Siempre nacía en noches de tormenta, en lugares inhóspitos y familias miserables. Pero la última vez, fue del todo diferente.
Vino al mundo un radiante día de primavera, en el seno de una honorable familia católica que le habría de glorificar por su condición de hijo único, ansiado heredero de una de las mayores fortunas de Europa y que, con el tiempo, y a pesar de su irremediable pasión filantrópica, supo convertir en la octava del mundo, según la prestigiosa revista en la que compartió portada con su bellísima y también multimillonaria esposa.
Atrás habían quedado reencarnaciones de miseria y hambre desde aquella vez allá por mediados del siglo III d.C. cuando sus amorosos padres, simples campesinos de la Hispania Romana, viéndole en la noche de su nacimiento a punto de expirar definitivamente, vendieron su alma al mismísimo diablo. El trato no les pareció injusto. Lucifer se encargaría de hacer del niño un santo varón, repleto de dones y virtudes que, en su momento, le granjearían las puertas del cielo. Una vez allí, esa alma pura sabría cómo devolverle el favor.
Pero el satánico plan se tuvo que postergar más de la cuenta, pues ya desde su primera subida al cielo, después de una vida de sacrificio y amor al prójimo difundiendo el cristianismo, Dios sorprendió como sólo Él puede hacerlo.
-Un alma tan virtuosa no debe perderse –dijo a San Pedro-. Volverá a la Tierra y seguirá honrándome desde allí.
Así fue como durante siglos se reencarnó en sucesivos hombres de bien, aunque intrascendentes desde el punto de vista histórico, hasta que un ermitaño del 813 descubrió en algún lugar de Galicia un rico enterramiento con restos humanos que no eran sino de algún cuerpo habitado por este alma pura y que, sin embargo, fueron atribuidos al apóstol Santiago.
Dios, orgulloso de aquella alma que tan impagables servicios prestaba a su causa, incluso después de abandonar los cuerpos, siguió premiándole con reencarnaciones varias. Éstas tenían siempre una característica común: cuerpos de hombres blancos nacidos de humildes familias españolas.
Pasaron vidas y muertes, con sus sacrificios y recompensas –más espirituales que otra cosa, pues siempre acababa con un cadáver joven y torturado– hasta que una noche de finales del siglo XIII, de clima tan desapacible como de costumbre, vino al mundo envuelto esta vez en un cuerpo femenino.
-Últimamente está perdiendo eficacia. Tendré que probar algo nuevo –dijo el Omnipotente a San Pedro unas horas antes de permitirle su primera, y a la postre última, vida como mujer, después de la libidinosidad con la que se condujo y que le llevó a purgar sus pecados en la hoguera.
-Ya se lo avisé, Señor –dijo un San Pedro crecido-. Moderneces las justas.
-Pedro, Pedro…, no me hagas hablar –replicó el Todopoderoso-. Anda, vuelve a poner a nuestra alma favorita en la Tierra, y en adelante en cuerpo de varón si así lo prefieres, caprichoso.
De esta forma siguieron las reencarnaciones aunque algunas, por el modo de comportarse, diríase más cercanas a lo femenino. Como fue el caso, por ejemplo, del diplomático español, abnegado padre de familia y fiel amigo del Arzobispo James Usher: el mismo religioso que en el año del Señor de 1654, tras sumar las edades de los descendientes de Adán indicados en el Antiguo Testamento, llegó a la firme conclusión de que el mundo fue creado por Dios a las nueve de la mañana del veintiséis de Octubre del año 4004 a.C.
-¿Es eso cierto, Señor? –preguntó entonces un curioso San Pedro.
-Tú a lo tuyo, Pedro, que se te están colando.
San Pedro siguió a lo suyo, custodiando las puertas del Cielo y mandando de vuelta a la virtuosa alma, aunque no siempre con resultados tan óptimos como de ella se esperaba.
Su más sonado fracaso aconteció a mediados del XIX cuando erró en el impulso homicida para acabar con el naturalista inglés que iba a bordo de aquel barco llamado “Beagle”. Se disponía a trinchar a aquel científico barbudo que la noche anterior –en una conversación privada a la que sólo tuvo acceso limitado– había osado comparar a los españoles con los monos, cuando tuvo un acceso de contrición tan repentina como exagerada que le llevó a arrojarse por la borda.
Aquel incidente no pasó desapercibido en el Cielo.
-Probablemente no te queden muchas más reencarnaciones –le advirtió San Pedro-. Tu crédito se está agotando y lo sabes. Más vale que te esmeres en lo sucesivo.
Y así lo hizo. Sobre todo en su última comparecencia, en la que Dios tuvo a bien cambiar la habitual noche de tormenta en la que venía a la vida, por una esplendorosa mañana de Abril. Esta vez su católica y adinerada familia le proveyó de todos los lujos y atenciones que de tan ansiado fruto cabría esperar. Con el paso del tiempo, aquel españolito amasó el imperio económico más majestuoso desde Felipe II, pero esta vez incluso a prueba de inclemencias meteorológicas. Se casó, en una suntuosa y recordadísima ceremonia en la catedral de la Almudena, con una bella joven, heredera de una de las mayores fortunas de Norteamérica. Y juntos, aunque con la inestimable colaboración ocasional de terceras personas, disfrutaron de una vida feliz donde las haya, hasta que un ataque cardíaco cuando soplaba las velas de su octogésimo cumpleaños se lo llevó definitivamente al cielo, dejando allí –en la mansión de una de sus islas donde celebraban el aniversario– a su inconsolable esposa, junto con los familiares, presidentes de gobierno, estrellas del cine y de la música y demás ilustres personajes de la escena planetaria, compungidos e ignorantes de la otra gran fiesta que le preparaban.
-Bienvenido –le dijo San Pedro junto al quicio de las puertas del Cielo-. El Señor te está esperando. Has sido un alma pura y fiel todos estos siglos y, por fin, tras realizarte por completo, se considera orgulloso de que aceptes esta invitación para el convite de esta noche: tu presentación en la sociedad celestial.
-Será todo un honor.
-No llegues tarde. En la invitación encontrarás el mapa detallado con toda la información necesaria –y mirándole de arriba abajo la túnica de su alma, añadió–: Por lo que más quieras, intenta no desentonar.
Pulcro y puntual llegó, admirado de cuanto observaba a su paso, al palacio celestial. Y una vez allí quedó aún más extasiado: ni todo el lujo disfrutado en su última vida se podía asemejar a aquella magnificencia, a la exquisitez más absoluta, que transmitía a los allí presentes una paz del todo milagrosa.
Un querubín le condujo a la entrada del salón principal donde Dios daba la bienvenida a sus invitados, lo más granado del orden divino: santos, beatos, mártires y demás almas privilegiadas.
-Pase, por favor –dijo Dios-. Espero que disfrute de la fiesta en su honor.
-Sin duda es más de lo que merezco, Señor.
-Déjeme ese tipo de juicios a mí, ¿quiere? –dijo el Omnipotente riéndose como sólo Él sabe.
Bendecida la mesa por el Anfitrión, degustaron toda clase de ambrosías; bebieron néctar hasta hartarse; y bailaron música de variados estilos aunque, como era habitual, el vals y el pasodoble sobresalieron como himnos principales. Pasadas las horas, tras el último brindis de agradecimiento del alma protagonista, se disolvió de a poco la fiesta.
-Una velada divina. Mis felicitaciones, Señor.
-Realmente fabulosa, Dios mío.
Este tipo de comentarios laudatorios fue la nota predominante, aunque no faltó alguno tiznado de envidia:
-No es que no haya estado bien –decía en voz queda un antiguo general-, pero mi presentación fue más divertida y mi brindis más brillante, sin duda.
-¿Decía usted algo?
-Nada, mi Señor. Tan sólo comentaba esta maravilla de noche.
Y así, entre elogios y reverencias, fueron saliendo los invitados hasta dejar el salón despejado, quedando tan sólo el alma recién presentada en sociedad.
-Todo un éxito, por lo visto –dijo Dios acercándosele.
-Gracias, Señor.
-No me dé las gracias y tome una última copa conmigo.
El Todopoderoso se giró, dándole la espalda, y avanzó hasta el mueble-bar del rincón en busca del néctar reservado sólo para las almas más ilustres. Fue en ese momento cuando, de modo súbito, se apoderó de él un impulso Diosicida, revelador del pacto que hicieron sus primeros padres con el Diablo. Cogió un cuchillo de la mesa más cercana y se acercó al Señor con las intenciones más aviesas pero, justo cuando se disponía a ensartárselo, Dios cayó fulminado antes de que pudiera infligirle daño alguno.
San Pedro que, por deformación profesional, aguardaba a las puertas del palacio, entró corriendo al salón al oír el divino y estruendoso desplome. Al ver a Dios muerto en el suelo señalando con el dedo índice al allí presente, dijo:
-Te ha elegido… Te ha elegido a ti, no cabe duda. Sabía que esto podía pasar cualquier día, pero no esperaba que fuera tan pronto.
Tras unos segundos de indecisión, el sucesor dictó su primera orden:
-Que esto no salga de aquí. ¿Me has oído, Pedro? Que no salga. No me gustaría que cualquier chiflado lo fuera pregonando.
Poco después, en el Infierno, Lucifer agitaba el rabo, loco de contento.