas y sexos opuestos, el juego del encanto se puso en marcha y lo que para María era un hacer más llevadera la soledad del cliente siendo amable, para él su presencia se convertía en fuego interno, un deseo difícil de controlar que lo invadía cada día ante su mera presencia.
Ella compartió su experiencia con su marido y juntos intentaban imaginar el porqué de su soledad. Un tremendo e inevitable ahogo en la garganta de Juan lo empujaba a no dejar aflorar el pensamiento que pugnaba por salir en forma de palabras…
Cierto día, el extraño le preguntó a la chica su nombre, y sin esperar a que la misma pregunta saliera de los labios de ella, él le dijo que se llamaba John. María le comentó que su esposo y su hijo también tenían ese nombre. Tras un rato de bromas con sus difíciles intentos de conversación coherente en un improvisado espanglish, el americano le preguntó si su marido le permitiría tomar una copa con él.
Y añadió: –Te pagaría 5000 pesos si lo pasamos bien.
Cuando María llegó a casa, su cara hablaba por sí misma. Juan no tuvo que preguntar qué había pasado, lo supo leyendo los ojos de su mujer. Y no le permitió decir ni una palabra, sólo dejó su mirada perderse dentro de ella, rozó con sus labios una lágrima que huía mejilla abajo y le dijo en un susurro y con una ternura completamente inusual: –Hazlo. Necesitamos el dinero.
A partir de aquel momento lo prohibido se convirtió en bendición.
El sobresueldo de María les permitió salir de su apuro económico, sus 10000 o 15000 pesos extra al mes les brindaron la posibilidad de cambiarse de casa a una un poco mayor, y mirar la vida con ojos de “ricos” entre la pobreza de los que les rodeaban. Y… ¿por qué no decirlo?, fueron tan felices…