Mi padre era sepulturero y guardián del cementerio de un pueblito que quedaba a dos horas de Morelia. En ese lugar nací y ahí crecí hasta los ocho años, en que nos fuimos a vivir a Morelia.
Cómo no recordarlo, fue la noche del 15 de junio de 1937, al otro día, cumpliría yo, seis años. Mi papá nos pidió a mi mamá y a mí, encerrarnos en nuestro cuarto y no salir para nada de él. Ese día había estado cavando una fosa, no sabíamos para quién.
Mamá dormía, mi padre esperaba la llegada de alguien. Yo, niña muy curiosa, aparenté dormir, me levanté tratando de no hacer ruido, y sin que se diera cuenta mi mamá, salí del cuarto, me escondí tras un árbol. No temía al cementerio, acostumbrada a vivir en él.
Muy noche, llegó un auto, de él bajaron tres hombres y un sacerdote, mi padre los recibió. Ayudado por uno de los hombres, sacó del vehículo, un pequeño ataúd blanco, todo esto cuidando de guardar el mayor de los silencios. Entraron al cementerio y se dirigieron hasta el último rincón de éste, en donde se encontraba la fosa que mi padre había cavado durante la mañana. Sin que notaran mi presencia, vi cómo sepultaban el ataúd y cómo el sacerdote bendecía la sepultura. Luego se alejaron los hombres y el cura se regresó y colocó algo a los pies de esta.
Al otro día, muy temprano, me di cuenta que mi padre no estaba, lo busque por el lugar y no lo encontré, me imaginé que había salido al pueblo. Por mi mamá supe que había ido a Morelia. Luego me dirigí al recién ocupado sepulcro y pude ver, que en una pequeña tabla, que habían colocado a los pies de este, se leía: “María Nieves, 16 de junio de 1931, Alicante España”. Nieves, se llamaba, la niña. Nieves también cumpliría seis años al día siguiente de su entierro. Nunca pude explicarme por qué una niña nacida en España, había sido sepultada de noche y tan en secreto, en aquel panteón. Que yo supiera, ni mis padres o mi maestra hablaban de que en el pueblo hubiera familia española alguna.
Mi cumpleaños iba a ser como otro más de ellos, sin festejo o regalo alguno, en aquel tiempo, éramos muy pobres. Pero mi papá llegó más tarde de la capital, cargado con muchas bolsas. Me trajo una muñeca muy bonita y un juego de té, los regalos más hermosos, o quizá los únicos, que en mi corta vida había recibido. Además trajo un rico pastel que compartí con él y con mi mamá. Después de apagar las velitas, en cuanto pude, fui a visitar a Nieves, llevé mis juguetes y un pedazo de pastel, para jugar con ella, “a la comidita”.
A pesar de tener tan sólo seis años, ya sabía yo en dónde estaba España, teníamos un enorme mapamundi en donde aprendí a localizar muchos países. Mi padre era una persona muy humilde, pero le gustaba mucho la lectura y tenía muchos libros, libros que después supe, conseguía en las librerías de viejo en Morelia, o algunos de ellos se los regalaban. Mi papá me enseñó a leer desde los cinco años. Me gustaba leer mucho, mi maestra me consideraba una niña muy inteligente.
Por las tardes, después de hacer mi tarea y ayudar a mi mamá con los quehaceres de la casa, me iba a jugar con Nieves y a contarle lo que había aprendido en la escuela o a leerle algún libro de cuentos. Fueron días muy felices para mí.
No pasó mucho tiempo después de aquella noche en que llegó Nieves, cuando a mi papá le asignaron un trabajo en el gobierno municipal de Morelia y tuvimos que emigrar con él. A pesar de la emoción de ir a vivir a Morelia, para mí, fue muy triste tener que dejar a Nieves, pero prometí no olvidarme de ella.
Pasaron los años y con la nueva vida en otro lugar y con los estudios, me olvidé un poco de mi amiguita.
Ya siendo más grande, me enteré que en junio de 1937 había llegado a Morelia un grupo de más de cuatrocientos niños españoles, entre huérfanos de guerra e hijos de combatientes republicanos. Traté de indagar en los archivos del gobierno, para saber si entre ellos había llegado, una niña procedente de Alicante, llamada Nieves. No encontré rastro alguno de ella. Entre los niños que llegaron de España a Morelia, solamente habían llegado tres niños, varones, de Alicante, España, los tres, menores que Nieves.
Mi madre no supo decirme nada de aquella niña que había sido sepultada aquella noche, ni ella lo sabía. Mi padre nos dijo a ella y a mí que nunca nos diría quien había sido la niña española, porque tampoco lo sabía, y había jurado no decir nunca a nadie, lo del sepelio de aquella criatura.
Me casé y tuve una hija: Nieves. A su vez, ella tiene una hija llamada también Nieves. Fueron pocas las veces que regresé al pequeño cementerio, pero cuando iba, le ponía sus flores a Nieves y arreglaba su pequeña tumba. Luego pasaron muchos años sin visitarlo. Hoy, a más de setenta años de aquella noche, he vuelto a visitar la tumba de la niña española, me ha costado un poco de trabajo dar con ella, el tiempo y el descuido han hecho estragos en aquel abandonado lugar. Finalmente encontré, bajo la maleza, la tumba de Nieves. De la pequeña tabla en donde estaba su nombre, no existía huella alguna.
He vuelto a platicar con ella, le conté mi vida, le conté también que traté de indagar cómo había llegado hasta ese lugar y cuál había sido el motivo de su muerte. Nunca lo supe, pero eso no me importó, pues yo la quise como si hubiera sido la hermana que nunca tuve.
Aunque después tuve muchos amiguitos y compañeros de escuela, en aquel tiempo, mientras vivimos en el pueblo, ningún niño o niña habría querido jugar con la hija del sepulturero. Aquella niña que llegó de España, Nieves, fue la única amiguita que tuve en mi primera infancia y a la que siempre le guardé un especial afecto.